quinta-feira, 27 de dezembro de 2012

"La santita"

    Una navidad preciosa junto a la familia, ¿podría querer más?... Tal vez que mi hijo  menor hubiera estado con nosotros, pero gracias a mi hermana recibí el mejor de todos los regalos, porque de su casa pude llamarlo por teléfono a Brasil y escucharle la voz... ¡ Ay, corazón de madre, que no se muere de emoción sólo porque tiene la fuerza de un titan!... Pero fuera esta tristeza, todo el resto fue simplemente perfecto, tal como me lo había imaginado y aún mejor. Familia, amigos, cena, risas, recuerdos, el arbolito reinando, iluminado, lleno de paquetes misteriosos, todos aguardando ansiosos la medianoche para abrirlos... Me sentí niña, hermana, madre, amiga, tía, todo al mismo tiempo, como una sinfonía llena de emociones que no pensé volver a sentir. No así. No junto a estas personas amadas... Sí, con certeza puedo decir que el niñito Jesús me trajo el regalo que le había pedido: felicidad.
    Y como estaba tan feliz, acabé olvidándome de postear la crónica de la semana pasada, entonces, antes de que me entusiasme de nuevo y la felicidad me deje inutilizada literariamente, aquí va la de esta semana. En todo caso, creo que siempre es mejor no escribir de tanta felicidad que no hacerlo de mucha tristeza, ¿no es verdad?...


    Indudablemente, esta es una santita muy milagrosa. Basta ver el altar donde un cuadro suyo está entronizado, en la nave izquierda de la iglesia centenaria: está siempre rebosante de flores -especialmente rosas- de todos los tipos y colores, en primorosos y caros arreglos dentro de cestillas o floreros, en ramilletes envueltos en celofán o en modestos dúos o tríos, o hasta una sola amarrada con una cintita. Hay también arreglos de flores falsas, que pretenden durar tanto cuanto el agradecimiento  del devoto, pero la mayoría son naturales y mueren al cabo de algunos días, recordándonos a la humanidad frágil y efímera que viene a pedir sus gracias... Y como son tantas -y para que la santita no se confunda ni se sienta agobiada- hay dos personas encargadas de ir cambiándolas, para que así todos tengan oportunidad de expresar su gratitud. En los bancos y reclinatorios colocados frente a su altar siempre hay gente sentada o arrodillada, expresión concentrada, fervorosa, mirando el rostro etéreo del cuadro con fe y adoración absolutas y desvergonzadas. Mirada de intimidad, de esperanza, de sinceridad. Son como niños alrededor de una madre que todo lo entiende y que por todos se sacrifica e intercede. Mamá poderosa esta, que casi se ahoga en los pétalos de agradecimiento de sus hijos porque siempre les alcanza el milagro, la cura, el trabajo, el préstamo, la carrera, la casa.
    No hay misa durante la cual yo no haya visto a por lo menos diez o quince personas entrar, acercarse al altar -con bicicletas, paquetes, niños, carritos de feria y hasta perros- y depositar emocionadamente allí una flor con un agradecimiento o una petición. El sermón del padre puede ser el más inspirado del mundo, pero yo no consigo dejar de prestar atención a esta pequeña y constante procesión que transita modestamente por la nave izquierda... Desde mi lugar (porque siempre trato de sentarme cerca del altar, desde donde puedo verla) sonrío, conmovida, y me quedo contemplando a la religiosa angelicalmente retratada, que parece que va a salir de ahí en un éxtasis interminable de felicidad y paz... Entonces la imagino en su época: una mujer simple, obediente, fervorosa, que no deseaba otra cosa a no ser encerrarse en un claustro para alabar y servir a su Dios, para sacrificarse por los que habían perdido el camino. En realidad, ella no quería ser santa, nunca soñó con un altar, un cuadro, una reliquia o un ejército de devotos. No era nadie, sólo una buena mujer, una religiosa vieja y humilde, que pasó sus últimos años desterrada en una celda apartada del convento por causa de lo que parecía algún tipo de enfermedad repugnante y que al final se reveló una marca divina. Una persona que, en su insignificancia histórica (en esa época) hacía el bien a su alrededor, hasta donde le era posible, sin mayores ambiciones, sin jamás sospechar que hoy tendría un altar lleno de flores y fieles agradecidos. No, definitivamente, la posibilidad de la fama futura no era lo que alentaba sus acciones, sino la conciencia clara de lo que era correcto, misericordioso, justo.. Y yo me pregunto: ¿será que nosotros necesitamos la publicidad, los elogios, los homenajes, los seguidores, el reconocimiento, para actuar correctamente? ¿Hacer el bien por el bien no es bastante? ¿Por qué pretender abarcar y convertir al mundo entero? ¿Por qué vivir esperando una gran señal para empezar a hacer el bien? ¿Por qué si no es grande parece que no vale la pena ni comenzar?... ¡Pero si es con un grano de cemento que se empieza un rascacielos! Esta santita no quiso conquistar el mundo sino, simplemente, hacer su parte, actuar con compasión y justicia allí en su conventito, entre sus hermanas. Ese era el entorno que tenía para hacer el bien y lo aprovechó al máximo. ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos en nuestro entorno? ¿O vivimos esperando algún tipo de evento sobrenatural que sea el fiador y motor de nuestras buenas acciones?... No, el mundo no es nuestro escenario, apenas un pedacito de él, pero si todos decidimos hacer el bien en el que nos toca, a lo mejor podemos empezar a vivir el paraíso aquí.




terça-feira, 18 de dezembro de 2012

"Neblina"

    "Otro día en el paraíso", como se dice por ahí, y se continúa luchando, creyendo, apostando, caminando al encuentro de las aventuras y sus desafíos, que parecen no terminar nunca. Unos son más fáciles, otros más difíciles, pero todos hay que enfrentarlos y pasar por ellos de la mejor forma posible. Es verdad que ni siempre salimos victoriosos, pero es preferible esto a decir que ni siquiera lo intentamos... Últimamente he tenido que reunir coraje para abrir algunas puertas  y enfrentar nuevas situaciones mucho  antes de lo que esperaba, pero el esfuerzo está valiendo la pena porque me está re-enseñando la libertad, la independencia, la iniciativa y el placer de una nueva soledad, ésta entre mis compatriotas en vez de en un país extraño, lo que la vuelve una experiencia totalmente nueva y emocionante, porque a pesar de tener referencias nada agradables sobre cambios y ambientación en lugares nuevos, esta vez no está siendo un proceso que asusta, sino una experiencia sorprendente y reveladora, que cada día me confirma que hice lo correcto y que, finalmente, estoy en casa. Y esta vez es para siempre.
    Y con este ánimo lleno de optimismo y una valentía, que no sentía hace mucho tiempo, aquí va la crónica de esta semana, ¡antes de que se acabe el mundo!...

     Hay días que empiezan extraños, grises y fríos, en los cuales parece que no somos nosotros mismos y nos vemos repentina e insistentemente asaltados por todo tipo de pensamientos y presentimientos sombríos o inquietantes, desconcertantes, que nos desestabilizan y nos quitan las ganas de salir de la cama para enfrentar el mundo. Son días en que despertamos como moviéndonos en una especie de neblina que nos da la impresión de que, en realidad, continuamos durmiendo... Recuerdo que esto me sucedía en la adolescencia, en los días de invierno, cuando para llegar al Liceo 9 debía atravesar un enorme  campo vacío y éste se hallaba totalmente tomado por la neblina de la mañana. Me acuerdo de que iba adentrando en ella lentamente, mientras todo el paisaje a mi alrededor se desvanecía a cada paso, como tragado por aquella nube blanca y movediza. Yo también me veía desaparecer, perdía la noción de dirección, de tiempo, de realidad... Era algo realmente surreal... A veces divisaba a lo lejos algunas siluetas - las de otros alumnos que se dirigían al liceo también- que se me antojaban fantasmas flotando en medio de aquella niebla fría que se movía como algo vivo a mi paso. Cuando llegaba al medio del terreno baldío me detenía, respirando hondo, y giraba sobre mí misma, con los ojos desorbitados y pestañeando sin parar, pero no conseguía distinguir absolutamente nada. Estaba solamente yo en el centro de ese océano blanco... Y era exactamente en ese momento que empezaba a preguntarme si estaba realmente allí o si continuaba durmiendo en mi cama y esto no pasaba de un sueño desagradable... Tenía recelo de continuar avanzando, porque algo terrible e inesperado podía surgir de esa nada, pero también me daba miedo quedarme parada ahí, pues tenía la sensación de que iba a ser engullida y que desaparecería para siempre dentro de aquella panza gaseosa...
    Entonces, de repente, la campana del liceo empezaba a tocar: sonido vibrante, imperioso, casi celestial, que atravesaba como una lanza la neblina paralizante y me arrancaba de su hechizo. Era el sonido de la realidad llegando hasta mí, de la rutina, del orden y la lógica... Mis pies volvían a  sentir el suelo y, percibiéndolo firme, volvía a caminar, sabiendo ahora qué dirección seguir, en busca del contorno familiar de la reja y los pabellones del liceo, las voces de mis compañeros, el olor de la leche con chocolate de la merienda, el saludo de los profesores. La campana llamaba y poco a poco el mundo volvía a sus  ejes, el día retornaba  a la normalidad y todo transcurría como tenía que ser.
    Cuando finalmente alcanzaba los peldaños de la entrada, se me salía una sonrisa de alivio y agradecimiento, pues ahora sí estaba segura de que todo acabaría bien. La travesía había terminado.
    Hoy, cuando abro los ojos y me doy cuenta de que es uno de esos días extraños en los cuales el miedo, las dudas y la inseguridad empiezan a rodearme como aquella neblina  en el campo vacío, respiro hondo y me enderezo, buscando inmediatamente el sonido de la campana, el tañido firme y claro que me mantendrá con los pies en el suelo y la mente enfocada en la realidad, que me pondrá frente a los pabellones de la vida, a los que no hay por qué temer, pues como en mi época de estudiante, sé que es allí que están las lecciones, los descubrimientos, los maestros, los amigos y los enemigos, las alegrías y tristezas, los triunfos y fracasos que serán la base de nuestro futuro. La vida no tiene neblinas ni campos vacíos que nos hacen creer que soñamos. La vida tiene certezas que podemos escoger o no, historias que podemos vivir o no, encuentros que podemos tener o no. Los campos vacíos y la neblina los creamos nosotros mismos, pero si buscamos una campana que nos llame hacia los contornos de lo que es verdaderamente real e importante, con certeza no permaneceremos mucho tiempo allí.

sexta-feira, 7 de dezembro de 2012

"Oportunidades"

    Hoy estoy sola en nuestro departamento porque mi hija se fué por el fin de semana a La Serena con su novio, entonces aproveché para salir a hacer las últimas compras de navidad, darme un pequeño baño de belleza, incluyendo manicure, poner la música que adoro y sentarme aquí para  escribir. Entre hoy y mañana quiero poner al día mis escritos, que han estado bien abandonados por culpa de nuestro pequeño maratón de compras de navidad antes de que, simplemente, no se pueda más entrar en las tiendas... Bueno, no es que el resto del tiempo la cantidad de gente disminuya, pero por lo menos los vendedores no están totalmente fuera de sí ni los productos desaparecen antes de que uno decida comprarlos. Fué así que perdí un precioso juego de bolas plateadas para el árbol de pascua... ¡Me dí vuelta para ver unas lucecitas en otro estante y cuando volví, mis bolas habían desaparecido! Entonces decidí agarrar y cargar todo lo que me fuera gustando, porque si no iba a perder el resto de las cosas también. ¡Pobre vendedor, cuando me vió con aquel montón de bolas, luces, angelitos, nacimientos, estrellas y guirnaldas pensó que había hecho la venta del año! Debían ver la cara del pobre cuando sólo puse menos de la mitad de la mercadería en el mesón de la caja... Bueno, es la ley de la selva, tenía que proteger lo que me había gustado para después poder escoger con calma. Pero tengo certeza de que el vendedor sacará una buena comisión de todas maneras, porque esa tienda vive absolutamente llena, entonces no me siento tan culpable por no haberme llevado todo. Además, nuestro departamento es tan pequeño que si le ponemos algo más nosotras vamos a tener que salir. Criamos nuestro "rincón navideño" en la mesita de arrimo con velas, un pequeño árbol -que ya viene con las lucecitas incluidas- y unas hojas brillantes que mezclamos con las flores naturales del florero. La lámpara tuvo que irse encima de uno de los pisos de la cocina, pero quedó bonita. También colgamos un adorno con palomas plateadas y una campanilla del riel de la cortina, y cuando hace viento, escuchamos su sonido suave y alegre... Claro que no podemos cerrar la cortina, pero no nos importa porque nos encanta la luz que entra por la ventana.
    Bueno, y dejando de lado tanto detalle sobre nuestra decoración navideña, es mejor que postée la crónica de hoy antes de la cena, porque es bien larga. En todo caso, espero que la disfruten. Dense un descanso entre las compras y el trabajo y léanla.


