segunda-feira, 19 de janeiro de 2009

Casas

Las casas, así como nosotros, también van adquiriendo cicatrices a lo largo del tiempo: se llenan de óxido, hendiduras, manchas, descascados y remiendos; el corredor lateral o el patio del fondo van siendo tomados por cajas, muebles viejos, maceteros quebrados, soportes de metal, restos de material de reformas, herramientas y un montón de cachivaches que no sé por qué uno tiene pena de botar. La construcción nueva y bien definida en la que fuimos a vivir hace diez años fué transformandose, adquiriendo nuevos contornos, colores y olores por causa de nuestra estada en ella. Surgieron marcas, rincones, estanterías, piezas, canteros, rejas, áreas, maceteros y peldaños que, poco a poco, fueron cambiando su fisonomía original. Un plácido y condescendiente desorden se desparramó por los cuartos, pues cada habitante fué acomodando sus cosas de acuerdo con sus necesidades o estados de espíritu. Así, parece que cada parte de la casa posée un pedazo de la personalidad de sus habitantes, lo que le confiere un aire eclético y a veces caótico que es tremendamente íntimo y lleno de significados. La rutina doméstica impone rituales que van ocupando serena y definitivamente los espacios, volviendolos por eso mucho más especiales y amados, como puertos seguros en medio de las mudanzas y correrías del mundo allá afuera... Entrar a la cocina y toparse con la fila de potes de víveres, ya gastados y medio descoloridos, o llegar de la calle al final del día y encontrar en la sala aquellos mismos sofás de cojines informes, con pequeñas manchas en los brazos, aquella mesita de centro con las patas astilladas por las mordidas del perro, sentarse a la mesa y descubrir los mil arañones y manchas en la superficie y las marcas de viejas salsas de tomate o tortas en el mantel, verse rodeado por los imanes de heladera, los potecitos de condimentos, los paños para secar, las vasijas de água de los perros y las fotografías encima del mostrador, cuyas manillas originales no existen más, nos dá una sensación de maravillosa estabilidad y seguridad, de certeza y bienestar que no sentimos en ni un otro lugar. Todos los defectos y marcas que nuestra casa fué adquiriendo a lo largo del tiempo -secuelas de nuestra existencia en ella- cuentan nuestra historia y muestran nuestra personalidad, uniendonos a ella con lazos de una fuerza que jamás imaginaríamos. Ni siempre son transformaciones planeadas o acontecidas de manera agradable, pero son, con certeza, inevitables, pues nuestra casa -la construcción de albañileria, fierro, madera y vidrio- no es insensible a nuestro existir. Siempre dejamos marcas por donde pasamos, qué será entonces del lugar en el cual vivimos años y años!...
Me gustan las casa nuevas, oliendo a pintura y cemento, con sus jardines planeados y cada mueble y adorno en su lugar, sin armários llenos de cachivaches o manchas en el suelo de la cocina, todo combinando, nada sobrando, arregladas como para una sesión de fotos de alguna revista de decoración... Pero, definitivamente, prefiero aquellas que tienen historia para contar, que se enorgullecen -o no- de mostrar sus marcas, sus remiendos, sus rajaduras y su desorden, sus puertas que crujen, sus áreas desordenadas, sus piezas llenas de personalidad y significados, de objetos queridos... Siempre me acuerdo de esa sensación de ausencia y falta de intimidad que tomaba cuenta de mí cada vez que penetraba en nuestra nueva casa, o cuando me levantaba en la mañana e iba a la cocina para preparar el desayuno. Estaba todo tan inmaculado, tan perfecto, tan silencioso! Era una virginidad perturbadora, fría, como si aquel inmueble no tuviese dueño en realidad. Eramos completos extraños: yo, apocada, y él, silencioso y expectante. Pero era tan difícil travar intimidad con aquella perfección!... Demoré un buen tiempo para sentirme fuerte y capaz lo suficiente como para imponer mi carisma a aquellas habitaciones, a aquel jardín, a aquella área, a mi propio cuarto; para que el aire empezase a tener nuestro olor y las paredes nuestro sonido y nuestros colores, para que el suelo se acostumbrase a nuestros pasos y el tiempo allí dentro tuviese nuestro ritmo.
Hoy ando por la casa y siento como si lo hiciese dentro de mí misma. Es mi territorio, mi refugio, parte de mi identidad, y me enorgullezco de cada marca que en ella dejé y voy a dejar todavía, porque se trata de mi vida, de mi historia, que está transcurriendo entre estas paredes, transformandolas en un reflejo fiel de quien soy.
Casas nuevas están muertas hasta que el dueño les impregne su personalidad. Casas viejas están vivas porque ya existieron junto con sus habitantes y de ellos lo saben todo.

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