segunda-feira, 30 de março de 2009

No podemos dejar pasar

Doblé la esquina casi con la misma energía con que había empezado mi caminada -a pesar del calor asustador que se anunciaba tan temprano- y aproveché para darle una rápida mirada al reloj: menos de media hora desde mi casa hasta la plaza central; un buen tiempo, que me haría llegar más temprano y así aprovechar mejor la mañana. Había valido la pena saltar de la cama así que la radio tocó en vez de quedarme remoloneando sólo porque todavía no me cayó la ficha de que mis vacaciones terminaron... Animada por la conquista, respiré hondo y atravesé para la otra vereda, donde los árboles ofrecían un poco de sombra. Después de avanzar algunos metros, lo ví doblando la esquina, a algunos metros delante de mí, y acercandose con su andar algo tambaleante, pero firme, cabeza ya canosa y levemente inclinada, bolsita de nylon con la ollita de su almuerzo balanceando en una mano, pantalones gris azulado, camisa de manga corta celeste y zapatos negros chuecos para el lado de fuera por causa de su modo de caminar. Expresión seria, la piel morena surcada por algunas arrugas nuevas, boca apretada en una mueca de preocupación, ojos fijos en la vereda... El "hombre de las inyecciones", siempre de buen humor y con mano de ángel para pinchar traseros y brazos, era casi el mismo que cuando llegué a la ciudad y tuve que acudir a sus talentos para librarme de una faringitis rebelde que no me permitía comer ni un plato de sopa... Nos acercamos, sin que él se diera cuenta, pero cuando estábamos casi cruzandonos, levantó de repente la cabeza y me vió. Sus ojos intensamente azules soltaron una pequeña chispa, sus labios gruesos se separaron para brindarme aquella sonrisa que yo conocía tan bien y, no sé por qué, la visión de su figura pareció llenarme de una felicidad repentina e inexplicable. Me dieron unas ganas absurdas de abrazarlo y de decirle cuánto había sido importante en mi vida, cómo, cuando estaba enferma, él me traía alivio y optimismo, cómo su mano siempre había sido delicada y respetuosa, cómo su entrada en mi casa me hacía pensar: "Ahora las cosas van a empezar a mejorar!"... Pero sabiendo que él, con certeza, no entendería mi actitud y que le parecería, lo mínimo, totalmente fuera de lugar, engullí mi euforia y me contenté con brindarle mi sonrisa más luminosa junto con un "Buenos días!" capaz de derretir una montaña de granito, tratando de que mi felicidad por encontrarlo se zambullera por sus ojos y lo hicieran sentir el cariño y la gratitud que tomaban cuenta de mí... Con un destello de desconcierto, él me saludó y sonrió, pasando apresurado, dejando el rastro de su loción de afeitar en el aire, semejante a una discreta mirada de curiosidad.
Yo continué mi caminada, con una sonrisa boba estampada en la cara, y fuí saludando a los conocidos -que, ahora lo veía, eran muchos más de lo que pensaba-a medida que avanzaba, ébria con aquela intensa sensación de felicidad y gratitud por la presencia de cada uno de ellos em mi vida, sin importar si era el dueño anciano y casi paralítico de aquel perrito saltón que perseguía a las palomas por el jardín, la muchacha deficiente que aguardaba el bus de su institución sentada en el muro junto con su madre, una mujer seca y deformada como la rama de un árbol en el invierno; la costurera delgadita y medio jorobada, siempre con esa sonrisa medio triste, medio tímida; la dueña de casa o el chico del garage, de ropas inmundas y una perpétua cara de sueño; la viejita que se dirigía a la academia apoyada en su bastón o el empresario de terno y corbata en su automóvil de lujo... Me dí cuenta de que ninguno de ellos tenía un papel vital o directo en mi vida; eran apenas encuentros diarios hechos de sonrisas y gestos breves, algunos comentarios, pequeños servicios ocasionales o, simplemente, estaban en el mismo lugar todos los días cuando yo pasaba, pero... cómo me gustava verlos, saludarlos, escuchar sus voces y encontrarme con sus sonrisas en respuesta a la mía! Cómo disfrutaba el hecho de tenerlos en mi vida, ni que fuera por aquellos pocos segundos en los cuales nuestros caminos se cruzaban! Cómo su presencia formaba parte indivisible de mi rutina! Cuánto los echaba de menos si no los encontraba y cómo me ponía contenta cuando alguno de ellos me sorprendía apareciendo -o reapareciendo- para recordarme que todavía estábamos unidos por un hilo poderoso y misterioso que nos otorgaba el privilegio de compartir algunos instantes diariamente y, quién sabe, aprender alguna cosa los unos con los otros!... Me sentía amiga y confidente inclusive de aquellos con los que nunca había conversado, desconocidos que contaban sus secretos a través de sus ropas, sus expresiones, sus miradas, su manera de andar, sus carteras, sus bolsas, zapatos y cabellos, su perfume, sus manos y piés. Personas que vivían sus vidas, así como yo, que se alegraban con sus éxitos y se entristecían con sus fracasos; gente pequeña, común, anónima e, al mismos tiempo -y tal vez así como yo era para ellos- tan importante para mi existencia diaria.
Llegando a mi casa, y todavía tomada por estos pensamientos, tuve que parar durante algunos momentos en el jardín y respirar hondo para asimilar lo que había sucedido. Dí una buena mirada a mi alrededor y, apoyando una mano en el pecho, murmuré una pequeña oración de agradecimiento por esta revelación, por esta consciencia tan clara y estupenda de la humanidad que me rodea y forma parte de mí, a pesar de no saberlo. Siempre le dí valor y aprecié intensamente todos los encuentros que Dios coloca en mi camindo, interpretandolos y sacandoles el máximo de provecho, pero hoy me aparecieron en toda su importancia y belleza, toda la transcendencia y ligación que poséen con mi propia vida, toda la felicidad, simple y sincera, con que pueden contribuir para mejorar mi existencia, mis pensamientos y acciones, mis intenciones, mi compasión y sabiduría.
Los encuentros son, definitivamente, mágicos, sagrados, perfectos, instantes cósmicos y divinos que no podemos dejar pasar, pues son algunos de los mejores regalos que podemos recibir.