    Estoy segura de que ya me conocen. Casi todas las tardes aparezco en la fuente de la iglesia  con mi bolsa de pan añejo y me instalo allí, frente a la enorme puerta, a la sombra del água que refresca el aire. Si miro a mi alrededor no véo muchas de ellas, pero presiento que están por ahí, al acecho, haciendo cuenta que no están interesadas, pero sé que basta arrojar el primer puñado de migajas para que se lancen al aire en graciosos revolotéos y vengan a aterrizar a mis piés, emergiendo no se sabe de dónde, arrullando y abriendo las alas, inflando el pecho y posando de dueñas del pedazo... Y casi de inmediato, como una especie de efecto colateral, aterrizan los gorriones, tampoco sé de dónde, y se meten osadamente entre el enjambre que se agita para agarrar su parte del banquete. Las palomas les lanzan una ojeada de soslayo, algo incrédulas con su insolencia, y después de algunas cortas amenazas y persecusiones, parecen cansarse de su saltitante rapidez y los dejan robar su parte, ya que es mínima. Tal vez se den cuenta de que, con su tamaño, habrá lo suficiente para todos.
    Poco a poco, algunas palomas más osadas vienen rodeando, rodeando, van y vuelven, me observan furtivamente, de medio lado, y se van acercando con cautela, listas para huir a la menor señal de peligro, hasta que, más confiadas, terminan paseando entre mis zapatos para comerse las migajas que caen allí. Estas no se asustan con el ruido o el revolotéo de la bolsa de plástico en que traigo el pan, ni con los autos que salen del hotel, los niños que pasan y gritan entusiasmados e, impajaritablemente corren atrás de ellas, tentados al ver tanto pájaro junto. Inclusive desprecian olímpicamente a los turistas que aparecen para sacarles una foto y a los operarios que están arreglando la calzada... Sé que los buenos frailes las espantan a escobazos para que no ensucien los tejados, los portones y las esculturas, y ellas hacen como que se van, se esconden en los árboles y cornizas cercanas y siempre acaban volviendo, sobre todo si hay alguien como yo, que las tienta con sabrosas migajas de allullas, marraquetas y pan de molde...  Estoy convencida de que los franciscanos, a pesar de todo su cariño por los animales, deben odiarme.
    Sin embargo, y a despecho de toda la propaganda adversa que reciben (infecciones, piojillos, suciedad, plumas) las palomas, así como casi todas las criaturas que nos rodean y comparten con nosotros este planeta, tienen algunas lecciones que enseñarnos, si les prestamos un poco de atención.
    Yo ya había notado que existe una enorme cantidad de palomas mutiladas por causa de los cables de alta tensión, los aires acondicionados y las antenas -fuera los idiotas que se dedican a acertarlas con todo tipo de cosas- A muchas de ellas les falta una pata, o los dedos, o las tienen quebradas y atrofiadas, inclusive he visto zorzales y tordos que sufrieron el mismo injusto destino, pero esto no parece afectar su intimidad con los seres humanos y continúan acercandose a él y a sus restos de comida... Así, una tarde vino a aterrizar junto a la fuente una paloma café, de ojillos brillantes y unas divertidas plumas blancas erizadas en la nuca. Primero no entendí por qué, al llegar al suelo, lo hizo tan desgarbadamente, medio de lado, medio de punta, casi metiendo el pico en el cemento. Incluso algunas de las otras palomas se llevaron un susto ante aquel destartalado aterrizaje. El ave pareció quedar medio aturdida y permaneció algunos instantes echada en el suelo, mirando para acá y para allá, como para localizarse. Simpatizando inmediatamente con ella, le lancé un puñado de migas para tentarla, pero no se adelantó para pescarlas y las otras se abalanzaron ávidamente para robárselas... Desconcertada, esperé su próximo movimiento. Entonces, tomando aliento, se incorporó dificultosamente. Ahí lo ví: no tenía patas. Contuve una exclamación, horrorizada. La paloma avanzó un poco, tambaleandose sobre sus muñones, hacia el puñado de migas que yo había acabado de arrojar, pero las otras habían llegado antes y no había sobrado nada. Repetí la acción un par de veces más y sucedió lo mismo. La paloma inválida no tendría ninguna chance, nunca. La pobre miraba ansiosamente mi mano llena de pan y acompañaba su movimiento al lanzar las migajas, pero su discapacidad le impedía llegar a tiempo y pelear por algunas de ellas.
    Entonces, pensando que tal vez su limitación la hiciera diferente de las demás en algún otro sentido que no fuera una desventaja, se me ocurrió encuclillarme lentamente y extenderle la mano abierta llena de pan, muy despacio... Las otras palomas se revolucionaron inmediatamente, desconcertadas con mi movimiento, e iniciaron unas carreras y revolotéos desordenados, como si no supieran cómo reaccionar ante mi osadía. Pero yo sabía que ninguna de ellas tendría el valor de acercarse y comer en mi mano.
    Totalmente abstraida del mundo fuí aproximandome a la paloma inválida que, absolutamente inmóvil, me contemplaba fijamente, como preguntandose cuáles  serían mis intenciones. Sin embargo, no parecía estar con ganas de huir. Mi mano ya estaba a apenas algunos centímetros de ella cuando sus ojillos se desviaron de mí para posarse en las migajas blancas y esponjosas delante de ella. Pareció considerar el asunto muy seriamente por algunos instantes... Yo esperaba, anhelante, hecha una estatua... Hasta que por fin, hice un último y muy, muy suave movimiento y coloqué la mano bien debajo de su pico. La paloma me dió una última mirada, como si estuviera preguntandome: "¿De verdad puedo pescar esas migas? ¿No me vas a hacer nada?"... Y estoy convencida de que, delante de mi silencio y completa inmobilidad, decidió aceptar la oportunidad, que podría ser un riesgo mortal, dada  su deformidad... Pestañeó una vez más y, finalmente, estiró el cuello y comenzó a comer, todavía un poco nerviosa.
    Mientras tanto, las otras continuaban e completo alborozo, corriendo para acá y para allá, haciendo amagos de acercarse, aleteando y arrullando amenazadoramente, pero al final de cuentas, no tuvieron coraje y quien acabó dándose el banquete fué la paloma tullida pues, aprovechando sabia y arriesgadamente la oportunidad que se le ofrecía, ganó más que las otras que, a pesar del hambre y de las fanfarronadas, no se atrevieron a  acercarse, mismo viendo que nada de malo le sucedía a la otra.
    Y contemplando a esta paloma café con su tupete blanco erizado en la nuca y sus tristes muñones retorcidos, me pregunté cuántas veces nosotros, humanos, a despecho de nuestras limitaciones, tenemos el coraje, la sabiduría y la fé para aceptar y abrazar las oportunidades que nos ofrecen o aparecen delante de nosotros, y cuántas las dejamos pasar por ignorancia, porfía, preconcepto o miedo, por no creér en nosotros mismos ni en los demás... Pero tenemos que recordar que las oportunidades son únicas, singulares en su momento, que nos traen algo que necesitamos en esa hora exacta y que, si no las aprovechamos, no volverán a presentarse. Por lo menos no de la misma forma ni con los mismos resultados.

sexta-feira, 30 de novembro de 2012

"Escuchar el silencio"

    La primavera está reacia, un día muestra la cara y nos encanta, nos saca la ropa gruesa, parece que liberta algo dentro de nosotros, y al otro esconde ese precioso sol con nubes y ráfagas de viento helado... Nadie está entendiendo nada! Yo sé que nuestra primavera es como cabra chica, antojadiza, voluble, caprichosa, le encanta atormentarnos con sus cambios de humor y el suspenso por la llegada definitiva del calor, pero hace tanto tiempo que no la vivo que no me enojo con ella y prefiero tenerle un poco de paciencia, porque cuando definitivamente se instala uno ve que toda la espera y la indecisión valieron la pena... Así que me despierto toda mañana y miro altiro hacia la ventana para ver si hay nubes en el cielo, pero mismo que al principio hayan algunas flotando por ahí, me quedo con la esperanza de que más tarde abra y podamos disfrutar del calor del sol y del color con que pinta este escenario espléndido. Hoy amaneció bien nublado, después abrió y ahora se nubló de nuevo. Espero que el viento del atardecer se lleve estas nubes y que mañana haga un día de aquellos de cortar el aliento... Hasta porque voy a visitar a mi hermana en el Cajón del Maipo y no quería que el día estuviera feo. El paisaje allá arriba es simplemente deslumbrante y pretendo sacar algunas fotos para postear en mi facebook.
    Y con esta esperanza y los acordes medio desafinados de mi vecino en su saxofón tratando de interpretar Noche de Paz, aquí va la crónica de la semana.


