Y ahora sí, la crónica de la semana. ¡Vamos a ver si se animan y ponen algunos comentarios!...
La pequeña y tradicional feria de libros de la plaza en la esquina de la inmensa iglesia tuvo que salir de allí porque, finalmente, van a remodelar todo el lugar y construir locales apropiados e iguales para los comerciantes, hacer jardines, baños y hasta poner una fuente. Entonces, por el momento, están acomodados en unos contenedores en otra plaza al frente de la suya. Deben ser unos diez o quince, con tres cubículos cada uno, donde ellos guardan sus libros y en cuya frente ponen sus mesas y estanterías bajo unas carpas para exponerlos cada día. Lo malo es que no pasa mucha gente por esa parte de la plaza -fuera que el suelo de arenilla está casi siempre mojado por el riego matutino del pasto- por lo que las ventas no deben estar muy buenas, pero todos se están aguantando porque saben que no será por mucho tiempo y así continúan trabajando con ánimo y firmeza, bien dispuestos y parlanchines. Yo cruzo con ellos todos los días, cuando están acomodando su mercadería en las mesas y estanterías, armando sus tiendas, y no deja de admirarme cómo son capaces de repetir esto cada día de la semana, y la siguiente y la otra. Creo que, junto con algunos otros con quienes me cruzo a diario, son los reyes de la rutina...
Ah, la rutina, esa cosa maligna a la que todos le tenemos tanto miedo y de la cual somos capaces de hacer cualquier tontería para escapar... Pero pensándolo bien, sin prejuicios, la rutina no es esa villana que pintan por ahí. Veo eso todos los días, cuando doy mi caminata por el parque: los barredores empiezan toda mañana en una punta y terminan la opuesta, para hacer todo de nuevo al día siguiente. Y cada mañana empiezan con el mismo ánimo y hacen su servicio muy bien hecho. Y así también los jardineros, los empleados de los restaurantes que cada día ponen y retiran las mesitas y los guardasoles de la vereda, los que transportan sus carritos con naranjas para vender jugo, los que entregan pan, verduras, mercaderías a las tiendas y cafés... Algunos parecen aburridos, malhumorados y cansados, claro, sin embargo una buena parte de ellos se muestra animado y alegre porque con certeza perciben que esa rutina los llevará a algún lugar, les proporciona estabilidad, equilibrio, confianza. Pone orden en sus vidas y les revela pequeños milagros que los ayudan a seguir adelante, les enseña valiosas lecciones, les regala encuentros importantes, agradables... Si lo pensamos bien, un poco de rutina en nuestra existencia es imprescindible, pues es inmersos en ella que existimos: respirar es una rutina, dormir, despertar, comer, caminar, hablar, pensar; pero nos corresponde a nosotros transformarla en algo productivo, creativo, positivo para nosotros mismos y para los demás. Lo que realizamos cada día puede ser sagrado, precioso, puede transformarse en una revelación sobre nosotros mismos y nuestra relación con los otros. Basta que no lo encaremos como una maldición sino como una oportunidad, única y peculiar a cada día, de mejorar lo que ayer no conseguimos hacer tan bien, ya que hoy tenemos la chance de repetirlo.
Existe en el Butoh (danza teatro japonesa) un ejercicio -el kata- que consiste en repetir una pequeña secuencia de movimientos exhaustivamente, con serenidad y precisión, con la máxima perfección, hasta que, en un determinado momento nuestro cuerpo, espontáneamente, crea un nuevo movimiento que se agrega al que iniciamos, y, siguiendo así, terminamos por crear y ejecutar una coreografía completa, mental y físicamente, nacida de la repetición de algunos movimientos simples.
El otro día vi en la televisión una propaganda que resume perfectamente el concepto: "Son esas cosas que hacemos todos los días las que hacen que lo extraordinario acontezca".