sábado, 31 de janeiro de 2009

El mensaje y el mensajero

Como ven, mi foto, por alguna extraña razón, desapareció, entonces voy a apretar algunas teclas para ver si consigo ponerla de vuelta, si no, voy a tener que esperar que mi hijo regrese de Maringá para que la coloque de nuevo en el perfil... Eso si no está demasiado ocupado para hacerle este enorme favor a su vieja madre...
Pero como la falta de foto no es disculpa para no postar la crónica de esta semana, aquí vá:
Voy apresurada camino a mi casa, cansada, frustrada, ligeramente angustiada después de otra tarde de trabajo (o debería decir "ócio"?). Hace mucho calor, el polvo danza a mi alrededor, quemandome los ojos y la garganta. Quiero água... Atravieso la calle esquivando un auto que hace la curva e levanta una nube de tierra y hojas secas, y cuando el remolino se disipa, véo, viniendo en mi dirección, a este hombrecillo menudo y de ojos rasgados, gorro café y condoritos negros y gastados, con su andar medio desequilibrado, empujando su carrito de helados blanco y amarillo mientras sopla su pito de plástico llamando a los clientes para un momento de dulce y fresco descanso... Todavía pestañeando para apartar el polvo, reparo distraídamente en él, con sus ropas zurradas, los pantalones demasiado cortos, cabello negro retindo y peinado con gomina apareciendo por debajo del gorro, bigotito pretensioso. Más parece un pajarito que se cayó del nido, desplumado y medio perdido, y yo me pregunto cómo alguien con una apariencia tan frágil aguanta andar por la calle con este sol, más encima empujando un carro pesado y con las ruedas desalineadas... Pero la necesidad tiene cara de hereje, como dice el dictado, no es verdad?...
De aqui a algunos minutos, yo voy a llegar a mi casa, sacarme la ropa y correr a la ducha para refrescarme, mas este hombrecito continuará su jornada por las calles de la ciudad, bajo este sol inclemente, tratando de vender todos sus helados, para ver si gana lo sificiente como para poder comprar los porotos de mañana... Sintiéndome extrañamente culpable, hago un gesto para abrir mi cartera y juntar algunas monedas para comprar un helado, pero en ese momento, el hombre se detiene, suspira ruidosamente, se saca el gorro y limpia el rostro mojado con su manito huesuda. Nada lo proteje de este sol calcinante a no ser aquel viejo gorro. Yo me detengo también, esperando no sé qué, tal vez que él me dirija la palabra y me ofrezca su mercadería... Pero en vez de eso se agacha y, abriendo la tapa del carrito, saca de dentro un helado de un tono rosado terriblemente falso, lo desenvuelve, esbozando una sonrisa de dientes chuecos, y se queda ahí, calmamente parado, chupándolo con evidente deleite... Inmediatamente, delante de esta escena, viene a mi cabeza la última conversación que tuve com con mi hermana, en la cual ella me decía que no se sentía con derecho a usar la sabiduría que recibía (ayuda a personas con sus dotes sobrenaturales) en benefício propio y, a pesar de que yo le afirmé que aquella no era más que una actitud de falsa humildad, no conseguí convencerla de lo contrario. Conversamos mucho tiempo sobre esto, pero no llegamos a ninguna conclusión o concenso, no vimos ningún señal que le diese alguna respuesta... Y ahora miro a este hombrecillo saboreando uno de sus propios helados y una enorme sonrisa empieza a abrirse en mi cara, porque consigo ver allí la respuesta para el dilema de mi hermana: pues quién sino nosotros mismos somos la primera persona que debe probar las frutas del árbol que plantamos? Cómo, si no, vamos a poder decirle a los demás que la fruta es sabrosa y el árbol sano?
Quien recibe tiene la obligación de probar primero en sí mismo estos dones antes de repartirlos. Ser un mensajero sin envolverse con el mensaje es lo mismo que nada, porque una buena noticia debe traerle felicidad, antes que nada, a su primero y principal destinatario: aquel que la divulgará. No solamente hay que transmitir el mensaje. Hay que ser el mensaje.

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