quarta-feira, 21 de janeiro de 2009

Cuatro veces al día

- Si usted viese a uno de estos pobres comer, entendería por qué alimentarlos es la razón de mi vida.- fueron las palabras que trataron de explicar la cruzada de caridad de una mujer de 83 años con las aproximadamente mil personas que diariamente van a hacer su única refección del día en su casa hace más de 50 años... Frágil, cabello blanco encaracolado enmarcando su faz serena, de ojos claros y brillantes, piel surcada por todas las arrugas de la experiencia, voz tan pequeña y firme cuanto su estampa, mangas enrolladas, delantal floreado, cuchara de madera en la mano y una inmensa sonrisa, entre emocionada y orgullosa, que parecía arrastrarse por el recinto y darle otros colores, otro calor, semejante al abrazo de una madre... Saqué el dedo del control remoto y paré, recostandome en el sofá, tomada por una repentina y fascinada curiosidad ante la declaración de aquella viejecita que, me pareció, podría perfectamente estar sentada en la mecedora de su baranda tejiendo, viendo la novela o jugando con los nietos en vez de andar -ya con bastante dificultad- en medio de aquel oceano de calderones hirviendo, vasijas con pollo y tallerines, hornos asando pan y todas aquellas jarras de jugo y café, las montañas de platos y cubiertos, vasos y manteles que abarrotaban la pequeña cocina y la área de la modesta casa... Abismada, me pregunté quién podía, en estos tiempos de total egoísmo y ambición, hacer tamaño sacrificio en pro de cualquier cosa y sin ninguna intención de auto-promoverse con alguna finalidad política o religiosa. Una mujer que abría todos los días -hacía 50 años!- las puertas de su propia casa para una bandada de personas miserables y olvidadas sin mostrar el menor recelo o cansancio era, sin duda, digna de un momento de mi atención en ese domingo soñoliento en que todo parecía parado y vacío...
La cámara enfocó entonces a un viejo de barba y cabellos desgreñados, mal vestido, sosteniendo con manos temblorosas una escudilla con porotos, arroz, tallerines y pollo ensopado y una cuchara de latón que se llevaba, transbordante, a la boca desdentada. Estaba sentado en un rincón de la área, en un banco de madera donde había dejado educadamente su sombrero zurrado y desteñido, y miraba alternativamente para el lente y para la escudilla humeante -como si temiese que ésta se le desapareciese de las manos a cualquier momento- con unos ojos tristes y opacos, humillados, que recordaban a un niño decepcionado. El Viejo Pascuero no existe!... Me dí cuenta entonces que aquella era su vida, esa y no otra, y que no formaba parte del elenco de ningún filme o novela, de ninguna campaña para conmovernos y arrancarnos alguna donación. El hambre y el desamparo de aquel hombre eran reales, agarrandose a sus carnes arrugadas como infames garrapatos, corroyendo sus huesos adoloridos, sus zapatos agujereados... Y él comía. Se llevaba la cuchara a la boca como quien mete la propia vida por la garganta abajo, medio avergonzado de ser visto así, semejante a un bicho en una exposición, mirandonos con esos ojos mansos y resignados ante nuestra estupefacción y curiosidad, que ya debía conocer muy bien.
-Este es mi cliente más antiguo.-dijo entonces la mujer, acercandose y acariciandole la cara flaca y barbuda. Y él medio que sonrió sin gracia y continuó comiendo metódicamente, con la callada porfía de quien sólo deséa sobrevivir un día más, acunado por el ritmo de su hambre sin fin...
Qué es lo que este viejo espera de la vida?, me pregunté, con el corazón empezando a apretárseme en el pecho. Y la respuesta vino instantáneamente, pues era eso mismo que estaba viendo: tan sólo aquella escudilla de comida. Esta era su única certeza. La escudilla de comida, el pan y el vaso de jugo. Tan simple, tan banal, tan sin lujo, sin exigencias. Para qué más?... Pero qué había sucedido con él al final, cómo fué que su existencia había llegado a esto? Cómo un ser humano podía reducirse al mero acto de comer y nada más?... Sin embargo, mientras trataba de entender la situación y encontrar alguna respuesta, me fijé en el rostro de la mujer junto al mendigo... Dónde había visto antes esa expresión de absoluta bondad?... Ví su mano frágil y de dedos deformados apoyarse, con la extremada delicadeza de quien conoce bien el sufrimiento, en el hombro del viejo y en seguida brindarle una de las sonrisas más deslumbrantes, compasivas y acogedoras que ví en mi vida... Y me dije de nuevo: dónde ya ví esa sonrisa?... Entonces el hombre, dejando la cuchara llena de tallerines en el aire, se volvió hacia ella y le sonrió también, con la boca toda untada de salsa, y me pareció que ambas miradas se fundían en un abrazo, en una especie de comunión que nada podía explicar o describir. Aquella era, con certeza, una escena tremendamente conocida, más parecida a una revelación, pues en ese instante, mirando a aquellos dos en la pantalla de la televisión, tan lejanos y tan cercanos al mismo tiempo, dos historias unidas por el mismo amor, entendí lo que era verdaderamente importante para el mendigo y lo atraía cada día hasta ese lugar. No era solamente la escudilla de comida y el pan -que saciaban su hambre física, sí, lo que es una cuestión de sobrevivencia- sino el cariño, la mirada, el abrazo cálido y comprensivo de esta mujer que no sólo abría las puertas de su pequeña casa y despensa, mas también las puertas de su corazón a este ejército ignorado de olvidados, hambrientos, marginalizados, fracasados, maltratados de todas las edades, lugares, colores y credos, que le traían sus historias de errores y decepción, de pérdidas y arrepentimiento, de nostalgia y soledad... Y a todos ella acogía, sin cuestionar, sin cobrar, sin sermonear o exigir mudanzas. Simplemente acogía, y éste me pareció ser el ingrediente más sabroso y atractivo, el condimento especial y diferente que hacía su menú algo vital para cada día de la vida de todos ellos.
"Esa mujer", pensé, pestañeando una y otra vez para no dejar las lágrimas caer, "realmente hace alguna diferencia en este planeta".
Y cuál era su recompensa por todo ese esfuerzo y sacrificio, por la ininterrumpida dedicación y persistencia, a lo largo de 50 años, recaudando alimentos y ropas para sus protegidos? (sus 'clientes", como ella los llamaba, riendo)... Pues era justamente la visión que nosotros, telespectadores, estábamos teniendo: el hambre saciado, la certeza del alimento hoy y mañana, la acogida, la sonrisa. El abrazo a la caridad, la partija alegre de esta pequeña refección caliente y sabrosa, preparada con cariño, solamente para ellos... El estómago lleno, el corazón entibiado, el alma resucitada en ese gesto básico, primario, elemental y sagrado que, para la mayoría de nosotros, pasa desapercibido cuatro veces al día.

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