terça-feira, 29 de setembro de 2009

Una gota de nuestro espíritu

Definitivamente, estoy empezando a creér píamente que en estos últimos meses el clima no anda muy interesado en manifestaciones artísticas. Este fin de semana, justo en el momento en que, finalmente, tuve un tiempo libre para sentarme aquí y postear las crónicas y enviar el texto para el diario, cayó un temporal tan grande que la ciudad, simplemente, paró. Nos quedamos durante horas eternas sin água ni luz, tan sólo escuchando el vendaval, las ramas de los árboles siendo desgajadas y arrastradas por la calle, los alambres eléctricos zumbando y golpeandose unos contra los otros y la lluvia precipitandose implacablemente sobre tejados, muros y calzadas. Aislados en nuestras casas, sólo nos quedaba imaginar la catástrofe que estaba sucediendo allá afuera... El água escurría, tratando de disfrazarse de silenciosos hilos invisibles, por las paredes de mi sala e invadía el suelo por debajo de la puerta con insolente insistencia, los sillones y los cojines brillaban, salpicados por las gotas furiosas que penetraban a través de las rendijas de la ventana que, a pesar de estar cerrada, fué incapaz de contener la creciente furia del cielo. El temporal duró -en su fuerza máxima- unos cinco o diez minutos, pero fué suficiente para que casi destruyese la ciudad y nos demostrara que no somos nada y que toda nuestra tecnología es completamente inútil cuando la naturaleza decide tener una rabieta; entonces, sólo nos resta escondernos en nuestras frágiles casitas y aguardar que ella se calme... El paisaje, cuando salí a trabajar ayer en la tarde, era desolador. Peór: de dar miedo. Más de la mitad de los árboles cayó por tierra, llevando junto con ellos postes y cables eléctricos, tejados, rejas, muros y damnificando autos y veredas. Las calles estaban convertidas en un mar de troncos, hojas, basura, pedazos de ladrillos y tejas, ramas y barro. Mal conseguíamos caminar y los coches tenían que circular con todo cuidado para no tener algún accidente o atropellar a los transeúntes que eran obligados a andar por el medio de la calle...
Entonces -y con las cosas todavía funcionando por la mitad- es por esto que sólo hoy estoy consiguiendo postear mis crónicas, aprovechando que, a pesar de las nubes, no hay ningún temporal a vista... por lo menos por el momento. Lo que nos preocupa es que la meteorología dice que esta primavera vá a ser así mismo, entonces, tenemos que prepararnos y aprovechar los días de sol y calma, y comprar una buena cantidad de rodillos, escobas, baldes y traperos. Y también unas docenas de tejas, claro.
Y antes de que algo suceda y san Isidro cambie de idéa, aquí vá la crónica de esta semana.

