quarta-feira, 31 de outubro de 2012

"Ventanas"

    Han sido dos semanas de mucha correría, pero todo el stress y las noches sin dormir valieron la pena porque, finalmente, conseguimos juntar el dinero para dar el pié de nuestro departamentito... ¡Ah, ustedes no imaginan -o tal vez sí- la felicidad y el alivio que nos invadió cuando entramos a la sala de la inmobiliaria con el comprobante de depósito en la mano!... Ahora me lo paso el día entero soñando con cada cuarto, cada mueble, cada adorno, cada planta que voy a colocar allí... Y de repente me pillo pensando: "¡ A mi edad, comprando sola mi primera vivienda!"... Les digo que esta señora todavía tiene gas para mucha cosa! Muchos desafíos, muchas aventuras, mucha felicidad y mucha creatividad, mucha realización.! Cada día me convenzo más de que algo magnífico me espera aquí, entonces estoy muy atenta e optimista, porque sé que no vá a demorar.
    Y antes de que me congele en esta sala, a pesar de que allá afuera hace un sol deslumbrante, aquí va la crónica de la semana, totalmente atrasada. Pero como ahora podremos comprarnos un notebook con algo de la plata que nos sobró, probablemente no volveré a faltar, ya que no tendré que bajar hasta el hotel para poder escribir... Bueno, tampoco voy a ser ingrata, porque por lo menos, no nos ha faltado computador para poder comunicarnos y hacer nuestras cosas,¿no es verdad?...


    Me siento en el borde de la cama, frente al ventanal, y permanezco allí por algún tiempo... La pieza está oscura y silenciosa. Mi hija vé televisión en el hall, al lado, y sé que se quedará hasta bien tarde, sin embargo, para mí ya es hora de irme a la cama... Miro hacia la ventana y está todo en sombra. Apenas distingo mi propio reflejo en el vidrio. Sé que estoy rodeada por tres bloques de edificios de departamentos, mas en esta negrura parece que sólo yo existo en este momento. Me siento en una especie de cápsula cálida y vibrante mientras el universo allá afuera está como suspendido en la nada... El peso de una soledad desconocida cae sobre mí, pues mismo sabiendo que estoy rodeada de edificios y de personas, estoy como en otra realidad sólo mía, donde mi cuerpo y mi mente son únicos, densos, donde no hay espacio para nadie más. Mi propia vida se vuelve pesada, tortuosa, aislada, como si no formara parte de la historia, como si no tuviera relevancia. Es como un eslabón perdido en la noche. Las angustias e incertidumbres de esta nueva vida me rodéan como polillas alrededor de una luz y me tocan con sus alas frías y aterciopeladas. Como no hay hacia dónde mirar, visiones de mi propia existencia pasan delante de mí y no tengo con quién compartirlas. Desconectada de todo y de todos, ella parece inútil y sin sentido...
    Sin embargo, he aquí que, de repente, la ventana del departamento al frente se enciende. El rectángulo de cortina café parece flotar en el frío nocturno. Percibo siluetas que se mueven atrás de él y, como cayendo en mí misma delante de esta imagen, me acuerdo de que allí vive una pareja de chinos jóvenes, y de que hace un par de días compraron una cama nueva... Estoy acordándome de la escena del colchón y el armazón de madera entrando a empujones por la pequeña puerta, cuando se encienden otras dos ventanas, casi al mismo tiempo. La de la cortina verde es del departamento del dueño de un mini market donde compramos el pan y el jamón, el água y aquellas paltas deliciosas. Don Fernando anda con un dedo vendado por causa de un accidente casero... La cortina roja esconde una pareja con un niño pequeño que adora andar por el hall empujando una silla. 
    Luego, otras tres ventanas se iluminan... "Todos están volviendo a casa", me digo, empezando a sonreír, "Los chilenos están trabajando hasta tarde"... El poodle allá abajo corre hacia la puerta que se abre, ladrando y cabriolando, y alguien entra y se agacha para acariciarlo. La mujer rubia abre la puerta de la terraza y sale a colgar una toalla en la baranda. El vecino al lado sale con su taza de café y su cigarro, quedandose en la penumbra con aire pensativo. El gordito de arriba se asoma a la ventana para hablar en el celular. La señora a mi izquierda aparece en el balcón con una jarra de água y riega generosa y delicadamente sus helechos y sus claveles y cardenales...
    Todavía sentada al borde de la cama, contemplo cada uno de estos cuadros a mi alrededor y no puedo evitar sonreírme. ¡Cuánta gente conozco! ¡Y qué cerca están de mí!... Y empiezo a hacerme la cuenta: la chica del gimnasio (Magdalena) el conserje (don Arturo), las señoras del aseo (María y Juana) el caballero rde la lan-house en la estación del metro, la dueña de la florería, la señora de la fiambrería (doña Teresa), el peluquero (Andrés) y su perrita ("Florencia") su amigo (Mario), el maestro del hotel (Carlos) la profesora de canto de mi hija (Paulina), los empleados de las tiendas, las cajeras del supermecado, el vendedor del kiosko de fruta, mi casera de La Vega... Pestañéo y suspiro, irguiendome, pues una multitud de rostros, de voces, de anécdotas y encuentros, de momentos compartidos desfila delante de mis ojos, y cada uno de ellos deja su huella en mi existencia, se entrelaza a mi historia de una u otra forma, agrega una experiencia a mi vida, así como yo misma debo agregar alguna a las de ellos.
    Dejo esas luces encendidas protegiendo mi obscuridad y me voy al baño a lavarme los dientes. Véo el água correr, dicharachera y poderosa, y me percato de que en verdad no estoy sola, de que hago parte de un todo, de que tengo mi papel. Y más, percibo que todos debemos hacer parte, todos debemos vivir nuestro papel, cumplir nuestro destino y dejar nuestro legado. Estamos rodeados de otros como nosotros, de aquellos con quienes cruzamos cada día por algún motivo. Necesitamos los unos de los otros y mismo que a veces parezca que estamos solos o que fuimos abandonados, debemos saber y creér que, escondidos en las sombras -inclusive las más negras- hay otros que, tarde o temprano, encenderán sus ventanas para iluminar nuestro  camino.
   