segunda-feira, 23 de março de 2009

Pequeñas cosas

Aún sin saber lo que será de mi vida profesional -en el sentido de horarios y alumnos, lo que ya es suficiente para dejarme con los pelos de punta- lo que me resta es apegarme a lo que es concreto y real, que no merece ni provoca dudas o disgustos: escribir. Créo que esta es mi única certeza absoluta, la más fuerte e importante, sobre todo porque está funcionando. Revisando mis contadores de visitas (éstos gracias a la diligencia y eficiencia de mi hermana) véo que hay gente de unos lugares que nunca oí hablar leyendo mis crónicas, y otras de lugares que no esperaba, como Rio de Janeiro o Pernambuco... Créanme, ver esos nombres en aquella lista es una de las mejores sensaciones del mundo!... Espero que continúe creciendo y que las personas se sientan de alguna manera tocadas o inspiradas, consoladas e identificadas con mis textos. El mundo está caminando demasiado rápido, dirigido en gran parte por ambiciones y proyectos inconmensurables, y todos estamos empezando a olvidarnos de los detalles, de las cosas simples -ya sé que es una frase muy usada- de nuestra humanidad y de los regalos que Dios coloca en nuestro camino a cada día. No damos más importancia ni valor a estas pequeñas cosas que, en realidad, son los cimientos de nuestra existencia, de nuestros planes y sueños, de nuestras acciones e intenciones. No podemos contar las gotas de água del océanos ni los granos de arena de un desierto, pero sabemos -al acercarnos o tomarlos en la mano- que es así que estos gigantes son hechos y que todo, absolutamente todo lo que existe y sucede funciona de la misma forma. Cada respiración es un segundo más de vida y la vida está formada de infinitas respiraciones. Es esta décima de segundo, cuando el aire entra en los pulmones y le dá el impulso a los latidos del corazón, lo que nos mantiene vivos por años y años... Hay un detalle más importante que éste?...