Se abría una pequeña puerta de metal, que gemía vergonzozamente en sus goznes enmohecidos, medio escondida entre las inmensas paredes de los edificios vecinos y, doblando a la izquierda, se penetraba en aquel largo y estrecho corredor de muros desnudos y carcomidos, de una altura que parecía tocar el cielo. Nuestros pasos ecoaban siniestramente y, no sé por qué, hablábamos cuchicheando. El estruendo del centro iba quedando lentamente para atrás, como que engullido por aquel espacio que parecía suspendido en otra dimensión. En la noche, sólo una ampolleta amarillenta iluminaba mezquinamente aquel túnel vacío y aterrorizante.. Se tenía la clara impresión de que cualquier cosa podría suceder allí! Era tan largo y silencioso, tan severo e irreal!...
Caminábamos durante una eternidad hasta divisar un caserón de piedra negra, de ventanas con cortinas blancas siempre cerradas y la imponente puerta de madera maciza y clavos de fierro en imperturbable silencio. El garage vacío me daba la impresión de ser la bocaza de algún monstruo. Todo tenía un color diferente, un sonido distante y hueco... Qué era lo que nos esperaba?...
Entonces, doblando nuevamente a la izquierda -y desviando de las mandíbulas de metal del garage- nos encontrábamos con la reja del portón de la casa de la tía Virginia... El timbre hacía eco allá en el fondo y, después de algunos momentos, allá venía ella por entre las rosas y vides, pálida y sofisticada, envuelta en sus vestidos flotantes y discretamente floreados, a recibirnos. El portón de metal se abría con un largo chirrido y y entonces el sol volvía a brillar, y había gorriones, palomas, zorzales, chincoles, mariposas y abejas zumbando como en un carnaval. El cielo estaba allá encima nuevamente, flanqueado por los edificios de mil ventanas, balcones y outdoors. No era que volviésemos a la realidad sino, más bien, que entrábamos en otro mundo. Era como uno de esos regalos que vienen uno dentro del otro, en cajas adornadas. Teníamos que cruzar un laberinto para llegar hasta él, pero la aventura valía la pena, ciertamente. Allí dentro era todo tan leve y nostálgico, tan antiguo y frágil! El tiempo transcurría en otro ritmo, con una intensidad y un sabor diferentes. Había una pereza, una aristocrática sensualidad que nos envolvía, nos besaba dulcemente. Cada cuarto escondía alguna deliciosa sorpresa: un jarrón de cristal con una única rosa en todo su esplendor. Una vieja y robusta cocina a leña. Un pulido piano vertical con su toalla de encaje lila. Un sofá tapizado con seda listada. Una mecedora. Revistas antiguas, copas de helado de nescafé con leche y cucharillas de plata trabajada... La vieja dama y su todavía más vieja nana -la mama Carmela- nos atendían con una clase indiscutible, sus voces resonando armoniosamente en la atmósfera lánguida y y perfumada...
Todos los cuartos de la casa daban para el jardín -era una típica casa colonial- y tenían paredes de un color indefinido, ventanas adornadas con visillos de encaje y primorosos marcos de madera esculpida. Un regador levantaba de la tierra mojada aroma de clavel y violeta, menta y jazmín; las rosas centelleaban al sol, bajo la parra generosa y cargada de racimos obscuros. A lo largo de la tarde historias y más historias se sucedían. Nuestra curiosidad nunca estaba satisfecha, así como las ganas de nuestra tía de contar las peripécias de su juventud. Ella y su nana habitaban en un mundo ya desaparecido, de esplendor y tabús, pero que ellas conseguían resguardar perfectamente dentro de aquellas paredes descascaradas, en medio de la enorme y feroz metrópolis. Yo me quedaba maravillada contemplando ese escenario y sus personajes, sintiendo cómo el clima me envolvía como un largo y cálido abrazo del pasado... Sin embargo, era todo absolutamente real. Aquel era el precioso secreto de nuestra tía, el tesoro que escondía y cultivaba al final de aquel corredor pavoroso e interminable, bien en el medio de una selva de piedra. Aquello era de una belleza, de una delicadeza emocionantes, tan opuesto a la prisa y a la brevedad del exterior, casi como un monasterio donde quedasen las dos últimas religiosas, encargadas de mantener su espíritu hasta el instante final...
Yo siempre me pregunté cómo fué que nuestra tía consiguió crear y mantener aquel ambiente surreal y perfecto, aquella aura de serena distinción y felicidad, de aristocrático equilibrio y firmeza... Y entonces me dí cuenta de que ella misma estaba en cada detalle allí dentro: era ella transformada en pared, en jarrón, en ventana, cortina, seda, alfombra, rosa, parra, cuadro. Todo lo que había sido y todavía era se extendía por cada rincón, tenía su color, su voz, su risa cantarina, el brillo de su mirada.
Nosotros, los seres humanos, poseémos el don de reflejar lo que somos en todo lo que nos rodéa, en nuestras ropas, en nuestra comida, en cada elección de nuestro escenario personal. Le damos a todo lo que nos pertenece nuestro único, intransferible y original carisma, y es así que se créa un ambiente, un universo personal. Era de esta manera que la tía Virginia había construído y conservado el suyo. Puedo afirmar hoy que es así que nuestro hogar debe ser, que en cada partícula tiene que llevar una gota de nuestro espíritu, volviendose una expresión fiel de nuestra propia identidad. Por eso ele nos pertenece solamente a nosotros, es único e insubstituible. Definitivamente, somos el lugar donde estamos; tenemos el poder de transformar un escenario en aquello que somos y así contar nuestra historia y dejar nuestro legado.

domingo, 20 de setembro de 2009

Escoger el camino

A veces me quedo parada pensando en la cantidad de cosas que ya me sucedieron, por opción propia o por la mano del destino, y empiezo a pensar que mi vida daría una novela de las buenas, de esas que tienen mil reviravueltas y un montón de personajes fascinantes. Cómo es que podemos experimentar tanta cosa -voluntaria o involuntariamente- a lo largo de nuestra vida, que parece tan corta y transcurre tan rápidamente?... Mirándolo así, de repente me doy cuenta de la cantidad de oportunidades que nos son ofrecidas para que aprendamos, crezcamos, maduremos, mejoremos como seres humanos y llevemos a cabo la taréa que vinimos a realizar en este planeta. El mundo está lleno de personas, escenarios, acontecimientos, ciclos, procesos y encuentros que pueden ayudarnos a descubrir la verdad dentro de nosotros mismos; esa verdad que forma parte indivisible de la verdad de todos y que hace que la história acontezca... Y a veces, como ya sucedió conmigo, vamos a descubrirla y experimentarla en los lugares o situaciones más inesperados, junto a personas que jamás soñamos que pudiesen formar parte de nuestra vida, pero que, al final, pueden acabar transformandose en verdaderas revelaciones que nos acompañam el resto de nuestra existencia.
Como las monjas de esta crónica, por ejemplo, con quienes, como un regalo totalmente fuera de todas las reglas y convenciones, me fué permitido convivir.

