quinta-feira, 15 de janeiro de 2009

El hombre-ogro

Y ahí viene él, gordo, desgarbado, balanceando su enorme barriga al caminar con la más absoluta y risible deselegancia. Medio calvo, con algunas mechas crespas y desordenadas flotando alrededor de su cráneo ovalado como si quisieran escapar de allí y una nariz desproporcional adornando su cara, que parece hecha de jabón derretido. Siempre de sandalias viejas y cargando una bolsa plástica que contiene algo de formas indefinidas, avanza con un aire levemente amenazador, como una bola de boliche a camino de derribar los pinos delante de ella... Bajo y vestido con ropas zurradas y anchas, se aproxima con la energía de un quebra-hielos abriendose camino por la vereda, su boca de lábios gruesos e informes temblando de leve con el vaivén de sus pasos firmes... Y atrás de él, una corte de perros sucios y saltones, ladrando y haciendo fiesta, brincando en cima suyo y peleándose alegremente para robarle la tal bolsa, que con certeza contiene la ración que acabó de comprar en el almacén agropecuario. A cada cierto tiempo se detiene y acaricia a los perros, les habla, sonríe y los aparta, juguetón, para poder continuar andando, pues ellos más parecen una nube agitada y ruidosa a su alrededor... Sorprendida, percibo que los animales se muestran no temerosos o desconfiados, sino encantados con su presencia, y disputan a los saltos y empujones una caricia de sus manos rudas y torpes. Evidentemente, lo consideran su dueño y parecen muy satisfechos con su elección.
Disminuyo el ritmo de mi caminada sólo para ver dónde el tal hombre vive, pues todos los días lo encuentro en mi recorrido matinal, mas hasta hoy, sin compañía. La aparición de los perros es una sorpresa total y como la actitud -y la cantidad- de ellos me llamó la atención, decido que es hora de saber un poco más acerca de él. Entonces, finjo parar para amarrar mis zapatillas en la terraza del bar y me quedo observándo. Debe vivir por aquí, pues ya sacó las llaves del bolsillo y está disminuyendo la velocidad. Los perros también parecen reconocer algo familiar y se agitan todavía más. Otros ladridos se juntan a los suyos, provenientes de alguna casa cercana... Tomo mi toalla y me siento en el muro bajo del bar, pintado de un rojo brillante, limpiandome el sudor y suspirando como si estuviese muy cansada, mis ojos discretamente posados en la escena al lado... El hombre se detiene frente a una casa de madera verde, vieja y desteñida, con el patio lleno de malezas y pedregullo y el alpende casi cayendo en cima de la pequeña y arruinada baranda del frente. Me sorprendo, pues pensé que la casa estuviese vacía, tal es su aspecto de abandono. Los antiguos moradores -sobre los cuales ya escribí una crónica justamente por causa de la trasnsformación que promovieron en aquella vieja y decadente residencia- consiguieron convertirla en una especie de casita de cuento de hadas, llena de flores y móbiles, un jardín colorido y perfumado, una nueva mano de tinta y nuevas tejas, terraza limpia y patio sin maleza o basura. Pero después que partieron la casa quedó un buen tiempo sin ser arrendada y todo lo que hicieron -principalmente la mujer, dueña de una creatividad sin tamaño- acabó desapareciendo, comido por el abandono. Por eso mi sorpresa cuando véo al hombre abrir el pequeño portón enmohecido y ser recibido por unos tres o cuatro canes -uno de ellos con una de las patas delanteras grotescamente retorcida, probable víctima de un atropellamiento- ladrando y saltando eufóricamente, salidos de algún rincón del patio caliente y estéril. Hay un breve instante de confusión, pues aquellos que estaban dentro quieren salir y los que están fuera quieren entrar, pero el hombre suelta algunas exclamaciones en voz alta, gesticulando enérgicamente, y el orden es rápidamente reestablecido. El dá la vuelta por la área trasera, cuyo tejado también amenaza desmoronar, en cuanto balancea la bolsa delante de los perros y los llama cariñosamente. Estos, simplemente, parecen ponerse fuera de sí!... Hora del desayuno!... Los que se quedaron en la vereda lloriquéan y tratan de saltar la reja, ladran con desesperación y arañan la pared, pero el hombre no retorna y ellos permanecen allí, con los ojos fijos en la pequeña área cubierta por donde él desapareció.