Me sorprendo constantemente con los milagros que cercan nuestra existencia y que nosotros, en nuestro absurdo y tiránico afán, dejamos pasar sin siquiera darnos cuenta. Qué es necesario, por ejemplo, para darle un nuevo impulso a una vida que está quedandose, gradualmente, parada y vacía? Qué es necesario para devolverle la alegría, la inspiración, el coraje? Cuál es la magia que nos despierta en un instante -mismo después de un largo proceso de rabia y revelación- de nuestro letargo espiritual y emocional y nos empuja a tomar una actitud positiva? Cuál es el motivo para que continuemos vivos, cumpliendo con nuestros deberes y placeres, con nuestra misión?... Pues no es, como se podría pensar, volvernos ricos o famosos, tener poder, ejecutar alguna obra inmensa o un acto asombroso, mudar las reglas del mundo, o siquiera dominar cosas extraordinarias. Miro a mi alrededor y véo a las personas transformandose por los motivos más desconcertantes y, a veces, aparentemente banales: un nuevo amigo, un modesto proyecto que resultó, una participación en alguna institución de voluntarios (ni que séa para quedarse sentado junto a un enfermo a quien nadie visita), un acto anónimo de solidariedad, la adhesión a una campaña por el bienestar de los otros, una manifestación en las calles... Y todavía por cosas más desconcertantes y comunes: una lluvia en medio de una tarde calurosa, una fiesta el fin de semana, el éxito de una receta nueva en el almuerzo de Domingo, unos kilos menos, una llamada, una sonrisa reveladora que atraviesa el salón... En realidad, es con poca cosa que nuestra alma se contenta y es capaz de darle un nuevo impulso a nuestra vida, volviendola más leve y dispuesta al amor, a la caridad, a la risa, a la esperanza. No tenemos que dar dinero, popularidad, poder o cualquier otra cosa impresionante -ni nosotros necesitamos esto-, basta una sonrisa sincera cuando cruzamos con alguien, una caricia en el momento de dolor, una palabra de apoyo, de comprensión, de incentivo, nuestra amistad desinteresada y verdadera. La felicidad viene de una actitud perseverante y caritativa, que ofrece pequeñas dosis de amor de forma constante y fiel, sin distinción, como un océano que éstá formado por minúsculas gotas que, al juntarse, se transforman en esa inmensidad azul y poderosa. Es necesario fijarse en los pequeños milagros que nos tocan a cada paso, viniendo de todos los lugares y personas, y darnos cuenta de cuánta felicidad nos proporcionan, mismo en su aparente insignificancia. Porque es la suma de ellos lo que constituye nuestra felicidad completa. Por qué buscar la felicidad y la razón para vivir en la grandeza de cosas casi imposibles si sabemos y experimentamos que es en las pequeñas cosas donde reside nuestra más profunda alegría y realización, nuestro incentivo más poderoso para llegar más y más alto?...
No desprecio la grandeza y sus manifestaciones -a pesar de que ésta es reservada sólo para algunos- pero créo que ella debe estar construida encima de las pequeñas cosas, encima de los detalles, encima de la verdadera percepción de las sutilezas de Dios. No existe nada, por mayor que séa, que no esté constituido por células microscópicas. No se puede ver la verdad del todo si no se tiene la consciencia de sus infinitas y minúsculas partes.

terça-feira, 17 de março de 2009

Profesores

Créo que esta será la crónica más larga que ya publiqué, pero esta es, justamente, la más importante y grande diferencia entre escribir aqui y enviar textos para el diario. En éste aceptan hasta 50 líneas mientras que en el blog uno no tiene límites para expresarse, tanto en cantidad como en calidad. Es muy difícil para mí tener que reducir mis textos -lo que no es en absoluto mi fuerte- pues pienso que todo lo que escribí tiene que ser publicado y leído, y siempre tener que escoger los más cortos o entonces contenerme para no desenvolver al máximo un tema cuando se trata de enviar una crónica para el diario, lo que me deja bastante frustrada. Antes, la columna tenía harto más espacio (créo que las 50 lineas de verdad) pero últimamente está mucho más pequeño, no sé por qué, y ni siquiera publican más la foto del autor del texto... Créo que luego voy a tener que especializarme en hai-kais, si la cosa continúa así!... Pero, de cualquier forma, es una oportunidad excelente para divulgar mis trabajos, pues sé que la Folha de Londrina tiene grande alcance regional y tengo el honor de que mi nombre sea el que más apareció en esta columna hasta hoy, lo que quiere decir que mis textos deben tener algo de bueno, no es verdad?, algo que les gusta a las personas y por eso quieren continuar leyendo... Entoces, aquí vamos de nuevo, y esta vez voy a abusar de la paciencia de mis lectores. Pero si comienzan a sentir dolor de cabeza, pueden dividir la lectura en capítulos, ok? (la cosa es larga, como pueden ver! Y todavía tiene dos partes más!)