    Bocinas, motores, campanas, sirenas, teléfonos, televisores, radios, perros, niños, grúas, chincoles, bocinas... Cierro los ojos y escucho todo esto -y mucho más- a mi alrededor, a veces harmonioso, a veces desafinado y estridente... Son las innumerables voces de la ciudad, su gama casi infinita de expresiones, los sonidos de su existencia, que a veces pueden confundirnos o asustarnos, irritarnos, desconcertarnos, y otras pueden alegrarnos, guiarnos e identificarnos, porque nos reconocemos en ellos. Altos y bajos, cercanos o distantes, nuevos o antiguos, esta identidad auditiva nos acompaña todo del tiempo... ¿Pero qué dicen los cascos de los caballos, los ladridos de los perros, las llamadas de los vendedores ambulantes, las campanas de la iglesia? ¿Qué es lo que nos murmuran el zumbido del metro o el arrullo de las palomas? Cada sonido tiene su significado, su apelo en nuestra alma, y nos provoca algún tipo de reacción, pues a veces este barullo externo encuentra eco dentro de nosotros, juntándose al universo acústico que bulle en nuestra mente y nuestro corazón.
    Recuerdo cuando llevaba a mis alumnos al parque, al zaguán del teatro, a la plaza o a alguna otra área de la fundación y les pedía que danzaran o expresaran de alguna forma corporal los sonidos que escuchaban: el viento, los regadores soltando agua, los motores, los gorriones, las voces de los otros alumnos, los instrumentos resonando en las otras salas de clases, la sierra del carpintero que construía los escenarios... Todo era posible de ser transformado en algún tipo de movimiento, pues había una conexión, una reacción, alguna emoción envuelta. Performances preciosas y conmovedoras resultaban de estas experiencias.
    Sin embargo, aquello era sólo el comienzo, porque después los llevaba de vuelta a la sala de clases y, cerrando puertas y ventanas, los exponía, ahora, al silencio total para que trataran de hacer la misma experiencia con el movimiento. ¡Dura prueba para ellos! ¡Abandonarse dócilmente a esta especie de "nada", a este tabú opresivo que es el silencio, a este vacío de muerte al que siempre es asociado!... La mayoría sufría angustias tremendas, se sentían abandonados, en peligro, perdidos, aterrados, y apenas conseguían hacer uno que otro movimiento... Con todo, después de algún tiempo, yo acababa con su suplicio y les pedía que trataran de escuchar los sonidos que sus propios cuerpos emitían: respiración, corazón, el roce de la ropa, el aire desplazándose, pies moviéndose en el suelo, pequeños sonidos involuntarios... Esto ya les resultaba más fácil y hasta eran capaces de darme una buena devolución al final del aula. Y para terminar, uno de mis ejercicios favoritos: producir los propios sonidos y crear una coreografía. Entonces eran chasquidos, suspiros, murmullos, palabras sueltas, exclamaciones, palmas, frases ininteligibles, músicas inéditas... Los acentos más íntimos y peculiares que un ser humano puede producir llenaban la sala silenciosa, y los cuerpos ejecutaban movimientos que semejaban rituales, oraciones, revelaciones. Algunos lloraban, otros sonreían, extasiados, unos pocos se quedaban inmóviles, como que iluminados. Esta era la experiencia completa, tras la cual ellos percibían que nuestro cuerpo posee un lenguaje único y peculiar, que normalmente no tiene mucho que ver con lo que el cerebro le ordena emitir. Esto les enseñaba a parar y prestar más atención a lo que este cuerpo tenía que decir, y que a veces podía ser mucho más coherente y sabio que la lógica académica que nos habían enseñado.
    Y hoy, rodeada por todo el bullicio fascinante y mareador de esta gran ciudad,  me pregunto si todavía conseguimos hacer silencio, escuchar el silencio (porque el silencio no es sólo la ausencia de ruido, sino más bien una actitud interior) danzarlo, vivenciarlo en toda su riqueza. Me pregunto si tenemos el coraje de callar y oír lo que nuestro cuerpo y nuestra alma tienen que decirnos. ¿Será que tenemos miedo de nuestros propios y más verdaderos sonidos? ¿Qué es lo que podrían revelarnos? ¿Serían un espejo de nuestra verdad, un reflejo de nuestra esencia? ¿Será que Dios se encuentra allí? ¿Y la divinidad tiene un sonido?...
    Lo primero que se escucha cuando la vida comienza es el latido del corazón, rápido, feroz, lleno de urgencia por ponernos en el mundo, y ese compás nos acompaña hasta nuestro último aliento, diciéndonos en todo instante que estamos vivos, conscientes, activos, que podemos escoger, actuar, decidir, crear, recibir, amar y ser amados... Y cuando ese sonido se apaga, la existencia también termina, porque ambos están indisolublemente ligados ¿Entonces por qué no aprovechamos para escucharlo en cuando tenemos la oportunidad?

quarta-feira, 21 de novembro de 2012

"La verdadera bienvenida"

    Los días continuan lindos, los árboles vistiendose de ese verde nuevo y vigoroso que nos trae aquella vieja y deliciosa sensación de renacimiento, de esperanza y pura felicidad, tanto así que yo retomo mis inspiradoras caminatas por el paseo Bulnes en la mañana temprano... Hay tanto que ver, tanta gente que descubrir, tantos rincones y paisajes dentro de este paisaje urbano inmenso, que créo que mismo que camine por allí el resto de mi vida siempre encontraré novedades, sorpresas, personajes e historias. Ya hasta reconozco a algunos: la tía que hace su jugo de naranja para los apresurados que no tuvieron tiempo de tomar desayuno, el señor que pasea sus poodles juguetones, la chica que riega el pasto del parque al final de paseo, el chico de mochila roja que, junto a su bicicleta, se sienta en el borde de un cantero a esperar a alguien, el gordito que llega en su moto azul espantando a las palomas y estaciona junto al poste, al cual encadena su vehículo. El señor y su mesita de hierbas y el fiel perro que se sienta en el pasto, sobre una frazada vieja, apoyandose en la espalda de su dueño... Y así, tantos rostros y gestos, tantas voces que van entrando poco a poco en mi propio mundo y de los cuales, con certeza, ustedes van a leer en un tiempo más. Aquí todo me inspira, mismo cuando no es un buen día (sí, porque a veces tengo unos días medio chatos) todo me dá fuerza, me llena de una felicidad inexplicable y verdadera que me deja con ganas de más. Me siento como un cabro chico en una tienda de dulces!...
    Y así escribo hoy, cómodamente instalada en el sofá de la sala, escuchando la Tribuna FM -mi radio preferida en Brasil- mientras los fideos se cocinan en la olla. ¿Quieren algo más casero y confortable?...
   Debo explicar que, en realidad, estas eran dos crónicas separadas, pero al leerlas nuevamente, me di cuenta de que tienen que ser publicadas juntas, porque no se puede separar una familia. Lean y van a entender.


    Ella no es muy alta, de piel blanca, algo quemada por el sol del campo, ojos claros, de mirada directa y aguda, cabellos completamente blancos, cortos, siempre un poco despeinados. Tiene una voz firme y un poco ronca, que expresa sus opiniones con suma clareza y autoridad, pero con un dejo de benevolencia y comprensión. Es delgada y erecta, de movimientos certeros y seguros -a no ser por un pequeño temblor en la mano derecha al cual no le concede la menor importancia- está siempre bien vestida, pero con modestia. Dueña de su cocina y de su jardín, capitana orgullosa de su prole -hijos, nietos, nueras, yernos, sobrinos- y de su casa acogedoramente desordenada. Viuda valiente, católica fiel, empresaria emprendedora, líder admirada en su comunidad  en la ya no tan pequeña Melipilla. Ochenta años de experiencia que no parecen pesarle ni en el cuerpo ni  en la salud, sino darle más disposición y energía para continuar con lo que asumió como la misión de su vida: educar, formar futuros ciudadanos tan rectos y empeñados como ella, hacer florecer en el corazón y la mente de los jóvenes de hoy algunos conceptos tachados de anticuados y severos, pero que son los que le dan dignidad y propósito a una vida.
    En su gran casa se juntan y se mezclan todas las tribus, las historias y los personajes sin conflicto ni discriminación, cada uno en su pequeño territorio, todo con orden y respeto, como a ella le gusta. Es una constante y fluyente diversidad bien alimentada física e intelectualmente, siempre bien recibida y acogida, porque en su hogar hay siempre oídos para escuchar, brazos para abrazar, palabras para aconsejar, una tacita de té, un pedazo de queque, una copita de vino para calentar la conversación... Pequeños y complejos universos orbitan alrededor de esta mujer exigente a quien no le gustan las quejas y las faltas de carácter, que es abierta pero severa, amiga y siempre maestra, directora de su propia existencia. Mujer plena, casa plena, vida plena.
    Así la veía yo desde la silla donde me había acomodado, debajo del parrón que ya mostraba las primeras hojas de un verde esplendoroso, en medio del jardín oloroso y todo adornado para la fiesta de aquella tarde. El cielo se mostraba caprichoso, una hora lleno de nubes obscuras  y amenazadoras, otra luciendo un sol cálido contra un azul glorioso. Docenas de volantines aprovechaban para hacer piruetas al viento caprichoso, el durazno florecido, perfumado, provocava nuestra envidia con su belleza. Mesas, sillas, el perro corriendo para acá y para allá, alborozado con el anticipo de los tutos de pollo, la carne y las longanizas chisporroteando sobre las parrillas, invitados llegando, carbón, costillar, globos y guirnaldas rojas, blancas y azules, Los Huasos Quincheros llenando el aire por los parlantes. Olor a vino, a chicha, a té, a habas y papas asadas, a empanadas. Conocidos y desconocidos llegando para formar una sola familia, el tiempo y las voces fluyendo, entrelazandose, envolviendome como una manta calientita y tan familiar...
    Inauguramos la "Fonda de la Tati" -como apodan a la dueña de la casa- entonamos el himno nacional, emocionados, y se danzó cueca de punta y taco, con gracia y corazón. Fué una tarde plena, repleta de emociones, de rencuentros, de recuerdos, de patria añorada, de lazos que se reataban con más fuerza que nunca, a pesar del tiempo y la distancia transcurridos... Y era esta mujer admirable, dura como una roca y tierna como una brisa, la que comandaba toda esta celebración que, para mí, iba mucho más allá de una fiesta patria: la tía Paty.
     Y luego venían, como partes indivisibles de ella, el Mando Javier, la Pachi, el Cristian y el Alberto, sus hijos, mis primos, hijos del hermano de mi mamá... Ah, abrazar a cada uno de ellos fué como zambullirse en el calor de la sangre, en la tierra, en una dulzura apretada largamente añorada. Sus voces y su manera de hablar permanecían las mismas de nuestra niñez, mas ahora con timbres de adulto... Era curioso, pero cuando los miraba no conseguía ver las canas, las arrugas o  cualquier otro indicio que el tiempo pudiera haber dejado en ellos. No, yo continuaba mirando a mis primos de Cholqui, de Melipilla, de la casa bulliciosa de mis abuelos y su garage mágico, en el que inventábamos mil aventuras.Y sus sonrisas continuaban inocentes, sus risas y gestos generosos, llanos, espontaneos, sin reservas ni juicios. Para mí, habían conservado intacta esa ingenuidad, ese espíritu siempre alegre, cálido, de gente buena, bien educada, trabajadora, sin frescuras, recta y abierta... Y en ese momento pensé, agradecida: "Ya no se hace más gente así, y yo tengo la suerte inmensa de pertenecer a esta familia". En la capital las personas también son acogedoras, simpáticas y abiertas, pero no tienen conmigo estos lazos, esta intimidad, las historias, el afecto puro y sincero, intocado, que tenemos con la  familia. Todos ellos son dignos descendientes de un soñador y una guerrera, reúnen en ellos lo mejor del tío Armando y la tía Paty y yo espero que consigan pasar esto a sus propios hijos para que así este río de cariño, alegría y calor se extienda por muchas y muchas generaciones. Eso sería el mejor de los legados que podrían dejarnos.
    Y así, fueron sus abrazos apretados y sinceros, sus voces bien chilenas y su cariño sincero y sin reservas los que en esa tarde de fiesta me dieron la verdadera bienvenida a mi patria.

terça-feira, 13 de novembro de 2012

"El perrito blanco"

    Bueno, y como dicen por ahí: quien espera siempre alcanza. Y aquí estoy yo, cómodamente instalada en el sofá de la sala mientras mi hija está en el centro haciendo sus diligencias, tecleando por primera vez en nuestro nuevo, super, suave, veloz y liviano notebook absolutamente nuevo... Aaaah, ustedes no imaginan -aunque tal vez sí porque casi todo el mundo tiene algún tipo de computador- lo delicioso que es poder escribir cuando y donde quiera, sin tener que bajar hasta el hotel para congelarme o quedarme con dolor de espalda dos días a fin de enviar un e-mail o postar las crónicas. Fuera eso, ahora voy a estar bien más ocupada poniendo mi diario al día y produciendo todos los textos que se me están ocurriendo para que así no me lo pase el día entero viendo tele y comiendo porquerías. ¡Prometo que esta será la última crónica que saldrá atrasada!... Es que estaba aguardando la llegada de esta preciosura para postearla, y cuando ella finalmente entró por la puerta de nuestro departamento, discreta, elegante y blanquisima (ya la apodé de Blanca Nieves) casi salí saltando por el corredor. Menos mal que no lo hice, porque ya hay suficiente gente extraña en este edificio...
    Entonces, para hacerle justicia a esta pequeña ultra mega putz belleza, aquí va la de esta semana:


    El día amaneció glorioso, cálido, cielo azul, cerezos y almendros espiando la primavera con sus pequeños y aún tímidos botones que ya anhelan llenar de color y perfume las calles, plazas y parques... Salí a la calle a hacer una diligencia y se me llenaron los ojos de lágrimas delante de esta selva de concreto alucinada y voraz que también empieza a transformarse con el cambio de estación: banderas chilenas en todos los kioskos, vitrinas, taxis y balcones, los geranios de los postes echando su verde nuevo al viento, los chincoles, gorriones y tordos alborozando en las ramas todavía desnudas, como llamando a la savia para que corra más de prisa. Perros perezosos tendidos al sol, ropas más livianas y coloridas, voces animadas, sandalias, camisetas, helados, ventanas abiertas, cortinas danzando, gatos estirándose en los alfeizares...
    Caminaba por la calle sonriendo como una boba, sintiendo el viento que jugaba con mi pelo y mi ropa como si fuera la primera vez, con el pecho rebosante de esta felicidad gratuita y luminosa que tan a menudo toma cuenta de mí desde que llegamos... ¿Cómo podía ser tan bueno? ¿Cómo podía ser tan lindo? ¿Cómo podía sentirme tan bien?... ¿Soñaba? ¿Actuaba? ¿Me mentía a mí misma? ¿Cuánto tiempo más iba a durar esta magia? Pues a mí me parecía que no iba a acabar jamás. Estoy totalmente convencida de que nunca más voy a dejar de sentirme feliz, agradecida, llena de expectación por las aventuras que me aguardan todavía, valiente, optimista. Creo que nunca dejaré de ver lo bonito, lo bueno, lo especial, cada milagro que Dios pone en mi camino. Mis ojos no van a cansarse de esta cordillera, de estas calles, de las personas. Todo esto es como un constante milagro para mí, un descubrimiento permanente y pretendo hacer todo lo posible para que continúe así hasta mi último aliento.
    Y de repente, al llegar a este punto de mis cavilaciones, tuve un sobresalto, porque inesperadamente me pregunté: "¿Y hasta cuándo seré capaz de disfrutar todo esto?"... Pues la conciencia de que estoy envejeciendo se hace presente, amenazante, real. ¿Cuánto tiempo de esta salud física y mental me queda? ¿Será que algún tipo de invalidez me va a impedir continuar viviendo así? ¿Va a enajenar mi percepción o mi capacidad de expresarme y producir, de mantenerme activa y participativa? ¿Va a confinarme a una silla de ruedas, a la cama de un hospital, a un cuarto de casa de reposo?... Me cuido y me vigilo lo mejor que puedo, pero ¿quién sabe el mañana?... Dudas angustiosas, opresivas, sombras en un día de sol, preguntas sin contestación... ¿Cuánto tiempo voy a poder disfrutar de nuestro apartamento? ¿Por cuánto tiempo voy a poder trabajar todavía, valerme por mí misma?... Allí tenía el futuro incierto, implacable, fuera de control. Por un momento todo pareció parar, nublarse, perder el  sentido. "¿Entonces para qué tantos planes?", me pregunté, desanimada, "Cuál es la respuesta, la reacción, a no ser resignarse? ¡Pero resignarse no es vivir! ¡Es vegetar y esperar la muerte!"...
    Llegué al departamento cansada y triste, medio descorazonada y asustada, pues me había dado cuenta de que no se puede escapar de la vejez y sus consecuencias, y mucho menos de la muerte... Me tiré al sofá y prendí la televisión para ver si me distraía de estos pensamientos negativos. Pasé los canales una y otra vez. Nada interesante, nada diferente, si bien tenía la sensación de que, en aquella hora, ni el más entretenido de los programas me habría sacado de mi melancolía y pesimismo... Sí, estaba aquí, finalmente había regresado a casa, pero ¿por cuánto tiempo?... Debía haberlo hecho antes, ahora tenía certeza.
    De repente un perro galgo gris, flaco y con mirada huidiza llenó la tela de la televisión. Llevado por el "líder de la manada", César Millán, que tiene un exitoso programa donde se dedica a rescatar y dar un nuevo hogar a perros abandonados y problemáticos, se acercó a otro perro, éste pequeño y peludo, de un blanco inmaculado, con un collar rojo vivo. El dueño del perrito blanco, que estaba recibiendo al galgo gris mientras le encuentran  un nuevo hogar, dijo que no quería quedarse con ningún otro animal porque ya había sufrido lo suficiente con cada uno de los que se le habían muerto. Confesó que estaba siempre vigilando a su perro, angustiándose y deprimiéndose al notar cómo envejecía tan rápidamente, preocupándose con cualquier síntoma o cambio y ya sintiendo su pérdida... Entonces, César lo miró, sonriendo comprensivamente, y le respondió:
    -Mira, los perros viven cada día, un día de cada vez, porque para ellos no existe el mañana. En realidad, es el ser humano el que se preocupa y se aflige con el futuro y con la muerte. Al perro le basta el día de hoy.- y riendo suavemente, concluyó: -Nosotros deberíamos aprender de ellos, ¿no te parece?.
    Yo me quedé mirando la pantalla, con el control todavía suspendido en una mano. Sin darme cuenta, estaba prendiendo el aliento. Las imágenes continuaron: otros animales, otros casos... Pero yo me había quedado con la visión del perrito blanco tranquilamente echado en la alfombra, ojillos cerrados, respiración calma, cuerpo relajado. Era la imagen de la felicidad, de la paz y la despreocupación. El cuadro de la confianza, de la satisfacción y la gratitud por otro día, otra comida, otro paseo, un nuevo amigo...
    Bueno, si necesitaba alguna respuesta para sosegar mi angustia y mi desánimo y resolver mis dudas, este perrito blanco acababa de dármela.

quarta-feira, 31 de outubro de 2012

"Ventanas"

    Han sido dos semanas de mucha correría, pero todo el stress y las noches sin dormir valieron la pena porque, finalmente, conseguimos juntar el dinero para dar el pié de nuestro departamentito... ¡Ah, ustedes no imaginan -o tal vez sí- la felicidad y el alivio que nos invadió cuando entramos a la sala de la inmobiliaria con el comprobante de depósito en la mano!... Ahora me lo paso el día entero soñando con cada cuarto, cada mueble, cada adorno, cada planta que voy a colocar allí... Y de repente me pillo pensando: "¡ A mi edad, comprando sola mi primera vivienda!"... Les digo que esta señora todavía tiene gas para mucha cosa! Muchos desafíos, muchas aventuras, mucha felicidad y mucha creatividad, mucha realización.! Cada día me convenzo más de que algo magnífico me espera aquí, entonces estoy muy atenta e optimista, porque sé que no vá a demorar.
    Y antes de que me congele en esta sala, a pesar de que allá afuera hace un sol deslumbrante, aquí va la crónica de la semana, totalmente atrasada. Pero como ahora podremos comprarnos un notebook con algo de la plata que nos sobró, probablemente no volveré a faltar, ya que no tendré que bajar hasta el hotel para poder escribir... Bueno, tampoco voy a ser ingrata, porque por lo menos, no nos ha faltado computador para poder comunicarnos y hacer nuestras cosas,¿no es verdad?...


    Me siento en el borde de la cama, frente al ventanal, y permanezco allí por algún tiempo... La pieza está oscura y silenciosa. Mi hija vé televisión en el hall, al lado, y sé que se quedará hasta bien tarde, sin embargo, para mí ya es hora de irme a la cama... Miro hacia la ventana y está todo en sombra. Apenas distingo mi propio reflejo en el vidrio. Sé que estoy rodeada por tres bloques de edificios de departamentos, mas en esta negrura parece que sólo yo existo en este momento. Me siento en una especie de cápsula cálida y vibrante mientras el universo allá afuera está como suspendido en la nada... El peso de una soledad desconocida cae sobre mí, pues mismo sabiendo que estoy rodeada de edificios y de personas, estoy como en otra realidad sólo mía, donde mi cuerpo y mi mente son únicos, densos, donde no hay espacio para nadie más. Mi propia vida se vuelve pesada, tortuosa, aislada, como si no formara parte de la historia, como si no tuviera relevancia. Es como un eslabón perdido en la noche. Las angustias e incertidumbres de esta nueva vida me rodéan como polillas alrededor de una luz y me tocan con sus alas frías y aterciopeladas. Como no hay hacia dónde mirar, visiones de mi propia existencia pasan delante de mí y no tengo con quién compartirlas. Desconectada de todo y de todos, ella parece inútil y sin sentido...
    Sin embargo, he aquí que, de repente, la ventana del departamento al frente se enciende. El rectángulo de cortina café parece flotar en el frío nocturno. Percibo siluetas que se mueven atrás de él y, como cayendo en mí misma delante de esta imagen, me acuerdo de que allí vive una pareja de chinos jóvenes, y de que hace un par de días compraron una cama nueva... Estoy acordándome de la escena del colchón y el armazón de madera entrando a empujones por la pequeña puerta, cuando se encienden otras dos ventanas, casi al mismo tiempo. La de la cortina verde es del departamento del dueño de un mini market donde compramos el pan y el jamón, el água y aquellas paltas deliciosas. Don Fernando anda con un dedo vendado por causa de un accidente casero... La cortina roja esconde una pareja con un niño pequeño que adora andar por el hall empujando una silla. 
    Luego, otras tres ventanas se iluminan... "Todos están volviendo a casa", me digo, empezando a sonreír, "Los chilenos están trabajando hasta tarde"... El poodle allá abajo corre hacia la puerta que se abre, ladrando y cabriolando, y alguien entra y se agacha para acariciarlo. La mujer rubia abre la puerta de la terraza y sale a colgar una toalla en la baranda. El vecino al lado sale con su taza de café y su cigarro, quedandose en la penumbra con aire pensativo. El gordito de arriba se asoma a la ventana para hablar en el celular. La señora a mi izquierda aparece en el balcón con una jarra de água y riega generosa y delicadamente sus helechos y sus claveles y cardenales...
    Todavía sentada al borde de la cama, contemplo cada uno de estos cuadros a mi alrededor y no puedo evitar sonreírme. ¡Cuánta gente conozco! ¡Y qué cerca están de mí!... Y empiezo a hacerme la cuenta: la chica del gimnasio (Magdalena) el conserje (don Arturo), las señoras del aseo (María y Juana) el caballero rde la lan-house en la estación del metro, la dueña de la florería, la señora de la fiambrería (doña Teresa), el peluquero (Andrés) y su perrita ("Florencia") su amigo (Mario), el maestro del hotel (Carlos) la profesora de canto de mi hija (Paulina), los empleados de las tiendas, las cajeras del supermecado, el vendedor del kiosko de fruta, mi casera de La Vega... Pestañéo y suspiro, irguiendome, pues una multitud de rostros, de voces, de anécdotas y encuentros, de momentos compartidos desfila delante de mis ojos, y cada uno de ellos deja su huella en mi existencia, se entrelaza a mi historia de una u otra forma, agrega una experiencia a mi vida, así como yo misma debo agregar alguna a las de ellos.
    Dejo esas luces encendidas protegiendo mi obscuridad y me voy al baño a lavarme los dientes. Véo el água correr, dicharachera y poderosa, y me percato de que en verdad no estoy sola, de que hago parte de un todo, de que tengo mi papel. Y más, percibo que todos debemos hacer parte, todos debemos vivir nuestro papel, cumplir nuestro destino y dejar nuestro legado. Estamos rodeados de otros como nosotros, de aquellos con quienes cruzamos cada día por algún motivo. Necesitamos los unos de los otros y mismo que a veces parezca que estamos solos o que fuimos abandonados, debemos saber y creér que, escondidos en las sombras -inclusive las más negras- hay otros que, tarde o temprano, encenderán sus ventanas para iluminar nuestro  camino.
   