Yo, totalmente envuelta en la escena, me pillo esperando también la vuelta del hombre, patéticamente sentada en el murillo del bar, siendo lentamente tomada por una tremenda decepción... Todavía esperanzada, aguardo algunos minutos más, pero nada sucede. Los perros continúan andando para acá y para allá delante de la casa, los ojos colgados en el área del fondo, refunfuñando y apoyandose en la reja sobre las patas traseras para tratar de ver alguna cosa. Pero el hombre y sus perros parecen haberse desvanecido allí dentro. No se escucha un ruido.
Viendo que el tiempo pasa y que nada vá a acontecer, decido entonces continuar mi caminada, que ya está bien atrasada por cuenta de este incidente. Levanto del murillo, guardo mi toalla y, pasando por entre los animales, que no desisten de su espera, voy calle arriba soltando un profundo y dolorido suspiro de solidariedad con ellos.
Llego al final de mi recorrido y es hora de volver y, no sé por qué capricho, decido hacerlo por la misma calle que vine. Quiere decir: voy a pasar de nuevo frente a la casa del hombre y los perros, movida por la misma esperanza porfiada que los hizo quedarse allí... Sonriendo abiertamente delante de mi actitud "investigadora", doy media vuelta y ahora empiezo a descender por la calle con pasos firmes y más rápidos, a despecho de mi cansancio. Mi corazón se acelera, mis ojos queren ver allá adelante, antes de que mi cuerpo llegue. Pasaron más de cuarenta minutos, pero de lejos ya diviso a los perros delante de la casa, mas nada parece haber mudado. Estos animales deberían recibir un premio por su perseverancia... Sin embargo, llegando más cerca, consigo distinguir alguna cosa en la vereda, junto al muro descascado, donde os canes están amontonados. Entonces, al llegar frente a la casa, me encuentro con una grande tapa de latón llena de ración y algunas frazadas rasgadas y pedazos de paño arreglados a modo de una cama al pié del muro. Los perros comen animadamente y dos de ellos ya se apropiaron de la "suite" y dormitan beatíficamente después de la refección... Una enorme sonrisa de simpatía por aquel hombre-ogro ilumina mi alma y me quedo allí parada por algunos minutos, observando a los afortunados perros que, sucios, pulguentos, flacos y normalmente ahuyentados de cualquier lugar sin ninguna contemplación, empiezan a hacer parte de una familia a la que realmente le importan. Entiendo que el hombre no los haya llevado para adentro por causa de los otros que ya viven con él. Sería una inesperada invasión de territorio que ciertamente acabaría en una peléa. Sin embargo, su compasión no los abandona. Puchas, este tipo acabó de ganar un espacio en el altar de mis santitos anónimos!.
En los días siguientes cruzo con él várias veces y, al encararlo por detrás de mis anteojos obscuros, me doy cuenta de que posée un pequeño y lindo par de ojos de un verde cristalino y vivo, como dos chispas destacandose en su faz irregular. Pestañéó, sorprendida, e instintivamente esbozo una sonrisa de saludo, como si aquel detalle hubiera quebrado algún tipo de hechizo. Más sorpendido que yo, él me responde discretamente y continúa su camino. Un poco más tarde, cuando vuelvo de mi caminada por la avenida, lo diviso sentado en el murillo del puesto de gasolina, frente a la casa agropecuaria, esperando que abran, con la bolsa de plástico, un perro tendido a sus piés y otro corriendo y saltando en el pasto del jardín del puesto, tirándose a sus piernas, lamiendole el rostro y jugando de robarle la bolsa. El sonríe, totalmente abstraído en su silencioso diálogo con el animal, y continúa esperando, gordo y desgarbado, con las pocas mechas morenas alborozadas por el viento frío, parecido a un paciente y poco ortodoxo Buda urbano... Me quedo mirándolo mientras me alejo y pienso en todas las ocasiones en que debo haberme engañado al respecto de una persona por causa de su aspecto físico, así como otros deben haberse engañado con respecto a mí por causa de mi apariencia... Puchas, mas será que todas nuestras evaluaciones son baseadas en este tipo de equívoco? No sería raro y es probablemente por esta razón que nuestra comunicación con los otros anda tan mal y genera tantas peléas.
Me viro para ver por última vez al hombre-ogro y sus perros y mi corazón parece repentinamente entibiado por algún tipo de confortamiento, nacido de la percepción de mi error y de la confirmación de que la fealdad puede ser tremendamente compasiva y generosa, tal vez justamente por no poseér los adornos y engaños de la belleza.

Nenhum comentário:

Postar um comentário