 

terça-feira, 9 de outubro de 2012

El cerezo

    A veces, las cosas parecen caminar tan despacio que dan la impresión de estarse arrastrando. Otras, van tan rápido que casi no nos damos cuenta de cómo suceden y de repente, ¡pam!, ya está todo solucionado y puedes seguir con tu vida feliz y tranquilo... Bueno, para nosotras el negocio anda más o menos así: un día intolerablemente lento, al otro sorpresivamente rápido. Es una verdadera montaña rusa -nada favorable para la glicemia o la presión- pero tengo certeza de que toda esta locura y esta ansiedad van a acabar valiendo la pena porque obtendremos nuestra recompensa, es decir, nuestro soñado departamentito propio... Falta poco, muy poco... Un profundo suspiro de paciencia y fé y ya estaremos allí.
    Y aprovechando esta onda veloz que se precipita sobre nosotros trayéndonos buenos augurios, junto con este sol radiante y la brisa perfumada, me siento aquí para postear la crónica de la semana, a ver si bajo la presión y la glicemia...


    -Encuadernación?...- preguntó la conserje del hotel, irguiendo las cejas, y tras pensar durante algunos instantes, sonrió y agregó: -Hay un lugar aquí cerca, en la calle Paris. Nosotros hacemos todos los anillados allá.
    Le agradecí la información con una sonrisa, pesqué la bolsa plástica con mis papeles y salí a la calle atrás de la tal imprenta. El día estaba precioso, soleado, el aire cristalino, a pesar de las ráfagas heladas que de repente barrían las esquinas y los recovecos, silbando por las paredes históricas y sus grietas y levantando  remolinos de hojas secas de las veredas de adoquines... Invierno con una amenaza de primavera, típico de Santiago... Me arrebujé en mi parca y subí por la calle que la mujer me había indicado, mirando bien para no perderme porque, como ella me había explicado, el lugar era chiquitito y medio escondido. Yo observaba los caserones de piedra con sus terrazas y balcones de rejas trabajadas, las ventanas primorosamente esculpidas, los garages imponentes, y no imaginaba dónde podría estar una imprenta, pues todo me parecía grande y majestuoso.
    Sin embargo, al poco tiempo de andar, divisé de lejos un letrero verde y blanco  en el que se leía: "Imprenta. GoGe fotocopias", apoyado en el costado de lo que parecía ser la cochera de aquel caserón. Me acerqué, percibiendo que otros pequeños establecimientos de todo tipo se habían instalado también en los garages o entradas de las casas, hasta llegar al lugar. Cuando lo ví, me quedé medio preocupada, pues pensé que la señora del hotel se había equivocado. Aquello no era más que un espacio minúsculo, sin mesón de atendimiento, apenas con una placa medio chueca de compensado separando al cliente de los funcionarios. Un escritorio arcáico, pesado, obscuro, un sillón probablemente rescatado de algún anticuario o de una casona en decadencia, estantes hechizas, paredes amarillentas, zurradas, manchadas. Era un espacio sombrío y estrecho, donde no había casi lugar para moverse entre aquela antigualla con cajones y el estante junto a la pared donde se amontonaban carpetas y hojas. Al fondo, después de un umbral medio cubierto por una cortina beige bastante sucia, podía verse la máquina impresora, enorme y anticuada, negra y extraña, como un gigante encarcelado. Un refrigerador, um computador viejo, papeles, máquinas menores, latas de tinta, trapos... Un desorden respetable y nada confiable... Un hombre alto y desgarbado, con un delantal manchado, anteojos y casi calvo, se inclinaba sobre la prensa, totalmente abstraido... Yo miré a mi alrededor, medio desconcertada, sin saber si debía irme o hacer algun tipo de ruido para que el hombre se diera cuenta de mi presencia. Y justo cuando estaba a punto de dar media vuelta y marcharme, apretando mis preciosos papeles contra el pecho como quien salva a un hijo de la muerte segura, una voz femenina surgió detrás de mí, desde algún rincón no muy lejano, y me saludó.