 

terça-feira, 9 de outubro de 2012

El cerezo

    A veces, las cosas parecen caminar tan despacio que dan la impresión de estarse arrastrando. Otras, van tan rápido que casi no nos damos cuenta de cómo suceden y de repente, ¡pam!, ya está todo solucionado y puedes seguir con tu vida feliz y tranquilo... Bueno, para nosotras el negocio anda más o menos así: un día intolerablemente lento, al otro sorpresivamente rápido. Es una verdadera montaña rusa -nada favorable para la glicemia o la presión- pero tengo certeza de que toda esta locura y esta ansiedad van a acabar valiendo la pena porque obtendremos nuestra recompensa, es decir, nuestro soñado departamentito propio... Falta poco, muy poco... Un profundo suspiro de paciencia y fé y ya estaremos allí.
    Y aprovechando esta onda veloz que se precipita sobre nosotros trayéndonos buenos augurios, junto con este sol radiante y la brisa perfumada, me siento aquí para postear la crónica de la semana, a ver si bajo la presión y la glicemia...


    -Encuadernación?...- preguntó la conserje del hotel, irguiendo las cejas, y tras pensar durante algunos instantes, sonrió y agregó: -Hay un lugar aquí cerca, en la calle Paris. Nosotros hacemos todos los anillados allá.
    Le agradecí la información con una sonrisa, pesqué la bolsa plástica con mis papeles y salí a la calle atrás de la tal imprenta. El día estaba precioso, soleado, el aire cristalino, a pesar de las ráfagas heladas que de repente barrían las esquinas y los recovecos, silbando por las paredes históricas y sus grietas y levantando  remolinos de hojas secas de las veredas de adoquines... Invierno con una amenaza de primavera, típico de Santiago... Me arrebujé en mi parca y subí por la calle que la mujer me había indicado, mirando bien para no perderme porque, como ella me había explicado, el lugar era chiquitito y medio escondido. Yo observaba los caserones de piedra con sus terrazas y balcones de rejas trabajadas, las ventanas primorosamente esculpidas, los garages imponentes, y no imaginaba dónde podría estar una imprenta, pues todo me parecía grande y majestuoso.
    Sin embargo, al poco tiempo de andar, divisé de lejos un letrero verde y blanco  en el que se leía: "Imprenta. GoGe fotocopias", apoyado en el costado de lo que parecía ser la cochera de aquel caserón. Me acerqué, percibiendo que otros pequeños establecimientos de todo tipo se habían instalado también en los garages o entradas de las casas, hasta llegar al lugar. Cuando lo ví, me quedé medio preocupada, pues pensé que la señora del hotel se había equivocado. Aquello no era más que un espacio minúsculo, sin mesón de atendimiento, apenas con una placa medio chueca de compensado separando al cliente de los funcionarios. Un escritorio arcáico, pesado, obscuro, un sillón probablemente rescatado de algún anticuario o de una casona en decadencia, estantes hechizas, paredes amarillentas, zurradas, manchadas. Era un espacio sombrío y estrecho, donde no había casi lugar para moverse entre aquela antigualla con cajones y el estante junto a la pared donde se amontonaban carpetas y hojas. Al fondo, después de un umbral medio cubierto por una cortina beige bastante sucia, podía verse la máquina impresora, enorme y anticuada, negra y extraña, como un gigante encarcelado. Un refrigerador, um computador viejo, papeles, máquinas menores, latas de tinta, trapos... Un desorden respetable y nada confiable... Un hombre alto y desgarbado, con un delantal manchado, anteojos y casi calvo, se inclinaba sobre la prensa, totalmente abstraido... Yo miré a mi alrededor, medio desconcertada, sin saber si debía irme o hacer algun tipo de ruido para que el hombre se diera cuenta de mi presencia. Y justo cuando estaba a punto de dar media vuelta y marcharme, apretando mis preciosos papeles contra el pecho como quien salva a un hijo de la muerte segura, una voz femenina surgió detrás de mí, desde algún rincón no muy lejano, y me saludó.
    -¡Buenos días, querida! ¿En qué puedo ayudarla?.
    Y juro que era una de las voces más amables y alegres que había escuchado en mucho tiempo, totalmente anacrónica com aquel ambiente lúgubre. Tanto, que me hizo detenerme como si me hubiera lanzado un lazo. Inmediatamente me dí vuelta,  curiosa por ver el rostro dueño de aquella voz casi mágica.
    -Buenos días.- repitió ella -¿Qué se le ofrecía?
   Me quedé mirándola durante algunos segundos antes de responder, totalmente sorprendida. Porque la imagen realmente no correspondía en absoluto al escenario: delante de mí estaba una señora de unos 50 y pocos años, de cabello rubio perfectamente peinado, piel clara y ojos brillantes, maquillaje discreta, labios rosados, unos aritos pequeños, collar de perlas, uñas pintadas, un par de anillos sobrios. Vestía con elegancia y sus botas brillaban bajo la falda lisa. Pequeña y delgada, lo que más llamaba la atención -fuera su voz- era su sonrisa, que mostraba unos dientes blancos, algo disparejos. Cuando sus labios se entreabrían parecía que todo allí dentro se iluminaba, se volvía cálido y acogedor. Tuve la sensación de que la conocía desde siempre,  deque podía confiar en ella, de que nos íbamos a entender muy bien...
    Sin dudarlo ni un segundo, volví atrás y le presenté mi bolsa.
    -Necesito hacer fotocopias y anillar estos papeles- le expliqué, sonriendo también.
    -¡Cómo no!- respondió, tomando las hojas con movimientos leves y diestros. En seguida les echó una ojeada, como para evaluaros -Queda listo en una hora..- concluyó, volviendo a mirarme.
    Y aquellos ojos eran tan sinceros, tan acogedores, tan envolventes, que yo no quería salir del frente de ellos. Su voz cantarina y animada, sus gestos claros y graciosos y aquella absoluta disponibilidad hacia mí y mis necesidades me habían conquistado por completo, instantáneamente.
    Entonces me pregunté:"¿Cómo será que se volvió así? ¿Cuáles fueron las experiencias que la transformaron un esta mujer tan cálida y positiva? ¿Qué era lo que la animaba? ¿Por qué tenía esa sonrisa?... ¿Será que fueron solamente vivencias buenas? ¿Suerte, una vida feliz, saludable, financieramente estable, próspera? ¿Alguna creencia religiosa? ¿Algún amor?"... Sin embargo, también se me ocurrió que tal vez fuese lo contrario: que el sufrimiento la había lapidado para que aprendiera a percibir y aprovechar cada momento positivo, cada encuentro, cada gota de felicidad que encontrara en su camino. Tal vez había aprendido a través del dolor que la sonrisa y la amabilidad son como semillas que, cuando lanzadas, se multiplican y dan flores y frutos que retornan a quien las plantó. Tal vez una imperecedera esperanza en los hombres, en el destino, en el buen combate, anidaba en su corazón y sostenía su cuerpo, de esa esperanza y gratitud que renacen cada mañana y se refuerzan a lo largo del día por la percepción y la asimilación de la belleza que nos rodéa, por la conciencia de cada pequeño milagro que sucede durante nuestra jornada. Quizás creía en ángeles, en el paraíso, en la buena fé, en la compasión. Quizás se sentía tan agradecida y afortunada que deseaba compartir su dicha con todos nosotros, quería que supiéramos cómo es bueno estar vivo, poder ver, escuchar, sentir, se comunicar, ser amable, sonreír, estar dispuesto a acoger... La imprenta era pequeña y féa, sí, pero en ese instante yo tenía la certeza absoluta de que mi encomienda sería ejecutada con total perfección, porque sería hecha con todo el amor y el brillo que esta mujer irradiaba.
    "¡Puchas!", pensé, mientras me alejaba "¡La sonrisa de esta señora podría hacer florecer un jardín en pleno invierno!"
    Y cuando levanté la cabeza ví, en la vereda bien al frente de la imprenta, un cerezo lleno de flores abiertas que embalsamaban el aire.

quarta-feira, 3 de outubro de 2012

El taxi y el paradero

    Después de algunos días bien fríos, aquí está nuevamente el sol, luminoso y cálido, dándonos ánimo y prometiéndonos días mejores. No sé por qué un cielo azul como el de hoy tiene el poder de levantarnos el ánimo, de renovar nuestra fé, de hacer que nos demos cuenta de lo lindo que es el mundo y de lo valiosa y rica que es la vida...
    Como pueden ver, hoy estoy poética (a pesar de estar preocupada y ansiosa por cuenta de esos terrenos que parecen estar demorando una eternidad para venderse) y créo que este espíritu lírico y la pequeña felicidad que revolotéa en mi alma se deben, justamente, a este cielo azul y al sol, que brilla con alegre insolencia, y tal vez también a mi nuevo corte de pelo, que me costó una fortuna pero que valió cada centavo... En un día como este, uno está convencida de que nada puede salir mal, ¿no es verdad?...
    Y aprovechando la temperatura  amena y la cabeza más liviana, me siento aqui en el salón del hotel antes de que se enfríe y postéo la crónica de la semana. Es otra larga, como verán. Ese negocio de no mandar más textos para el diario me está dejando muy suelta, pues no tengo más un límite de treinta lineas para desarrollar un tema... ¿O debería tenerlo?... Por favor, si me pongo muy latosa y extensa, avísenme!...


