segunda-feira, 26 de janeiro de 2009

Decir adiós

Debo decir que, en comparación a enero, diciembre no fué un mes nada fácil: el inicio de las vacaciones que, créanme, ni siempre es tan fácil y placentero quanto se espera, los pronósticos nada animadores con respecto a nuestro nuevo jefe -que no podría ser menos adecuado, especialmente para mí- mis interminables deudas que sólo se acumulan, mi diabetes totalmente descontrolada y una casi úlcera, más una virosis y un tremendo sermón acerca de "lo absurdo que se gasta en esta casa", acabaron por derribarme y transformar mi comienzo de año en algo nada prometedor... Pero puedo afirmar que lo que realmente me afectó fué la muerte de mi leal compañero de trece años,"Arthur", el perro más lindo del mundo... Esa sí que fué la gota de água.
Y fué justamente por causa de este hecho que me dí cuenta de cuán importante es decir adiós, dejar nuestro último mensaje en el corazón de aquel que está partiendo, nuestro postrero cariño en su cuerpo; darle la tranquilidad de irse sabiendo que estaremos bien, que lo echaremos de menos, pero que también recordaremos todas las cosas buenas que pasamos juntos. Y lo más importante: agradecer, agradecer sincera y profundamente por haber tenido este tiempo juntos, por haber compartido experiencias -tristes o alegres- por haber amado uno al otro, por habernos sentido valorados, apoyados, consolados, por haber sido cómplices, confidentes, consejeros...
Esta es una cosa que siempre le voy a agradecer a mi marido, que me proporcionó la oportunidad de ver a "Arthur" por última vez y así poder decirle todas estas cosas... Y parece que él sólo estaba aguardando mi visita para partir, pues al día siguiente, la veterinaria telefoneó para avisarnos que había fallecido... "Puchas!", pensé, en medio de las lágrimas, "Cómo estaría sintiendome ahora si no hubiera ido a visitarlo, si no hubiera hablado con él, si no le hubiera hecho un último cariño y no le hubiera dicho que, si había llegado su hora, podía irse tranquilo; si no le hubiera agradecido por permitirme ser su dueña durante estos trece años, por ser mi compañero a lo largo de todo ese tiempo?.".. Con certeza, sería corroída por la culpa, ya que habría sido una ingratitud y una cobardía sin tamaño abandonarlo cuando tanto me necesitaba, cuando esperaba tan sólo mi señal para abandonar este planeta. Es verdad que las piernas me temblaban y el corazón quería escapárseme por la boca cuando entré en la clínica y me dirigí a la sala donde los veterinarios lo habían acomodado, pues presentía la visión trágica de un perro de pelaje opaco y grasoso, flaco y hediondo, de ojos legañosos y lleno de baba... Sin embargo, fuí agraciada con un cuadro completamente opuesto: allí estaba él- el perro más lindo del mundo- tendido en un espacio amplio y fresco, vestido con una especie de "piyama" de género blanco, la aguja del suero en la pata delantera, con un delicado bozal de tejido para evitar que se mordiera la léngua, un paño enrollado que servía de apoyo para su cabeza (hoy con las orejotas levantadas, como un verdadero pastor alemán) y algunas hojas de periódico debajo de su corpachón... Totalmente sorprendida, me detuve y permenecí observandolo durante algunos instantes... Ave María, parecía que estaba viéndolo tendido en el piso de la cocina, junto a la pared de baldosas, durmiendo una de sus innumerables siestecitas del día!... El pelaje estaba limpio y sedoso, hasta oloroso, nada de legañas en los ojos -que ya ostentaban, sin embargo, aquella fina película gris que anuncia la muerte próxima- no aparecía impresionantemente flaco o debilitado; un poco jadeante tal vez y con la mirada distante, con certeza ya vislumbrando los campos celestiales, las latas de basura, las lindas perritas y otros animales, los infinitos árboles, postes y neumáticos que invitaban a una "levantadita de pata" y en medio de todo esto, san Francisco -que ciertamente lo había dejado un poco más aquí abajo esperando mi visita- abriendole los brazos y sonriéndole con mi cara para que él no se sintiera apocado y saltase de una vez hasta el paraíso como el cachorrito que nunca dejó de ser...
Me arrodillé a su lado y lo acaricié, llorando -menos mal que la veterinaria debía ver este tipo de cosa todos los días, entonces no me sentí avergonzada de demostrar mis sentimientos- conversando con él sobre cosas que solamente nosotros dos sabíamos, llamándolo por todos aquellos sobrenombres que surgieron a lo largo del tiempo, rascándole la cabeza como le gustaba, sin saber a lo cierto si estaba consciente lo bastante como para darse cuenta de mi presencia (la veterinaria me dijo que estaba, sí) o escuchar mi voz llamándolo por última vez... Le dije entonces todo lo que estaba en mi corazón, lo cubrí con todo mi amor y gratitud y le afirmé que podía irse, que no tenía que quedarse si sentía que su hora había llegado, que yo iba a estar bien. Lo iba a echar mucho de menos, pero estaría bien. Todo estaba bien, yo me sentía preparada, a pesar del dolor que me cortaba el alma... No quería prenderlo sin motivo, por puro egoísmo...
-Estás libre, perrazo -murmuré -Puedes irte en paz.
Y desde aquel jueves continúo agradeciendole a Dios, a san Francisco y a mi esposo por haberme permitido esta despedida, este agradecimiento, esta oportunidad única y especial de haber convivido durante trece años con una criatura tan digna, leal, amiga, verdadera, fiel y adorable como "Arthur". Agradezco por el día en que, de entre todos los otros cachorros de la nidada, decidí escogerlo a él (cabía en la palma de mi mano!) y traerlo para mi casa, porque esta simple acción me valió un tiempo y una experiencia maravillosos, que jamás voy a olvidar. Pues fué "Arthur", sí, él mismo, mi oso lladrón de pollo, mi caballero de collar plateado, quien me mostró lo que es la "mirada del amor incondicional" y sembró en mi corazón las ganas y el ejercício de mirar a todos y a todo de esta forma.

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