    -¡Buenos días, querida! ¿En qué puedo ayudarla?.
    Y juro que era una de las voces más amables y alegres que había escuchado en mucho tiempo, totalmente anacrónica com aquel ambiente lúgubre. Tanto, que me hizo detenerme como si me hubiera lanzado un lazo. Inmediatamente me dí vuelta,  curiosa por ver el rostro dueño de aquella voz casi mágica.
    -Buenos días.- repitió ella -¿Qué se le ofrecía?
   Me quedé mirándola durante algunos segundos antes de responder, totalmente sorprendida. Porque la imagen realmente no correspondía en absoluto al escenario: delante de mí estaba una señora de unos 50 y pocos años, de cabello rubio perfectamente peinado, piel clara y ojos brillantes, maquillaje discreta, labios rosados, unos aritos pequeños, collar de perlas, uñas pintadas, un par de anillos sobrios. Vestía con elegancia y sus botas brillaban bajo la falda lisa. Pequeña y delgada, lo que más llamaba la atención -fuera su voz- era su sonrisa, que mostraba unos dientes blancos, algo disparejos. Cuando sus labios se entreabrían parecía que todo allí dentro se iluminaba, se volvía cálido y acogedor. Tuve la sensación de que la conocía desde siempre,  deque podía confiar en ella, de que nos íbamos a entender muy bien...
    Sin dudarlo ni un segundo, volví atrás y le presenté mi bolsa.
    -Necesito hacer fotocopias y anillar estos papeles- le expliqué, sonriendo también.
    -¡Cómo no!- respondió, tomando las hojas con movimientos leves y diestros. En seguida les echó una ojeada, como para evaluaros -Queda listo en una hora..- concluyó, volviendo a mirarme.
    Y aquellos ojos eran tan sinceros, tan acogedores, tan envolventes, que yo no quería salir del frente de ellos. Su voz cantarina y animada, sus gestos claros y graciosos y aquella absoluta disponibilidad hacia mí y mis necesidades me habían conquistado por completo, instantáneamente.
    Entonces me pregunté:"¿Cómo será que se volvió así? ¿Cuáles fueron las experiencias que la transformaron un esta mujer tan cálida y positiva? ¿Qué era lo que la animaba? ¿Por qué tenía esa sonrisa?... ¿Será que fueron solamente vivencias buenas? ¿Suerte, una vida feliz, saludable, financieramente estable, próspera? ¿Alguna creencia religiosa? ¿Algún amor?"... Sin embargo, también se me ocurrió que tal vez fuese lo contrario: que el sufrimiento la había lapidado para que aprendiera a percibir y aprovechar cada momento positivo, cada encuentro, cada gota de felicidad que encontrara en su camino. Tal vez había aprendido a través del dolor que la sonrisa y la amabilidad son como semillas que, cuando lanzadas, se multiplican y dan flores y frutos que retornan a quien las plantó. Tal vez una imperecedera esperanza en los hombres, en el destino, en el buen combate, anidaba en su corazón y sostenía su cuerpo, de esa esperanza y gratitud que renacen cada mañana y se refuerzan a lo largo del día por la percepción y la asimilación de la belleza que nos rodéa, por la conciencia de cada pequeño milagro que sucede durante nuestra jornada. Quizás creía en ángeles, en el paraíso, en la buena fé, en la compasión. Quizás se sentía tan agradecida y afortunada que deseaba compartir su dicha con todos nosotros, quería que supiéramos cómo es bueno estar vivo, poder ver, escuchar, sentir, se comunicar, ser amable, sonreír, estar dispuesto a acoger... La imprenta era pequeña y féa, sí, pero en ese instante yo tenía la certeza absoluta de que mi encomienda sería ejecutada con total perfección, porque sería hecha con todo el amor y el brillo que esta mujer irradiaba.
    "¡Puchas!", pensé, mientras me alejaba "¡La sonrisa de esta señora podría hacer florecer un jardín en pleno invierno!"
    Y cuando levanté la cabeza ví, en la vereda bien al frente de la imprenta, un cerezo lleno de flores abiertas que embalsamaban el aire.