Me acuerdo del perfume de jazmín flotando en el aire mientras caminaba lentamente por el patio florido del convento. El Sagrado Corazón abría sus brazos sobre nosotros como para recibirnos, darnos ánimo y consolarnos. Aquella estátua en medio del patio principal era como una promesa, un recuerdo del amor y la dedicación de las mujeres que allí vivían sus vidas sencillas y silenciosas, de su compromiso y fidelidad, de su lucha y sus sacrificios... Yo observaba todo a mi alrededor, sin poder creér que, por alguna de esas líneas muy chuecas que Dios a veces suele escribir, estaba realmente allí dentro, atrás de los altos y severos muros del monastério, conviviendo con las religiosas y su rutina, mismo sin tener certeza de por cuánto tiempo permanecería allí. Por algún motivo -que hasta hoy me sorprende y me encanta, pues estar en el interior de un convento de clausura era algo que me atraía desde pequeña- este privilegio me había sido concedido durante la primera entrevista con la madre superiora y yo no podía dejar de sentirme agradecida y feliz, maravillada, ya que aquel era un hecho sin precedentes y quebraba todas las severas reglas de la orden... Y así, a despecho de todo esto, allí estaba yo, paseando -casi bailando, para ser más exacta- por las dependencias del convento, cruzando con aquellas mujeres de hábito negro y andar silencioso, mirada discreta y serena, voces pequeñas y gestos contenidos, una tranquila e innegable felicidad estampada en sus rostros, embriagada por esa fuerza dulce e invisible, pero casi palpable, que dominaba todo el lugar, tal como yo imaginaba que sería... El sol, el cielo azul, las palomas en el tejado y el campanário; las pequeñas, sombreadas y perfumedas hermitas donde podíamos escondernos para tener nuestro encuentro con lo divino; las sábanas albas tendidas en las cuerdas, brillando y meciéndose bajo el impulso del viento como alas de ángeles juguetones, el tañido solemne de la campana, el aroma de pan y sopa saliendo de la cocina... Todo parecía diferente, tan claro y cercano, tan real, tan poderoso!. No me cansaba de contemplar aquel paisaje, aquel universo comandado por la fuerza espiritual, y podía sentir de manera casi concreta esa especie de frontera que marcaba el límite entre el monasterio y su atmósfera sobrenatural y el mundo allá afuera. De repente, éste parecía tan lejano e irreal, tan sin sentido! No lo necesitábamos!... Lo mismo ocurría con las rejas cuadriculadas del coro y de la sala de visitas. Veíamos a las personas y hasta conversábamos con ellas, pero parecían estar tan lejos! Se enraizaban en nuestros corazones, pero de una forma diferente, pues los amábamos no sólo como amigos o parientes, sino como a seres humanos. Allí dentro nos volvíamos capaces de comprender que no escogemos a quien amar, porque todos merecen ser amados, y que podíamos hacerlo a través de la fuerza de nuestros espíritus. Esto era un don maravilloso!
Existía allí dentro un algo todo especial, celosamente guardado, resguardado, cultivado y compartido, y el mundo exterior no podía invadirlo con su locura y su crueldad. No había temor, sino una poderosa e inquebrantable convicción. No vivíamos en un clima irreal, sino sobrenatural.
Frecuentemente, acostada en el colchón de paja mientras miraba la luz de la luna y las estrellas en el limpio cielo nocturno, me preguntaba, admirada: "Pero cómo puede ser?"... Se llevaba una vida ordinaria, llena de quehaceres domésticos y obligaciones religiosas. Se tenía horário rígido para todo -inclusive para el silencio- no existían preferencias o excepciones. Se trabajaba en la huerta, en el bordado, en la lavandería, en la cocina, en el jardín, en el aséo o en la decoración de la iglesia, y todas hacían un poco de casa cosa con alegría y disposición. No existían altercados, resentimientos o envidias, sino diferencias que eran sabiamente resueltas por la madre superiora y la obediencia y humildad de las hermanas. La vida transcurría de la forma más prosáica posible!... Y sin embargo, había algo en el aire, en los edificios imponentes y severos, en los jardines perfumados y los corredores, en los gestos, tonos y miradas de las monjas, que me transportaba a otra dimensión. Me preguntaba cómo esto era posible, ya que en el fondo todas eran mujeres iguales a mí -y yo no soy ninguna santa!- con su carácter, sus problemas, sus miedos y debilidades, sus derrotas y victorias, destinadas a errar mil veces en un solo día... Entonces, de dónde provenía esa aura poderosa y transparente que teñía todos y cada uno de sus pensamientos, palabras e intenciones y todo el ambiente en el cual se movían?...
Hasta hoy no había conseguido responder a esta interrogación, pero ahora empiezo a entender qué es lo que era esa fuerza, ese carisma innegable que guiaba cada gesto, cada paso, cada inspiración y palabra de estas mujeres. Esta fuerza extraordinaria venía del peso, de la lealtad, de la perseverancia de su opción, de la conciencia y responsabilidad que cada una de ellas tenía con respecto a este camino llamado vocación. Ahora que yo misma escogí mi senda y acepté -mismo sin saberlo, en un acto de pura fé y amor- todo lo que él implica, me siento de alguna manera bendecida, inspirada, fortificada y resguardada -o por lo menos, alerta- contra las ilusiones del mundo. No necesito las paredes del convento -si bien a veces las echo mucho de menos- pues buena parte de las veces consigo (mismo que demore un poco y pase algunos malos ratos) distinguir aquella frontera que las rejas mostraban y que nos recordaba lo que era verdaderamente importante. Mi vida continúa llena de banalidades, de errores y engaños, de flojera, de vanidad y debilidad, sin embargo, hay algo, esta percepción, esta claridad, esta tranquilidad que está presente en todos mis momentos, inclusive en los más obscuros y solitarios.
Escoger un camino, después de haberlo descubierto y comprendido, y recorrerlo tal como aquellas monjas lo hacían, nos dá una fuerza descomunal, una fé que nada derriba. Al hacer nuestra opción abrimos puertas, descorremos cortinas, encontramos caminos y los medios para recorrerlos. Y no hablo solamente de opciones profesionales, sino de vida, de crecimiento, de humanidad. Las primeras hacen parte de las segundas. Dentro del monasterio, todos los que están allí hicieron la misma elección y actúan con un mismo propósito, por eso sentimos esa fuerza inmensa, esa claridad y convicción. Hay que vivir para ser capaz de escoger. Y después, hay que vivir esta opción.
Sin embargo, no se engañen, porque elegir no trae ni paz ni felicidad instantáneamente. No, al contrario: el tiempo que sigue es de sufrimiento -pues debemos cortar viejos lazos y encontrar nuevos para que cualquier cambio verdadero acontezca- es de lapidación en el crisol del abandono a la verdad que sabemos ser nuestra. Es un tiempo de pura perseverancia, de probación, de lucha contra nuestras propias mentiras y trampas. Es tiempo de sombras profundas y, al mismo tiempo, de instantes de gracia infinita. Tiempo de misericordia, de nudez, de fealdad, de transformación, de perdón, de revelación... Sin embargo, en medio de todo este aparente cataclismo, algo sobrevive, martilléa sin cesar en nuestro corazón atormentado: la certeza de nuestra opción. Ella nunca nos abandona. Es como un farol, una roca, el cimiento indestructible sobre el cual estamos construyendo los resultados de nuestra elección. Elegir es actuar y volverse finalmente alguien, tomar su lugar en la historia de la creación. Es ser humano con todas las oportunidades que le fueron destinadas.