    A las seis y media de la tarde el taco era fenomenal, interminable... Bocinas, rugidos de motores, humo, impaciencia, insultos. Autos y buses se apiñaban, luchando por un espacio, por avanzar algunos centímetros, pero la cosa estaba tan féa que ni siquiera las motos y sus conductores contorcionistas conseguían pasar. Los transeúntes contemplaban a esta  multitud motorizada con una mezcla de horror y fascinación, algunos hasta se detenían para hacer comentarios y, probablemente, llegaban a la conclusión de que en ese momento era mejor tener dos piés que cuatro ruedas.
     Mi hija y yo, metidas en un taxi a camino de un ensayo con el coro de una escuela, nos sentíamos como sardinas en una lata, exprimidas por todos lados, viendo los minutos correr sin avanzar un metro siquiera. Con certeza íbamos a llegar atrasadas, ¡ y justo en el ensayo general antes de la presentación!... Pero no había caso, como refunfuñaba el taxista, entre un tirón y otro. A esta hora era el mismo infierno. Paciencia...
    El semáforo finalmente abrió allá adelante  y conseguimos adelantar un par de cuadras. En seguida, nuevo taco, nuevos bocinazos, insultos y caras furiosas. Menos mal que, por lo menos, el paisaje era bonito (Vespúcio hacia Vitacura) elegante, lleno de jardines y terrazas, de edificios modernos, de tiendas sofisticadas y canteros floridos. A nuestro lado, autos último modelo, rostros de facciones refinadas atrás del volante, ropas caras, un tenue aire de fastidio, de digna impaciencia estóicamente soportada con un cigarro, el celular o una água mineral. Del lado contrario, una fila interminable de buses verdes, naranjas y azules, y en la vereda los paraderos llenos de gente esperando.
    Llegamos a la última esquina antes de doblar hacia Vitacura, y la luz estaba roja. El taxista, que ya había tomado algun impulso, frenó en seco y soltó algunos improperios en voz baja. Mi hija y yo nos miramos y  dejamos escapar tan sólo un suspiro de resignación. Ya íbamos a llegar atrasadas de cualquier forma...
    Permanecimos estancadas allí por lo que pareció ser una eternidad, y durante ese tiempo se me ocurrió de repente prestar atención a lo que sucedía más allá de la ventanilla empañada del auto. Entonces, me fijé en las personas que se amontonaban en el paradero. Estábamos justo frente a él y realmente había una pequeña multitud aguardando allí: hombres, mujeres, adolescentes, niños de la mano de sus madres o en sus brazos, expresiones cansadas, grises, opacas. Ropas viejas, sobrepuestas sin ningún buen gusto, sólo para escapar del frío, botas, botines, zapatillas gastadas, chuecas, tristes, medias de lana, bufandas, gorros, guantes sucios y agujereados. Caras lavadas, rudas, cabellos de cualquier manera, sombreros viejos, abrigos zurrados... y bolsas, docenas de bolsas, paquetes, envoltorios, carritos, folletos con promociones de supermercados, cajas de cartón... Mirada así, mezclada con todos esos objetos, era una masa informe de cuerpos y facciones tan similares que parecían hermanos. Gente humilde, sufrida, sacrificada, porfiada, casi sin esperanza... Y al mirarlos, me pregunté, curiosa: "¿Qué es lo que hacen aquí?"... Miré a mi alrededor, a todos los edificios lujosos, cuyas terrazas daban la vuelta por todo el piso, con esos ventanales panorámicos a través de los cuales podìan vislumbrarse salas enormes llenas de plantas, espejos, lámparas de cristal, muebles y alfombras caras. Miré las veredas limpias, los jardines verdes, con un paisajismo inspirado, las calzadas sombreadas por árboles bien cuidados y frondosos. Ví los vidrios polarizados, el metal trabajado, el concreto caprichosamente moldeado, el fierro domado con tanta gracia y majestad... Todo allí era nuevo, impoluto, audaz, lleno de una insolencia y ostentación que intimidaban. En una palabra: caro. Miré nuevamente al grupo amontonado en el paradero: nadie alto, rubio, de ojos o piel claros, bien vestido, con joyas, ostentando ese aire de superioridad tan natural en aquellos que lo tienen todo... No, esta gente era lo opuesto y, definitivamente, no pertenecían a ese lugar. Pero, entonces, ¿quiénes eran? ¿Y qué hacían allí?.
    Ahí me dí cuenta: estos eran los que trabajaban para esos otros que vivían aquí. Nanas, meseras, jardineros, cocineras, porteros, lavanderas, ascensoristas, niñeras, secretarias... Por eso destonaban en medio del lujo, eran demasiado simples, incultos, feos, cansados, desesperanzados, contando las monedas para tomar el primero de los tres buses que los llevarían de vuelta a sus casas, alejandose cada vez más de ese mundo claro y perfumado donde pasaban la mayor parte de sus días. A las seis y media regresaban a la ración menguada, al espacio apretado, al jardín minúsculo, al barro, a la batéa de ropa sucia, al mantel de plástico, a sus cuentas, sus dolores, sus incertidumbres... Imaginé que debería ser como entrar y salir del mundo de Alicia en el país de las Maravillas, y esto no debía ser nada fácil, con certeza. Para mí, que estoy en el medio de estos dos mundos, ya me resultaba un choque esta diferencia, entonces imagino cómo sería para ellos...
    El semáforo abrió y el taxista, aprovechando una brecha, viró velozmente y dejó atrás el paradero y el pequeño universo que cobijaba debajo de él. Yo recosté la cabeza en el asiento y cerré los ojos porque, de improviso, toda esa opulencia me pareció de alguna forma insultante, porque no demostraba la menor conciencia de la existencia de esta otra "raza" que se movía todos los días en sus entrañas y a la que sólo le ofrecía -como una limosna- buses apiñados para que hicieran su travesía diaria atrás de su sustento... No, esto no podía ser justo...
    Entonces me pregunté, desconcertada, angustiada: " ¿Cuántos mundos existen  dentro de este en el que transcurren nuestras existencias? El mío, el del panadero, el del empresario, el de la profesora, del médico, del mendigo... ¿Y en cuántos de ellos somos capaces de existir, de producir, de aprender?"... Varios universos, varios papeles, muchas lecciones... No cerremos la puerta a las otras historias que acontecen paralelamente a la nuestra, pues nunca se sabe cuándo tendremos que entrar  en alguna de ellas o entrelazarnos con sus personajes, compartir experiencias con ellos, aprender su sabiduría y poner nuestro grano de arena para que juntos demos un paso más. Hoy estoy en el taxi. Mañana puedo estar en el paradero.
   

terça-feira, 25 de setembro de 2012

Nubes

    Hoy día no voy a extenderme mucho en el preámbulo porque el texto de esta semana es enoooorme, lo que significa que mi inspiración está a todo vapor, lo que por su vez significa que estoy perfectamente insertada en este ambiente, lo que, finalmente, quiere decir que estoy maravillosamente feliz... ¿Para qué quieren saber más? Estoy llena de alegría, de buenas intenciones, de buenos presentimientos, de optimismo y serenidad y, a pesar de que dicen que los artistas trabajan mejor o producen más cuando son terriblemente infelices, tengo que discordar. Ya creí en esta "leyenda urbana", pero hoy véo que no es siempre así. Por lo menos, en este momento no se aplica a mí... Gracias a Dios!.
    Y sin más demoras, aquí vá la de la semana, sino va a quedar muy larga.



    Siempre he creído que a las nubes les gusta engañarnos, así como nos engañan los problemas que a veces se nos aparecen en el camino... ¿Y cómo fué que llegué a esta conclusión?, se preguntarán ustedes. Bueno, fué la primera vez que viajé en avión, ya adulta. Y fué así que ocurrió:
    Cuando llegué al aeropuerto el día estaba nublado y frío, un viendo gélido se colaba por todas las rendijas y nos hacía estremecer. La pista de aterrizaje parecía húmeda y todo el ambiente era extrañamente lúgubre y pesado, lento, preñado de silenciosos recelos.
    -Parece que tendremos turbulencia durante el viaje- anunció con aire sombrío una mujer sentada junto a mí, y se revolvió incómoda dentro de su abrigo.
    -Puchas, no hay nada más desagradable que tener turbulencia en el despegue. ¡Es terrible! Parece que el avión se va a desmontar!...- expresó el caballero en pié junto a su equipaje, con ojos grandes y temerosos.
    -Es verdad- acrecentó otra mujer, más lejos, escudriñándonos atrás de sus anteojos - Parece que te vas a venir al suelo ahí mismo!...- y soltando un suspiro quejumbroso agregó: -Yo agradezco a Dios toda vez que llegamos a tierra firme. ¡Imagínense, ya perdí tres parientes en accidentes aéreos!...- y se persignó devotamente.
    -Es lo que se puede hacer.- concordó el señor junto a las maletas, con aire fúnebre -Encomendarse a la Virgen y a los santos.- e hizo un gesto de resignación.
    Siguió un enorme silencio de mal agüero y todos nos quedamos mirando hacia el cielo cargado que en pocos momentos estaríamos cruzando. Tal vez algún chistoso habría soltado el típico comentario: "Y bueno, si nos caemos no tenemos de qué preocuparnos. Del suelo no pasamos!"... Pero créo que en aquel día ninguno de nosotros se habría reído.
    Yo, a cada minuto más rígida en mi asiento, preferí distraerme del ominoso silencio y de las caras sombrías (¿por qué siempre tiene que aparecer alguien para hacer comentarios lapidarios en los aeropuertos cuando el clima está malo? ¿No bastan nuestros propios e inconfesables terrores aéreos?) mirando las vitrinas de importados, aspirando los olores tentadores de las cafeterías, el va y viene de los pasajeros arrastrando o empujando equipajes de todos los tipos, formas y colores (¡lo que las personas transportan a veces puede ser absolutamente bizarro!) los afiches de las compañías aéreas, los uniformes de las azafatas, las noticias en la televisión... Pero mis ojos se negabam sistemáticamente a posarse en la pequeña pantalla que anunciaba los aterrizajes y despegues, porque nuestro fatídico vuelo era el próximo. Sabía que era inútil, una infantilidad de mi parte, pero la visión de aquel cielo gris e inmóvil sobre nuestras cabezas me hacía desear cualquier otra opción en vez de embarcar.
    Y como si no bastase esta preocupación externa, viajaba con bastante exceso de peso: disgustos, dudas, preocupaciones, algunos fracasos estruendosos, peléas, decisiones difíciles, pesimismo y una incierta tristeza por haber tomado algunos caminos errados y dicho cosas que podría haberme callado... Sí, definitivamente no sería un viaje placentero, pues no había nubes de tormenta solamente en el cielo, sino también en mi corazón, que estaba obscurecido por ellas.
    ¿Qué hacer entonces?... Respirar hondo, agarrar la maleta y entrar lo más dignamente posible en la fila de embarque y después por el finger hasta el interior del avión, donde encontraría mi asiento, me abrocharía el cinturón y me sumergiría en una espécie de auto-hipnosis hasta llegar a mi destino.
    Así pues, me senté, resignada, y le dirigí una última y suplicante mirada al cielo nublado. El avión empezó a carretear, viró, entró en la pista, se detuvo por algunos momentos y finalmente arremetió como una fiera furiosa, empezando a elevarse... Casi inmediatamente fuimos tragados por una neblina densa que hacía temblar las alas del avión (claro, mi ventanilla daba precisamente encima de una de ellas) y que borró todo el paisaje a nuestro alrededor... En seguida, mientras nos elevábamos, la aeronave era inmisericordemente zamarreada para arriba y para  abajo y todos mostraban sus peores y más blancas caras de pavor, a pesar de la sonrisa de Colgate de las azafatas, que conseguían moverse por el estrecho corredor como hadas bienhechoras.
    "Es un castigo", pensaba yo, aferrandome a los brazos de mi asiento. "Esto es como el resumen del desastre que es mi vida en este instante. No véo nada, parece que nada depende de mí y soy zarandeada sin piedad por las circunstancias y las personas. ¿Qué puedo esperar? ¡Este mal tiempo no pasará nunca!", y dejé escapar un resoplido de disgusto e impotencia.
    En ese momento, la voz del capitán, alegre y educada, nos dió la bienvenida ( ¿A ESTO?) se disculpó por la turbulencia (como si pudiera haberla evitado) y nos anunció que alcanzaríamos la altura para ir a velocidad de crucero, séa lo que ello significara... El avión arremetió nuevamente, en un esfuerzo que tapó mis oídos, y de repente, un rayo de sol fulgurante entró por mi ventanilla... Sorprendida, me enderecé y me atreví a mirar hacia afuera... Las nubes se deshacían velozmente y poco a poco empezó a aparecer un cielo azul, esplendorosamente despejado, cristalino; un horizonte infinito sembrado de rayos dorados se abrió delante de nosotros. Yo contuve el aliento. Aquel azul parecía penetrarme por completo y yo sentía que, literalmente, alguna cosa -aquel peso, aquella obscuridad en mi corazón- se trizaba, crujiendo, y empezaba a disolverse... ¡Entonces, más allá de las nubes negras y la turbulencia el sol brillaba e iluminaba todo! No podíamos verlo desde abajo porque el mal tiempo nos lo impedía, mas estaba allí, aguardando que subiéramos, que tuviéramos el coraje de ultrapasar la tormenta para volver a disfrutar su luz y su calor.
    Y mientras esbozaba una sonrisa, que se mezcló con algunas lágrimas furtivas, pensé: "Deve ser así con nuestros problemas también. Tenemos que pasar por ellos, no quedarnos parados o escondernos, llenos de malos presentimientos. Debemos tomar una actitud, tenemos que ultrapasar las sombras, las lluvias y vendavales, y alcanzar el sol nuevamente, pues él está ahí, siempre está. Ni las nubes ni las dificultades deben amedrentarnos, pues somos como aquel avión que, gracias a la potencia de sus turbinas y a la firmeza de sus alas, consigue elevarse por encima del mal tiempo y volar serenamente hacia su destino.
    Así, cada vez que el día amanece frío, con presagio de lluvias, o el viento helado sopla y no consigo ver mi cordillera amada; cuando los problemas, las incertidumbres, el desánimo o el miedo se ciernen sobre mi corazón, yo me acuerdo de aquel viaje, de aquel avión que, pasando incólume por la turbulencia anunciada, consiguió alcanzar altura suficiente como para reencontrar el sol.