Rojo. Su imagen esbelta y elegante, con aquel aire en que se mezclaban la severidad y la extremada educación y suavidad, la eficiencia y el equilibrio, está invariablemente ligada a este color, pues él estaba siempre, de una u otra forma, presente en algún detalle de su indumentaria. No consigo más recordar su nombre - a pesar de que ella fué mi profesora de inglés durante dos años en la educación media- pero su fisonomía aparece nítidamente delante de mí: cabellos negrísimos y siempre perfectamente arreglados, cejas gruesas e bien definidas, labios finos siempre pintados de rojo, ojos obscuros y severos en el rostro estrecho, un leve maquillaje. Pequeños aros de perla, collar discreto, reloj, pulsera también discreta, algunos anillos de muy buen gusto. Falda ajustada, piernas finas, zapatos de tacón 3/4 siempre combinando con la cartera, un broche en la solapa del blaser, uñas lijadas y siempre con esmalte rojo. Su voz ronca y baja, sus gestos firmes, su rara sonrisa, el brillo de sus ojos negros... Qué era lo que yo sabía acerca de ella en esa época en que mi ombligo era el centro del universo? Sólo que era tan elegante y educada, tan eficiente y magnánima, tan serena y afable a pesar de aquella severidad implícita en su postura. No me interesaba si estaba bien casada, si tenía hijos, si le gustaba ser profesora, si ganaba un buen sueldo ni cómo conseguía estar siempre tan elegante y sobria, bien peinada y con la manicure impecable. Lo único que yo sabía era que, al entrar por la puerta de nuestra sala, alguna cosa mudaba en el aire, y no era tan sólo el suave aroma de su perfume que se extendía a nuestro alrededor. Todo parecia asentarse en sus debidos lugares, incluso nosotros mismos y nuestra inagotable energía. El ambiente se silenciaba, sosegaba, se limpiaba. De pié delante del pizarrón, semejante a una reina frente a sus súbditos, ella parecía ejercer algún tipo de fascinación sobre nosotros. Yo la contemplaba, admirada, sin siquiera osar pensar en hacer desorden, y me prometía a mí misma que cuando fuese adulta haría todo para parecerme a ella. Cultivaría el buen gusto, la eficiencia, el sereno control sobre las situacioes y las personas, la magnanimidad, la majestad que ella poseía. Simplemente, parecía una emperatriz, a pesar de su total falta de belleza!... Y yo me decía que haría lo posible para desenvolver esa realeza, ese porte imponente y al mismo tiempo afable y receptivo. Qué combinación perfecta!...
Esta sencilla profesora de inglés de la enseñanza media, que hace muchos años desapareció de mi vida y que tal vez ni se acuerde de mí -si es que está viva todavía- se volvió sin saber un ideal de mujer que nunca conseguí olvidar y que hasta hoy, de alguna forma, persigo y trato de imitar.
Hoy pienso en mis profesores -sobre todo ahora que yo misma me torné uno de ellos- y en lo que dejaron como legado para mí y todos los que fueron sus alumnos, en cómo influenciaron nuestras actitudes y opciones... Me acuerdo, por ejemplo, de la señora Adriana, profesora de castellano, bajita y rolliza, con aquel cabello, de un rubio muy extraño, y que parecía un sólido casco que ninguna tempestad o terremoto derribaría, y aquel rouge rojo coral siempre un poco fuera de los labios finos, que vivía insistiendo en que yo no era mejor sólo porque no quería, porque era floja y acomodada... Y no dejaba de tener razón... Y la señora Carla, profesora de dibujo, aquella distinguida y esbelta mujer de piel alba y grandes ojos verdes enmarcados por el cabello gris cayendole en graciosos rizos sobre la frente, siempre radiante y llena de optimismo a pesar de nuestros desastres artísticos, que despertó en mí el placer de dibujar y a quien traicioné vilmente esparciendo por toda la escuela el sobrenombre estúpido (y que encontré muy divertido y osado) que inventé para ella: "Tallarín escurrido" -era muy alta y muy delgada- Todavía me duele recordar la decepción y la tristeza estampados en sus lindos ojos al saber que la autora del sobrenombre había sido justamente yo... La profesora de matemáticas -para mí, la materia más abominable ya enseñada en las escuelas- una alta y seria señora (parece que haciendole justicia a su aula machacante e interminable) que hablaba un lenguaje totalmente incomprensible y horrendo para mí: números enteros, ecuaciones, fórmulas áridas y totalmente sin lógica que teníamos que aceptar, memorizar y utilizar sin cuestionar su origen o su finalidad... La señora Rubi, profesora de biología, baja, de cabellos canosos y crespos, gruesos anteojos , sin una gota de maquillaje y siempre vestida de negro y gris, usando medias gruesas y unas zapatillas de género rescatadas de alguna liquidación del Ejército de Salvación, o entonces unos zapatos que parecían de bailarina de flamenco, ruidosos y de taco grueso y, claro, su indefectible chal de lana. Esta mujer de tez amarillenta atormentó buena parte de la vida escolar de mi hermana con sus exigencias de perfección y disciplina, y después trató de continuar su saga neurótica conmigo, sin embargo, terminó jubilando al final de nuestro primer año juntas y, ciertamente, no dejó a nadie con nostalgia... La profesora de música -de quien tampoco recuerdo el nombre- siempre animada y sonriente, pareciendo un picaflor tratando de imponerle orden y afinación a aquella turba ruidosa y desinteresada que, cuando estaba realmente com ganas de cooperar, podía transformarse en un verdadero coro de ángeles. Todavía me acuerdo de algunas de las hermosas músicas que aprendimos bajo su dirección, todas a dos o tres voces, perfectamente afinadas y sincronizadas, que llenaban la sala de clases -y toda la escuela- haciendo que mi alma se elevara hasta dimensiones indescriptibles!... El joven y guapo profesor de historia que transformaba cada aula en el capítulo de una emocionante novela de la cual siempre estábamos ansiosos por conocer lo que sucedería después, y que acabó enamorandose de una de mis compañeras mayores, ocasionando un escándalo sin precedentes en los anales de nuestra tranquila escuelita. Como todos le teníamos un grande cariño tratamos de apoyarlo y hasta de defenderlo de todas las formas que podíamos, pero en nuestra edad y posición no teníamos ninguna influencia en la dirección, nuestro afecto y respeto no significaban nada delante de su monstruoso comportamiento, por lo tanto, no nos quedó otra sino despedirnos de él cuando fué sumariamente despedido y quedarnos sin saber el descenlace de las entretenidas aventuras del caudillo Manuel Rodríguez en su lucha contra los conquistadores españoles. Esto, y acompañar de lejos la vergüenza y el sufrimiento de nuestra compañera, que se quedó totalmente arrasada com la partida de su gran amor... Y aquel otro profesor de educación física, recién titulado y pareciendo un gallito de riña, pecho inflado y voz estentórea, histéricamente atlético y saltón, que para castigarme por mi constante falta de atención en los ejercicios de basquet-ball, me dió un pelotazo en la cara (con esa pelota dura como una roca) que me dejó con la boca hinchada por una semana. Puchas, cómo lo odié por eso! Fué tan abusivo y fuera de lugar! Pasé una semana escondiéndome de todo el mundo, transformada en un ridículo monstruo de inmensos y deformados labios morados, respondiendo preguntas idiotas, aguantando chistes y risitas a mis espaldas y comiendo sopa com pajita, todo por causa de su ridículo castigo... Y finalmente, el señor Roberto. Roberto Astudillo Cornejo, profesor de castellano de mi último año de enseñanza media. De éste recuerdo cada detalle: pequeño y delgado, de piel morena y cabellos lisos y negros, con una mecha rebelde siempre cayéndole sobre la frente estrecha, inmensos ojos obscuros, manos delicadas y pequeñas, tan finas cuanto su rostro anguloso. La ropa siempre le quedaba grande, el cuello y los puños de la camisa parecían bastante gastados, pero siempre muy limpios y planchados, y la corbata raramente combinaba con esos ternos de color indefinido que usaba. Zapatos impecablemente lustrados, pero con calcetines de caño suelto o entonces unos dos números mayores que su pierna... Un completo anti-héroe, feo y debilucho, que fumaba como una chimenéa y tosía como un perro asmático, lo que ya lo había llevado un par de veces al hospital con principio