terça-feira, 15 de setembro de 2009

Pero yo no créo en Dios!

Y aquí está la última crónica. Ojalá no tengan una indigestión!...

"Pero yo no creo en Dios!", exclama el abogado sentado delante del sabio chino. Y el sabio, sonriendo gentilmente, como todos los sabios, le responde: "Usted cree en la justicia? Cree en la compasión, en la bondad, en la alegría de vivir? Cree en la solidaridad, el perdón, la honestidad?"... Y el abogado, un poco desconcertado, exclama: "Pero claro que creo!". El sabio, entonces, agrega: "Usted cree en el amor?" Y el abogado, sonriendo, contesta: "En eso creo sobre todo." El sabio, poniendo una mano en el hombro del abogado dice, con los ojos brillando y una sonrisa medio traviesa en sus labios arrugados: "Entonces, hijo mío, usted cree en Dios, porque El es todo eso."
"Realmente es así..." pensé, cuando la cámara hizo un close up en el rostro sorprendido e iluminado del abogado, protagonista un tanto cuanto "sui géneris" de la serie que lleva su nombre. "Realmente, Dios es todo eso, esos son sus mil nombres y rostros, sus inumerables voces y movimientos." No es necesario frecuentar una iglesia o seguir una religión, vestir un hábito o trancarse en un monastério -mismo si esas opciones son tan válidas cuanto las de aquellos que se dicen atéos pero practican el bien y llevan una vida digna y honesta- para proclamar que se cree en Dios o en cualquier otra fuerza divina superior. Levante una piedra y encontrará a Dios, tenga él un nombre o no! Pues lo divino impregna cada segundo de nuestra historia, ya séa que nos demos cuenta o no, cada uno de nuestros impulsos generados por el amor, grandes o pequeños, divulgados o no.
El bien nunca pasa desapercibido, nunca acontece sin dejar alguna consecuencia. Su semilla, mismo microscópica, siempre creará raíces, no importa cuánto tiempo demore, y acabará por dar frutos que serán capaces de saciar el hambre del mundo. Dios no tiene nombre, no tiene rostro, no tiene voz, porque El es todos los nombres, todos los rostros y voces a nuestro alrededor, ahora y siempre, y quien elige el bien en cualquiera de sus manifestaciones, estará eligiendo y testimoniando a Dios, no importa si jamás puso los pies en una iglesia.