segunda-feira, 17 de setembro de 2012

La banderita

Créo que nunca conocí gente tan patriota como la de mi país. Septiembre trae una transformación en las calles, los edificios, las vitrinas; inclusive en las tiendas más sofisticadas uno entra y están tocando una cueca o una tonada, todas músicas de mi infancia... Realmente, podemos ser -y con qué orgullo digo "podemos", porque soy uno de estos chilenos- medio pesados e reclamones, podemos tener estudiantes pendejos y encapuchados siniestros, ministras diciendo tonterías y horas de pic de enloquecer, pero parece que cuando llega el 18 nos volvemos una sola cosa y queremos bailar, comer empanadas y reírnos, celebrando esta patria hermosa y llena de porvenir...
    Y antes de que me emocione demasiado, aquí vá la crónica de la semana. La iba a postear mañana, pero como soy una mera mortal, mañana nos vamos a pasar el día en Melipilla, con mis tíos y primos, comiendo asado y tomando sol en la plaza- eso si no amanece lloviendo, para desgracia de los que van a desfilar el 19...

 

  Salgo a la calle y es todo una fiesta de rojo, azul y blanco: los autos, los balcones de los edificios, las vitrinas, los postes y paséos, las plazas, los quioscos en el Paséo Ahumada. Cuecas y tonadas resuenan en el aire, inclusive dentro de las tiendas del barrio alto, tiras de banderitas chilenas atraviesan veredas y portales, remolinos danzan al viento, volantines hacen piruetas contra el cielo azul, outdoors nos recuerdan que somos Chile... ¡Hasta los perros lucen pañuelos tricolores!... Respiro empanadas, chicha, pan amasado, pebre, la carne en la parrilla, la cazuela con cilantro fresco... Las fondas se erguen aquí y allá, disputandose los clientes con sus nombres ingeniosos y su atención esmerada, y huasos de espuelas cantarinas pasan por el corredor del edificio para el ensayo de fin de tarde. Hay banderas y guirnaldas de todos los tamaños y formas en las ventanas y balcones de los vecinos, globos y risas en el quincho de la terraza, pandero, guitarras y palmas...
    Chile se prepara, hace las maletas, enfrenta taco, compra carne, vino, chorizo, pan, carbón, invita a los parientes y amigos, reza por un fin de semana soleado y cálido; abre la sonrisa, los brazos, el corazón para la patria de cumpleaños... Y yo  estoy en medio de todo esto. Me cuesta creérlo todavía. Este 18 no soy una extranjera.
    Me siento en nuestra pequeña sala y contemplo con una mezcla de satisfacción y emoción nuestra guirnalda de copihues rojos, azules y blancos colgada en la ventana, y el pequeño volantín en forma de bandera que adorna nuestra puerta de entrada... Suspiro hondo, muy hondo, para llenarme bien de esta sensación que no tiene precio. Porque por primera vez en 30 años puedo celebrar el 18 deSeptiembre, no sólo con una solitaria banderita asomandose a la ventana de mi casa en Brasil, sino con toda la fiesta, el orgullo y la felicidad a que tengo derecho. Porque no soy más una extranjera recordando a su patria, sino una ciudadana de este país con todo lo que él implica: cordillera, diversidad, modernidad, idioma, sabores, estudiantes en protesto, parques, museos, monumentos, metros llenos, alertas ambientales, mapuches descontentos, personas amables, alegres, bien dispuestas, risueñas, buenas para la talla, siempre optimistas, luchadoras, valientes... Mis compatriotas.
    Ayer, después que colgamos nuestra guirnalda de copihues en la ventana y yo vestí mi delantal de cocina nuevo que tiene la bandera y una pareja bailando cueca, más un pícaro "¡Viva Chile mier...!" estampado al frente, nos sentamos mi hija y yo para almorzar, y de repente, al mirar a la ventana con su guirnalda, se me llenaron los ojos de lágrimas al recordar aquella modesta y solitaria banderita que le rendía homenaje a mi patria desde un país extraño cada 18 de Septiembre, con el corazón apretado y desesperado de nostalgia y el himno  nacional lagrimeando en los labios...
    Pero hoy estoy aquí, donde el 18 debe ser celebrado, y no tengo que hacerlo sola, sintiéndome fuera de lugar. No, hoy puedo salir a la  calle, abrir los brazos y gritarle a todos sin vergüenza ni pena:
    -¡Viva Chile, mierda!
    Y sé que con certeza habrá un coro inmenso que me responderá.

quarta-feira, 12 de setembro de 2012

El ciego

    A pesar de que las tardes se ponen frías y de que me pesqué un tremendo resfriado, los días continúan gloriosos, tranquilos, felices y llenos de aventuras. Es verdad que tuve que quedarme una semana encerrada, tosiendo y estornudando, lo que significó una disminución de inspiración porque, sinceramente, los remedios que tienen aquí para la gripe son como medio fatales de tan fuertes. ¡Le descongestionan a uno hasta el pensamiento! Pero le adormecen la inspiración, literalmente, porque me lo pasaba las tres cuartas partes del día dormitando en el sofá, fuera dormir como tronco en la noche... Menos mal que ya estoy mejor, entonces pude bajar hoy para pasear y echarle pan a las palomas del Paséo Bulnes y después venir al hotel para postear la crónica de la semana. En todo caso, como la mitad de Santiago está también tosiendo y estornudando y tomandose tazas y tazas de té con miel y limón, no me siento tan abandonada en mi desgracia que, gracias a Dios, ya está en el fin.
    Entonces, aquí vá, mientras la ciudad se llena de banderitas chilenas y los pajaritos vienen a comer migajas en la ventana de mi departamento...


    Venía el ciego caminando en pleno Paséo Ahumada, cinco y media, seis de la tarde, cuando las oficinas terminan su trabajo y todos los funcionarios se lanzan a la calle, semejantes a una marejada ensordecedora y desordenada, para la happy hour o la cena en casa con la familia... Con su bastón blanco al frente, surcaba aquel océano de personas con una seguridad asombrosa. Nadie lo acompañaba, sin embargo, él parecía saber perfectamente hacia dónde se dirigía. Yo estaba en la esquina, junto con mi hermana, esperando el semáforo para atravesar, cuando lo ví surgir por detrás de un remolino de abrigos, bufandas, bolsas, maletines y carpetas, alto y delgado, vestido con unos bluejeans zurrados y vários sweaters, camisas, chalecos y chaquetas sobrepuestos, todos igualmente gastados.  Sin embargo, el toque más original de su atuendo era ese gorro, mezcla de boné y pasamontañas, medio enrollado con una bufanda colorida (en realidad, no conseguí descubrir si la bufanda y el gorro formaban parte de una misma cosa) que le cubría el rostro hasta la nariz. Sólo podía adivinarse que era ciego por el bastón con que iba tanteando el suelo delante de él, pues sus ojos permanecían sombreados por la viscera del gorro.
    Al reparar en él, le dí un codazo a mi hermana, señalandole al hombre, que se acercaba rápidamente:
    -¡Mira a ese ciego!- cuchicheé - ¡Con qué facilidad y seguridad se mueve!...
    Mi hermana no pareció impresionarse con mi comentario, pues estaba distraída con otras cosas, pero yo lo seguí con la mirada hasta que desapareció en medio de la multitud y no pude reprimir una silenciosa exclamación de admiración.
    Lo que me dejaba tan atónita no era sólo su habilidad para desplazarse sin tropiezos en este mar humano que también se movía, sino la osadía con que lo hacía. Su andar era decidido y firme, sin miedo. Parecía saber perfectamente por dónde iba. Sabía hacia dónde iba. Las personas a su alrededor eran como "males necesarios"  o "efectos colaterales", no conseguían desviarlo ni detenerlo. Al contrario, se apartaban de su camino, pero no solamente por causa de su bastón blanco, que les avisaba que debían hacerlo, sino por la actitud del ciego, por ese gesto imperativo, seguro, entero con que avanzaba por la calle... ¿De dónde venía? ¿Cuál era su destino? ¿Sería ciego hacía mucho tiempo? ¿Cómo parecía haber superado tan diestramente su discapacidad? ¿Cómo se sentiría caminando en medio de estas calles tumultuosas del centro? ¿Había alguien esperándolo en su destino? ¿Vivía solo?... Miles de preguntas revoloteaban en mi cabeza...
    Cuando finalmente desapareció, percibí que éstas no eran realmente importantes, ya que no era su origen o su destino lo que había que notar o averiguar, sino su manera de recorrer el trayecto entre estos dos puntos: sin miedo.
    Continuamos caminando por el Paséo Ahumada en dirección a nuestro departamento, esquivando la oleada que venía en sentido contrario, temiendo un encontrón, un pisotón, un tirón de la cartera, una mano tonta en el cuerpo;  evitando miradas, escrutando el suelo para no tropezar o pisar algo desagradable, para no meter el taco en una rejilla... El tráfico rugía, feroz, desesperado para llegar a la casa, los edificios parecían árboles de pascua, en el aire danzaba el vaho desordenado de la multitud, abrazandonos hasta casi quitarnos el aliento...
    En poco tiempo alcanzamos el edificio, tomamos el ascensor y ya estábamos en el departamento, sanas y salvas, exhaustas, hambrientas. Prendimos la tele y nos desparramamos en el sofá. ¡Cómo era bueno estar en la tranquilidad de nuestra casa, protegidas!...
    Pero en la noche, tendida en mi cama, rodeada por el silencio y la penumbra, mis pensamientos se volvieron hacia el ciego. Y me pregunté por qué él no tenía miedo. Quise saber qué era lo que le daba ese coraje... Y nosotros, ¿a qué es lo que le tenemos tanto miedo? ¿Por qué tenemos miedo?.. ¡Nosotros vemos!... Y en ese momento deseé tener el valor de aquel ciego que, mismo no viendo la calle, a los autos, a las personas, solamente escuchando su fragor y percibiendo su calor y su movimiento, avanzaba osadamente, sin sentir pena de sí mismo, sin apocarse por los sonidos, los olores, los toques; sin perder el rumbo, cierto de su destino.
    Sólo espero que después de este encuentro yo séa capaz de enfrentar los problemas, los desafíos y las aventuras que me aguardan tal como este hombre que, en su ceguera, parecía ver mucho más que todos nosotros.

segunda-feira, 3 de setembro de 2012

Un oasis

    ¡Ahora tengo tanto material para postear aquí que está empezando a resultarme difícil escoger qué texto colocar! ... Pero no me estoy quejando, porque mi inspiración está a mil por hora. Las historias y las reflexiones saltan delante de mí a cada paso, las lecciones, los personajes. Descubro que este país es altamente instigante e inspirador, no sólo por las novedades y la diversidad, sino también porque me hace sentir cómoda, relajada y muy perceptiva. Tengo todo el tiempo y la tranquilidad del mundo para parar y observar a mi alrededor y, como deben suponer, esta situación es el paraíso para un escritor.
Entonces, aquí vá la crónica de esta semana, el corazón latiendo, feliz y realizado, aguardando la próxima aventura.