quarta-feira, 3 de outubro de 2012

El taxi y el paradero

    Después de algunos días bien fríos, aquí está nuevamente el sol, luminoso y cálido, dándonos ánimo y prometiéndonos días mejores. No sé por qué un cielo azul como el de hoy tiene el poder de levantarnos el ánimo, de renovar nuestra fé, de hacer que nos demos cuenta de lo lindo que es el mundo y de lo valiosa y rica que es la vida...
    Como pueden ver, hoy estoy poética (a pesar de estar preocupada y ansiosa por cuenta de esos terrenos que parecen estar demorando una eternidad para venderse) y créo que este espíritu lírico y la pequeña felicidad que revolotéa en mi alma se deben, justamente, a este cielo azul y al sol, que brilla con alegre insolencia, y tal vez también a mi nuevo corte de pelo, que me costó una fortuna pero que valió cada centavo... En un día como este, uno está convencida de que nada puede salir mal, ¿no es verdad?...
    Y aprovechando la temperatura  amena y la cabeza más liviana, me siento aqui en el salón del hotel antes de que se enfríe y postéo la crónica de la semana. Es otra larga, como verán. Ese negocio de no mandar más textos para el diario me está dejando muy suelta, pues no tengo más un límite de treinta lineas para desarrollar un tema... ¿O debería tenerlo?... Por favor, si me pongo muy latosa y extensa, avísenme!...