Sorpresas y milagros

Y aquí va el segundo brindis. Espero que les guste.

Animales y plantas siempre son una sorpresa y un milagro. Por ejemplo: llueve tanto en estos días que el verde empieza a estallar por entre las grietas de la vereda y las paredes, amenazando tomar cuenta de todo como un carnaval fuera de época. El milagro de la vida que espía y nos llama por detrás de los barrotes de nuestras prisiones... La esperanza que nunca muere. El gato, agazapado detrás del arbusto, que vigila la enorme y suculenta mariposa amarilla, avanza en cámara lenta, con la panza arrastrando en el suelo, ojos fijos en el insecto. Se detiene, preparando el ataque, y finalmente da un salto, una pirueta y su garra casi lo alcanza... Pero ella escapa, danzando burlona por el aire. Me río de su fracaso mientras él se sienta y suspira, decepcionado, mirando de lejos las alas amarillas que parecen reírse de él... Un tremendo show!.
La naturaleza siempre nos regala cosas que no esperamos ver o percibir, encuentros y episodios llenos de revelaciones y pistas para que vivamos mejor. Hay que prestar atención entonces, y dejar de mirar sólo para nuestro propio ombligo!... El pájaro que construye su nido con fantástica habilidad y paciencia, el pino cubierto de gotas de lluvia, brillando como un árbol de navidad anticipada. Entrar debajo de él y mirar sus ramas mojadas es una fiesta para los sentidos!... Los dos perros vagabundos jugando en el pasto de la plaza igual que niños. Corren, saltan, ruedan, ladran, ajenos a todo lo demás... Las tortugas tomando el sol en las piedras del lago artificial, viniendo a comer galletas en mi mano, encarandome con aquellos ojillos negros y brillantes, sin perder ni un solo de mis movimientos...
Hay una tal inocencia y serenidad en estas imágenes, un sentido de realidad y certeza tan grandes -pues no buscan convencer ni venderle nada a nadie, están ahí gratis, simplemente porque es su momento de acontecer- que adquieren un valor inestimable. Son lo que son en su presente y ese es su mayor mérito. Nos cabe a nosotros tener la percepción de ello y disfrutarlo, pues son las cosas que suceden a nuestro alrededor las que nos hacen sentirnos vivos, amados y abiertos a todas las posibilidades y desafíos, desde que participemos de ellas.

Mañanas

Bueno, y aquí vá el primero de los tres brindis que les prometí. En general, las crónicas que salen publicadas en el diario son muy cortas (todavía insisten en esas 30 mutiladoras líneas!) entonces voy a ponerlas como brindis junto con los textos más largos todas las veces que sean publicadas. No tengo nada contra los textos cortos, pero no es muy entretenido tener la inspiración restringida por espacios o número de líneas. Tengo crónicas cortas que fueron escritas espontáneamente, pero, si me dieran a escoger, preferiría no tener límite para redactar hasta conseguir dejar el concepto lo más próximo posible de la perfección... Cosa que, claro, es imposible para cualquier artista, pues nuestras obras no están nunca realmente acabadas, ya que nuestra propia maduración hace que todas las veces las veamos con nuevos ojos y las transformemos, las renovemos, las reinventemos... pero ahí está la gracia, no es verdad?