    Aprovechando el lindo día de sol en pleno invierno, mi hija y yo salimos a pasear por uno de los tantos parques que hay en Santiago. Pescamos el metro y nos bajamos en la estación Salvador, cuyas escaleras emergen hacia el Parque del Bicentenario... Fué casi una escena de película cuando terminamos de subir los peldaños: árboles, prados verdes, canteros llenos de flores coloridas, estatuas, bancos, senderos de arenilla y, coronando todo, la fuente rectangular, enorme, con sus magníficos chorros de água que parecían pugnar por alcanzar el cielo. A nuestro alrededor gorriones, chincoles, palomas, tórtolas y zorzales; familias sentadas en el pasto, estudiantes con sus notebooks, sus ropas estrafalarias y sus gestos exagerados, con ese aspecto de quien acabó de salir de la cama, parejas caminando lentamente, de manos dadas, respirando hondo el temprano aroma de los cerezos que amenazaban abrir como en una explosión... Perros, niños, globos, grupos danzando, saltando en skate, fiesta de cumpleaños improvisada, señoras sonriendo en los bancos, caballeros abstraidos leyendo el diario. Hasta quien parecía ocupado y con prisa ralentaba el paso cuando entraba en el parque y daba una ojeada a su alrededor como para percatarse y apreciar, ni que fuera brevemente, la belleza del lugar, su tranquilidad, su colorido y aquel relajamiento que invitaba a la reflexión, a la conciencia, a abrirse por algunos momentos y esperar algún tipo de milagro...
    Yo, acomodada en uno de los bancos, preguntándome cuántos podría descubrir mientras estuviéramos allí, frente a la fuente que humedecía el viento, de repente, al mirar más allá, me percaté de la presencia insolente de los buses, los carros, los edificios modernos, las tiendas iluminadas, las veredas vertiginosas, barullentas, ocupadas por ese mar interminable de personas... Pestañeé un par de veces, sorprendida, porque el contraste entre ambos lugares me pareció realmente asombroso. ¿Cómo era posible que a cincuenta metros de este oasis verde y apacible  en que me encontraba corriera esa especie de universo paralelo,  voraz, acelerado, indiferente y agresivo? ¿Qué era lo que los separaba con tanta clareza? ¿Nosotros? ¿Los otros? ¿La calle? ¿El universo? ¿O tal vez algún tipo de ley divina o natural? ¿O entonces hombres geniales y altruístas que proyectaban, construían y nos regalaban estos oasis para que no enloqueciéramos ni olvidáramos nuestra condición humana, para que recordáramos cuál era el verdadero mundo?... Con certeza visionarios que deseaban que no perdiéramos el contacto con esta realidad, con lo natural, con lo vital. Los hombres idealistas e ingenuos que proyectaban y realizaban estos espacios para sus hermanos, los hombres pragmáticos y desconfiados... ¡Era mucha bondad de su parte!.
    Entonces, poco a poco, se me fué ocurriendo que nosotros podríamos hacer lo mismo, pero dentro de nosotros mismos, o en algún rincón de nuestra casa: crear un oasis, un refugio, un santuario de descanso con todo lo que nos es más precioso. Un espacio de revigorización, de paz, de transformación. En medio de nuestra vida agitada y llena de problemas y angustias, necesitamos encontrar un lugar en el cual podamos proyectar y construir este oasis, este tiempo de reencuentro, de evaluación y retorno al equilibrio, a lo que verdaderamente importa, porque es solamente desde allí que podremos desarrollar una nueva mirada, es de allí que podremos sacar la fuerza, la alegría, la fé, la salud física y emocional, espiritual, es allí que nos renovaremos, nos reinventaremos, recomenzaremos después de cada caída. Porque así como la metrópolis monstruosa y devoradora nos ofrece indistintamente sus plazas, parques, fuentes y paséos que nos recuerdan nuestro derecho a parar, a  cambiar, a disfrutar, así como la selva de concreto se compadece de sus habitantes brindandoles cuadros de la primavera, de globos  y chiquillos inocentes, de  esculturas poéticas, canteros de pensamientos y violetas, de  árboles centenarios que renacen cada septiembre, así nosotros, nuestros mayores jueces y verdugos, debemos construir y preservar dentro de nosotros este oasis, estos canteros floridos, estas fuentes cristalinas, los perros, los globos, los chincoles, los senderos claros y los cielos azules. Así, cuando andemos abogiados, sombríos y resentidos por lo menos podremos zambullirnos en ellos y encontrar el coraje, la paz, la clareza y el optimismo que necesitamos para continuar adelante o, quién sabe, para perdonarnos y recomenzar.

sábado, 25 de agosto de 2012

Nuevas historias

    Las manifestaciones estudiantiles continúan, ensuciando y poluyendo la ciudad, llenándola de gritos, carteles, piedras y palos, de grupos que correm, escapando del gas lacrimógeno, de sirenas, guanacos e buses policiales. Nadie dá el brazo a torcer. "Negociación" parece una palabra obscena, "desorden e intransigencia" son las órdenes del día... Y nosotros aquí, pagando el pato, teniendo que quedarnos encerrados por causa de estas marchas -que más parecen ataques de hunos- tosiendo y estornudando, perdiendo paséos, películas, reuniones, exposiciones o simplemente, una linda tarde de sol en la Plaza de Armas... No entiendo, ¿cómo estos jóvenes esperan conseguir alguna cosa con ese tipo de comportamiento? ¿Cómo no toman cuenta de su propia gente, de sus propios ideales? ¿Por qué dejan que extraños los conviertan en villanos? ¿Por qué continúan si saben lo que vá a suceder?... Al final, con tanto jaléo, van a terminar ganándose el repudio de la ciudad. Créo que sería mejor que pensaran un poco más en sus métodos, para que puedan hacerse oír claramente y no en medio de sirenas, bombas, piedrazos y paredes rayadas...
    Y después de haberme desahogado, y antes de que me explote una bomba en el trasero, voy a postear la crónica de esta semana, entre un estornudo y otro...


    El hombre pasó por mí silbando alegremente, andando con pasos rápidos y enérgicos para espantar el frío, dejando un rastro tenue de colonia atrás de si. Vestía un abrigo negro, guantes y bufanda grises, un sombrero verde musgo y zapatos gruesos y brillantes. Tenía las mejillas rojas por el frío y a medida que silbaba, nubes de humo salían de su boca y sus pequeños ojos soltaban breves chispazos de luz... Inmediatamente, siguiendo mi costumbre, yo me pregunté: "¿De dónde será que está viniendo? ¿Por qué silba tan contento? ¿Tiene prisa para llegar a algún lugar o para encontrar a alguien importante? ¿O sólo está tratando de mantener el cuerpo caliente?"... Volví la cabeza para verlo alejarse y me dije, instintivamente: "Aquí debe haber alguna historia interesante"... Y cuando percibí esto, de repente fué como si un universo entero -que hasta ahora había estado medio intimidado- se abriera delante de mí. Pestañeé y me detuve, mirando a mi alrededor, percatándome de aquella multitud infinita, agitada y eclética que ocupaba las veredas, las ventanas, las tiendas, los restaurantes, los autos, los buses, que se sumergía en las escaleras del metro o emergía por ellas como un río interminable. Todos viviendo sus vidas, contando sus historias... ¿Cuántas de ellas habría en esta ciudad?... Tuve que cerrar los ojos y respirar hondo, tanto fué mi choque al darme cuenta de la respuesta. Los contemplé durante un largo momento, maravillada y espantada al mismo tiempo, tratando de identificarlos, de reconocerlos, pero ellos se alejaban y desaparecían como los granos de arena de un desierto. Más parecían pasajeros, visiones breves e inexpugnables, un enmarañado imposible de detener. ¡Cuántas vidas transcurrían al mismo tiempo! Todas distintas, especiales, originales, valiosas. ¿Cómo podría descubrir sus personajes? ¡Difícilmente encontraría dos veces a una misma persona en la calle!... Entonces me dí cuenta de que si pretendía continuar escribiendo -fuera en mi diario o en este blog- iba a tener que ejercitar y mejorar mucho mi percepción, mi atención, mi sensibilidad, mi caminar por entre este nuevo universo humano, pues las posibilidades que me ofrecía eran inconmensurablemente mayores, y la mayor parte de las veces dispondría de un solo encuentro para descubrir y deducir alguna cosa, para decifrar la enseñanza y llegar a una conclusión. ¡Caramba, iba a tener que esforzarme de verdad! ¡Sería un desafío tremendo!.
    Primero me pareció una empresa medio absurda, más bien dicho imposible, pues todavía me sentía atropellada, vapuleada y medio asustada por esta sobredosis de "urbanidad", de modernismo y velocidad, por tantas opciones y tamaña diversidad. Todavía me mareaba tanta gente, tanta agitación, tenía recelo de perderme en medio de todo ese ruido y de esa variedad inagotable de rostros, voces, colores y olores (bueno, tengo que admitir que aún me aturde un poco) ¿Cómo, entonces, sería capaz de abrir mis sentidos hacia alguien en particular? ¿Podría distinguir a una sola persona y enfocarme en ella? ¿Qué es lo que me atrairía, si es que conseguía distraerme de todos los demás? ¿Y si, por fijarme en uno, perdía a otro? ¿Cómo sabría cuál escoger, quién me traería la mejor lección?... "Bueno", pensé "No puedo ser gananciosa y pretender prestarle atención  a todos. Supongo que deberé dejar que mi instinto me guíe y así restringir mis opciones." Y también suponía -y esperaba- que el destino, como siempre, haría su parte destacando de alguna forma, interna o externa,  y en el momento justo, a la persona de la cual debería extraer una enseñanza... Esto me tranquilizó bastante, pues entendí que lo que debía hacer era relajarme y volver a conectar mis "antenas" (que en este último tiempo anduvieron medio en cortocircuito) abrir los sentidos y, como siempre, mirar a mi alrededor. Los personajes aparecerían, junto con sus historias y sus lecciones. Todas las personas, en cualquier lugar o situación, merecen ser observadas, sin embargo, siempre existirán algunas que estamos destinados a encontrar y contemplar más detenidamente, que traen un mensaje sólo para nosotros que, inclusive, puede cambiar nuestra vida. Nosotros y los otros siempre tenemos algo que decirnos mutuamente, se los aseguro, sólo hay que prestar atención. Esto es lo importante, estar dispuesto y abierto, sin despreciar ninguna oportunidad, por más banal que parezca, para que estos encuentros acontezcan, sin y olvidar tampoco que tal vez otros tengan este mismo encuentro marcado con nosotros y que no podemos falar a él.
    Ahora tengo certeza de que llegué, de que estoy aquí, porque nuevas historias están apareciendo, mis cuadernos están llenos de apuntes, siento que ellas me rodéan, me hablan, me invaden. Soy parte de estos acontecimientos, ya estoy entrelazada con esta vida, así como llegué a tener una intimidad todal con la vida en Brasil... Pero ahora me doy cuenta de que, definitivamente, salí de allá.