    A las seis y media de la tarde el taco era fenomenal, interminable... Bocinas, rugidos de motores, humo, impaciencia, insultos. Autos y buses se apiñaban, luchando por un espacio, por avanzar algunos centímetros, pero la cosa estaba tan féa que ni siquiera las motos y sus conductores contorcionistas conseguían pasar. Los transeúntes contemplaban a esta  multitud motorizada con una mezcla de horror y fascinación, algunos hasta se detenían para hacer comentarios y, probablemente, llegaban a la conclusión de que en ese momento era mejor tener dos piés que cuatro ruedas.
     Mi hija y yo, metidas en un taxi a camino de un ensayo con el coro de una escuela, nos sentíamos como sardinas en una lata, exprimidas por todos lados, viendo los minutos correr sin avanzar un metro siquiera. Con certeza íbamos a llegar atrasadas, ¡ y justo en el ensayo general antes de la presentación!... Pero no había caso, como refunfuñaba el taxista, entre un tirón y otro. A esta hora era el mismo infierno. Paciencia...
    El semáforo finalmente abrió allá adelante  y conseguimos adelantar un par de cuadras. En seguida, nuevo taco, nuevos bocinazos, insultos y caras furiosas. Menos mal que, por lo menos, el paisaje era bonito (Vespúcio hacia Vitacura) elegante, lleno de jardines y terrazas, de edificios modernos, de tiendas sofisticadas y canteros floridos. A nuestro lado, autos último modelo, rostros de facciones refinadas atrás del volante, ropas caras, un tenue aire de fastidio, de digna impaciencia estóicamente soportada con un cigarro, el celular o una água mineral. Del lado contrario, una fila interminable de buses verdes, naranjas y azules, y en la vereda los paraderos llenos de gente esperando.
    Llegamos a la última esquina antes de doblar hacia Vitacura, y la luz estaba roja. El taxista, que ya había tomado algun impulso, frenó en seco y soltó algunos improperios en voz baja. Mi hija y yo nos miramos y  dejamos escapar tan sólo un suspiro de resignación. Ya íbamos a llegar atrasadas de cualquier forma...
    Permanecimos estancadas allí por lo que pareció ser una eternidad, y durante ese tiempo se me ocurrió de repente prestar atención a lo que sucedía más allá de la ventanilla empañada del auto. Entonces, me fijé en las personas que se amontonaban en el paradero. Estábamos justo frente a él y realmente había una pequeña multitud aguardando allí: hombres, mujeres, adolescentes, niños de la mano de sus madres o en sus brazos, expresiones cansadas, grises, opacas. Ropas viejas, sobrepuestas sin ningún buen gusto, sólo para escapar del frío, botas, botines, zapatillas gastadas, chuecas, tristes, medias de lana, bufandas, gorros, guantes sucios y agujereados. Caras lavadas, rudas, cabellos de cualquier manera, sombreros viejos, abrigos zurrados... y bolsas, docenas de bolsas, paquetes, envoltorios, carritos, folletos con promociones de supermercados, cajas de cartón... Mirada así, mezclada con todos esos objetos, era una masa informe de cuerpos y facciones tan similares que parecían hermanos. Gente humilde, sufrida, sacrificada, porfiada, casi sin esperanza... Y al mirarlos, me pregunté, curiosa: "¿Qué es lo que hacen aquí?"... Miré a mi alrededor, a todos los edificios lujosos, cuyas terrazas daban la vuelta por todo el piso, con esos ventanales panorámicos a través de los cuales podìan vislumbrarse salas enormes llenas de plantas, espejos, lámparas de cristal, muebles y alfombras caras. Miré las veredas limpias, los jardines verdes, con un paisajismo inspirado, las calzadas sombreadas por árboles bien cuidados y frondosos. Ví los vidrios polarizados, el metal trabajado, el concreto caprichosamente moldeado, el fierro domado con tanta gracia y majestad... Todo allí era nuevo, impoluto, audaz, lleno de una insolencia y ostentación que intimidaban. En una palabra: caro. Miré nuevamente al grupo amontonado en el paradero: nadie alto, rubio, de ojos o piel claros, bien vestido, con joyas, ostentando ese aire de superioridad tan natural en aquellos que lo tienen todo... No, esta gente era lo opuesto y, definitivamente, no pertenecían a ese lugar. Pero, entonces, ¿quiénes eran? ¿Y qué hacían allí?.
    Ahí me dí cuenta: estos eran los que trabajaban para esos otros que vivían aquí. Nanas, meseras, jardineros, cocineras, porteros, lavanderas, ascensoristas, niñeras, secretarias... Por eso destonaban en medio del lujo, eran demasiado simples, incultos, feos, cansados, desesperanzados, contando las monedas para tomar el primero de los tres buses que los llevarían de vuelta a sus casas, alejandose cada vez más de ese mundo claro y perfumado donde pasaban la mayor parte de sus días. A las seis y media regresaban a la ración menguada, al espacio apretado, al jardín minúsculo, al barro, a la batéa de ropa sucia, al mantel de plástico, a sus cuentas, sus dolores, sus incertidumbres... Imaginé que debería ser como entrar y salir del mundo de Alicia en el país de las Maravillas, y esto no debía ser nada fácil, con certeza. Para mí, que estoy en el medio de estos dos mundos, ya me resultaba un choque esta diferencia, entonces imagino cómo sería para ellos...
    El semáforo abrió y el taxista, aprovechando una brecha, viró velozmente y dejó atrás el paradero y el pequeño universo que cobijaba debajo de él. Yo recosté la cabeza en el asiento y cerré los ojos porque, de improviso, toda esa opulencia me pareció de alguna forma insultante, porque no demostraba la menor conciencia de la existencia de esta otra "raza" que se movía todos los días en sus entrañas y a la que sólo le ofrecía -como una limosna- buses apiñados para que hicieran su travesía diaria atrás de su sustento... No, esto no podía ser justo...
    Entonces me pregunté, desconcertada, angustiada: " ¿Cuántos mundos existen  dentro de este en el que transcurren nuestras existencias? El mío, el del panadero, el del empresario, el de la profesora, del médico, del mendigo... ¿Y en cuántos de ellos somos capaces de existir, de producir, de aprender?"... Varios universos, varios papeles, muchas lecciones... No cerremos la puerta a las otras historias que acontecen paralelamente a la nuestra, pues nunca se sabe cuándo tendremos que entrar  en alguna de ellas o entrelazarnos con sus personajes, compartir experiencias con ellos, aprender su sabiduría y poner nuestro grano de arena para que juntos demos un paso más. Hoy estoy en el taxi. Mañana puedo estar en el paradero.