Las mañanas son, definitivamente, gloriosas. Gloriosas en cualquier lugar, en cualquier estación, en todas las edades. Mañanas significan nuevos comienzos, nuevas oportunidades, nuevas experiencias, promesas que pueden cumplirse, esperanzas renaciendo. Son la luz del arrepentimiento, la acción reparadora, la palabra de aliento, la caricia de la fé, el perdón para nosotros mismos. Los ángeles se vuelven gorriones, zorzales, golondrinas, chincoles y tordos que cantan al amanecer, llamándonos para que presenciemos otra aurora de expectativas. El sol invade nuestras vidas sin pedir permiso, hasta ayer miserables y obscuras, y el aire frío renueva nuestros sentidos, remece nuestros sentimientos... Somos santos por la mañana!... Es como si todo sucediera por primera vez. Volvemos a ser niños, vírgenes, valientes, crédulos, alegres e inocentes como el cielo que se anuncia. Nada existe aún fuera de los límites de nuestro corazón intocado, entonces es el momento de crear, de planear, de aprender y asumir, de ver y comprender. De empezar a amar y a ser amados.
Deberíamos vivir todos los días, el día entero, en la mañana, siempre atentos y optimistas, expectantes; deberíamos conservar la frescura, el vigor, la paciencia y la conciencia del amanecer... Cómo Dios y los ángeles están cerca por la mañana! Nada tenemos sino a ellos en esta hora. Si viviéramos en la mañana los sentiríamos siempre junto a nosotros, dentro de nosotros, en todo lo que nos rodéa... Cómo sería morir cuando el día amanece? Sería como decirle adiós a la noche, abrir las alas y volar hacia la vida que se avecina? O sería como entrar en el sol y desparramarse por el mundo con su luz?...

Arrepentimiento

Bueno, estoy tratando de terminar de postear mis crónicas desde el viernes pasado y todavía no lo consigo. La internet continúa una porquería. Ayer había acabado de digitar esta crónica cuando la red cayó... Casi cometí hara-kiri! Llevé la mañana entera para escribirla, y todavía tenía que postear las otras tres que fueron publicadas en el diario y que dejé para atrás!... Bueno, ojalá que hoy no suceda ninguna tragedia virtual y pueda publicarlas todas (las del diario son bien cortas) antes de ir a trabajar. De todos modos, si no lo consigo, termino cuando vuelva, porque hoy salgo más temprano... Putz, pensé que los iba a dejar con harto material para leér en el fin de semana y al final, estoy posteando las crónicas en pleno martes!... Computador es la mejor cosa del mundo, lo admito, excepto cuando dá panne, o cae la conexión o, peor, aparece uno de esos letreritos fatídicos que dice, sin más ni menos: "Este computador ejecutó una operación ilegal y el programa será cerrado"... Operación ilegal???? Pero qué mierda es esa?... Y así, sin mostrar la menor compasión por el pobre mortal que estaba redactando su próxima obra de arte, la cosa se desliga y uno pierde todo lo que pasó horas escribiendo, quemandose los neurónios y aguantando un tremendo dolor de espalda... Bueno, no por acaso, el computador es solamente una máquina, pero bien que algún genio podría ponerle algunos sentimientos, no?...
Y aquí va la crónica de la semana pasada, más las otras tres de brindis... antes de que esta cosa invente de botarse en huelga de nuevo. Bueno, nadie puede alegar que no estoy intentándolo!...

Estaba empezando a freír el arroz para el almuerzo cuando el interfono llamó; un toque largo, insolente, irritante. Sostuve la olla encima del fuego y me quedé escuchando durante algunos segundos, soltando un suspiro de disgusto. El toque se repitió, más insistente todavía.
-Por Dios!...- exclamé en voz alta -Parece que vá a salvar al padre de la guillotina! Calma!...
Solté la olla encima del lavaplatos y atendí, ya queriendo soltar unas palabrotas contra aquel que estaba en el portón interrumpiendo mis quehaceres.
-Hola, tía!...- exclamó una voz infantil, aguda e imperativa -Tía, no tiene nada para darme?.
Resoplé de nuevo y me armé de paciencia. Ya había visto a aquellos chiquillos corriendo y gritando en el medio de la calle mientras aseaba el hall más temprano. Y no tenían cara de bien educados en absoluto.
-Hoy no tengo, m'hijo.- le respondí con mi tono más educado y firme.
-Pero no tiene nada para ayudarme?- insistió la voz, con aire de escepticismo, lo que me dejó más irritada todavía.
Le dí una ojeada a la olla y al fuego encendido. El água hervía desesperadamente en la boca del lado. Será que el mocoso estaba sordo, o tendría que ver el água evaporarse antes de conseguir terminar aquella conversación?.
-Hoy día no tengo.- repetí, con más firmeza.
-Pero ni un pedazo de pan, tía?...- exclamó él, insolente -Tengo hambre!.
-Hoy no tengo, ya?.- le dije como si, en realidad, estuviera insultándolo o dándole unas cachetadas. Ahora sí que nuestra conversación había terminado.
Entonces, con una voz sorprendentemente dócil e inocente, me respondió:
-Bueno.- y colgó el interfono.
Aliviada, coloqué el auricular en el gancho y volví a mi almuerzo, poniendo la olla en el fuego y revolviendo con fuerza e ajo y el arroz, agregándole un puñado de sal y apagando la jarra con el água antes de que se transformara en una nube y escapara por la ventana abierta... Sin embargo, en el instante en que iba a vaciarla en la taza, me detuve, y el recuerdo del chiquillo en el portón me vino a la mente. Pero no fué su rostro lo que apareció delante de mí, sino su voz diciendo: "Tengo hambre!", y en seguida, tan resignada y gentil: "Bueno."... En un impulso instantáneo, solté la taza y la jarra y fuí rápidamente hasta la despensa donde guardamos las compras. Me acordé que el día anterior había puesto unas galletas de miel con chocolate en el vidrio y que habían sobrado algunas en el paquete. Abrí la puerta, me agaché y lo pesqué, corrí hasta el portón, rogando para que los chiquillos todavía estuvieran por ahí, lo abrí y salí a la calle. Uno de ellos ya estaba frente al portón de la casa vecina, del otro lado de la calle, y el otro se alejaba, corriendo y haciendo piruetas, hacia la casa siguiente, después de los terrenos vacíos. El chiquillo se volvió de repente, como si supiera que yo estaba allí, y su rostro moreno y delgado, dientudo y de grandes ojos obscuros, se iluminó con una sonrisa. Giró de un salto y se me aproximó ejecutando una espécie de danza cómica. Yo, totalmente sin gracia -no sé muy bien por qué motivo- le sonreí y extendí el paquete de galletas.
-Mira, encontré estas galletas que sobraron ayer. No son muchas, pero...- tartamudeé, y agregué, tomada por una curiosa y leve sensación de felicidad: - Puchas, pero tú corres rápido, hey? Ya estabas casi en la esquina!...
El chiquillo soltó una risita y pescó el paquete, sus ojos negros brillando debajo de las cejas despeinadas.
-Gracias, tía..- dijo, y acrescentó, con aquel mismo tono de voz de antes -Me encantan las galletas de chocolate.- dió media vuelta y salió corriendo a toda velocidad en dirección al otro chiquillo que, curioso, ya se acercaba.
Yo sonreí al verlos zambullirse, felices y hambrientos, en el paquete de galletas, y entré en la casa para terminar mi arroz. Sin embargo, tenía la sensación de que aquel episodio me había dejado suficientemente alimentada por el resto del día. Luego, corté la lechuga, la rúcula y el repollo, rallé la zanahoria, piqué los cebollines y el cilantro, pelé y corté los tomates y puse las bandejas verdes y coloreadas en la mesa. Revolví el pollo, preparé los brócolis en la mantequilla con ajo y los tapé para que no se enfriaran, le dí una espiada al arroz, tierno, blanco y oloroso, y coloqué el jarro con jugo helado en la mesa.... Todo esto con esa sonrisa de gratitud y serena felicidad estampada en la cara, el corazón leve y un qué de alas de ángel revoloteando por la cocina iluminada... Y de repente pensé: "Cómo es bueno el arrepentimiento! Cuánta cosa buena nace de él!"... Y me acordé de todas las veces en que, en un impulso más allá de la razón, de la comodidad o de la seguridad, me arrepentí de una actitud y decidí ayudar a alguien, aproximarme, escuchar, abrazar, hablar, entregar en vez de cerrarme y dejar a alguien con la mano extendida. Y cómo fué buena la sensación que siguió a mi cambio! Cómo me quedó claro el poder que poseémos para decidir, para reconsiderar, para tomar otras actitudes, para cambiar de opinión y ayudar a los otros con gestos que, a veces, para nosotros, no significan gran cosa y no nos cuestan casi nada, apenas algunos momentos de buena voluntad.
Arrepentirse es abrir nuevas puertas, optar por otros caminos, ofrecer o aceptar nuevas oportunidades, es volver atrás sin retroceder. Si es verdad que nuestro corazón tiene dos lados -uno bueno y el otro malo- que tenemos la oportunidad a cada momento de escoger cuál de estos dos lados debe actuar, y que tenemos la consciencia de lo que es cierto y errado, entonces, nuestras oportunidades de hacer el bien son infinitas, mismo que empecemos el día errando, pues siempre tendremos la chance de redimirnos, de renovarnos en el segundo en que nos arrepentimos... A veces, la acción movida por el arrepentimiento es más verdadera aún que aquella que nació de la bondad natural, pues vencer el error y transformar el corazón puede ser más valiente y tener más mérito que actuar con rectitud de inmediato... Porque es de los pecadores que Dios está más cerca.

domingo, 6 de setembro de 2009

Universo rural

Es casi un milagro que esté, finalmente, consiguiendo postear esa crónica, porque parece que con los dos últimos temporales que cayeron por aquí, la internet quedó una porquería (o mi servidor está dejando mucho que desear en la calidad de su servicio) y está super lenta o, simplemente, no conecta... Desde ayer que estoy tratando de publicar las crónicas y revisar mi corréo y nada!... Entonces, aprovechando este momento milagroso de conexión, voy a postear mis crónicas, porque si llueve otra vez como ayer, estoy frita. Entonces, aquí vá, antes de que acontezca alguna otra tragedia.

Sólo cuando leo los cuentos y novelas de Oscar Castro consigo darme cuenta del tamaño de mi nostalgia del campo chileno, de sus colores, de sus perfumes y voces, de sus recuerdos. Cholqui, Melipilla, El Carmen Alto, Maipú, Pomaire... Caminos flanqueados por álamos, casitas de adobe y cercas de madera adornadas con cardenales y rosales, olor de albahaca y mata en el aire, los rayos del sol filtrándose por entre las ramas de los eucaliptus y las parras, desparramandose generosamente por las plantaciones de trigo que ondulan como un océano dorado bajo el impulso del viento constante y juguetón. Las casas más prósperas con sus galerías de madera y los sillones de madera y paja alineados junto a la pared, el bordado de filigrana de los visillos blancos en puertas y ventanas, las cocinas y sus hornos a leña; ristras de ajo, pimentón y ají colorado y verde, de charqui y longaniza colgadas del techo, los perros echados al sol, el compás lento y poderoso, casi majestuoso de los huasos en sus cabalgaduras. Olor a empanada, a cazuela, a arrollado, a tierra y bosque... La plaza central del pueblo, verde y medio desordenada, un poco pretenciosa, ruidosa y animada, los viejos en la puerta de los bares y en los bancos de madera conversando acerca de todo un poco y contando historias; la iglesia de primoroso campanario, obscura y fresca, de coloridos santos de yeso en altares de madera esculpida, reinando soberana sobre los jardines, los transeúntes, los carros y los chiquillos que corren y gritan entre los canteros floridos. Tiendas modestas, baratas, coloridas, verdulerías exhibiendo sus productos frescos en cestas de mimbre, todavía sucios de tierra; la heladería, la panadería, la estación de bomberos que todo día anuncia el medio de la jornada con su escandalosa sirena. Calles estrechas, casas silenciosas, discretas, perfume de vida, de simplicidad, de tranquilidad, un qué de inocencia que ya se perdió en las ciudades...
El patio central de la casa de mis tíos, donde van a dar todos los cuartos, atravesando la galería de ventanas rectangulares con visillos blancos y el suelo de baldosas. El jardín del fondo, donde hay canteros ordenados y lozanos de cebollines, perejil, cilantro, albahaca, lechuga y ají, los paltos y duraznos, los naranjos y limoneros olorosos, la parra y la pimienta. Deambulando entre la huerta y la tierra, entre los cardenales, calas y violetas, las gallinas y los perros dividen el espacio y el sol, los tiestos con água y comida, los rincones frescos y tranquilos cerca del antiguo horno de barro y la choza para almacenar madera. Son animales satisfechos, perezosos, alegres y no muy limpios, felices... Y aquella inmensidad verde alrededor, coronada por la mole lilácea, soberana y protectora, de la cordillera y sus nieves eternas y sobre ella un cielo limpio y sin secretos, la tierra salpicada aqui y allá por las típicas moradas de los colonos, por tractores amarillos y rojos, rebaños pastando y por los grupos de sauces que indican la existencia de algún arroyo.
Penetrando por los caminos de tierra se siente un aire de misterio, de expectativa, de fuerza virgen y preparada para estallar en mil formas de vida. Las voces del bosque mudan, se vuelven más intensas y próximas, de una realidad desconcertante, un aroma salvaje toma cuenta del paisaje y parece que nuestro corazón se llena de libertad y paz, de certeza, de poder, pues todo allí parece acoger, convidar, revelarse, invadirnos, transformarnos en lo que realmente somos: hijos de la naturaleza. Es siempre como regresar a algún lugar conocido, ancestral, no contaminado. A veces, cuando viajamos en el auto durante las vacaciones, pasamos por escenarios tan parecidos a los del campo chileno, que llego a emocionarme, pues me traen a la mente todas aquellas imágenes, que guardo tan celosamente en mi corazón, de la tierra en la cual están plantadas mis raíces. Lo mismo me sucede cuando empiezo a leer los cuentos o novelas de Oscar Castro. Describe con tanta fidelidad y pasión las pequeñas villas de casas de adobe y callejuelas de tierra, los personajes simples y rudos, las creencias, el folklore y todo aquel encanto casi mágico en su sencillez y autenticidad, que me siento como si estuviese bien en el medio de cada escenario, de cada historia, en el corazón de cada personaje, totalmente sumergida en aquel universo rural que tan bien llegué a conocer y que hoy me provoca tanta nostalgia... Porque, al final de cuentas, uno no regresa a su patria por la familia o los amigos - que acaban desapareciendo con el paso del tiempo- por el clima o la comida. Uno vuelve por la tierra, por los lugares, por las raíces que mantienen intacta nuestra identidad y nuestra integridad.