de tuberculosis... Pero que con su vocecita afónica y sus gestos medio inseguros me abrió las puertas de este universo maravilloso que es el de la creación literaria. Fué él quien despertó en mí esta vocación fascinante, mágica, catártica, que es poner el alma en una hoja de papel; esta posibilidad infinita de comunicación, de revelación, de creación que puede llegar a todos. Me impulsó, me dió la oportunidad, tuvo fé em mi don y lo hizo florecer y penetrar en mis venas, en mi alma y transformar mi existencia, dandome la oportunidad de mostrar quién soy realmente, de cuerpo y alma. Ni este diario ni nada de lo que escribí hasta hoy existiría si no fuera por él. Aquí se aplica perfectamente el verso de Milton Nascimento: "Toda vida existe para iluminar el camino de otras vidas que encontramos"... Aquel hombrecillo aparentemente insignificante, que daba clases en una escuelita de barrio, débil y enfermizo, y no obstante capaz de pelear bravamente con la directora (la señora Marta, tan fea cuanto peligrosa) para defender sus ideales y sus proyectos innovadores (escandalosos, subversivos y fuera de lugar para la época, pero que para nosotros, sus alumnos, resultaban fascinantes y estimulantes) hizo de mí la escritora que soy, puso una lapicera en mi mano, abrió un cuaderno en blanco y me dejó allí, desnuda y expectante delante del universo infinito de las palabras que, reunidas, son capaces de contar sobre emociones, fábulas, mentiras, verdades, viajes, esperanzas y decepciones, muertes y milagros. Palabras llenas de un poder sobrenatural que consigue derribar todos los muros y alcanzar, en el sagrado silencio de la lectura, el centro del alma de quien lée, despertando felicidad o tristeza, miedo o esperanza, empatía u ódio, rabia o amor... Este hombre admirable, farol de mi futuro, pasó por mí durante el último año de la enseñanza media y después desapareció, tan discretamente como había aparecido, en las ondas agitadas de esta vida. Nunca supe lo que le sucedió, pues cuando verdaderamente percibí lo que había hecho por mí, algunos años más tatrde -con más percepción y madurez para entenderlo- había perdido totalmente el contacto con mis compañeros, profesores y con la propia escuela. No sé si yo dejé alguna marca en su vida que llegue a compararse en importancia con la que él dejó en la mía. Recuerdo el día en que escogió y se llevó algunos de mis cuentos y me dijo, con repentina firmeza y los ojos muy brillantes, que nunca abandonase esta vocación, no importaba cuán difícil pudiera parecer a veces, pues con certeza, ella le daría todo el significado a mi vida... Y, claro, tenía razón.
No sé si está vivo todavía, si se casó y tuvo hijos, si fué feliz, si consiguió lo que ansiaba. Pero merecía todo eso y mucho más sólo por haber hecho lo que hizo por mí... Y yo lo amé por esto. Lo amé profunda y verdaderamente, con inocencia y admiración. No guardé ninguna foto suya (a pesar de recordar que mi madre nos sacó una juntos en el patio de la escuela el último día de clases) pero no necesito de una para acordarme de él. Está grabado en mi ser, se volvió parte de mí, de lo que soy, de lo sueño, de lo que hago. Con certeza una semilla suya fué plantada en mí y ella nunca dejará de dar flores y frutos.
Realmente, existen ocasiones en que parece que una única conquista a lo largo de una vida ya hace que valga la pena y que merezca el paraiso. La vida de Roberto fué una de ellas. Y yo soy su conquista.

quinta-feira, 12 de março de 2009

Hoy, desgraciadamente, es mi último día de vacaciones... Pocas veces disfruté tanto este tiempo que, antes, acababa siendo aburrido, demasiado largo, el ócio transformado en angustia y ganas de volver al trabajo, pues quedarse en la casa no era realmente un buen programa. Sin embargo, este año fué completamente diferente, no sé si porque estaba realmente cansada después de la actividad enloquecida -y deliciosa- del año pasado, o porque la perspectiva de tener más tiempo para escribir me dejó animada y aproveché estos dos meses para producir y poner al día un montón de textos. Lo malo es que me acostumbré y ahora no estoy con ninguna gana de regresar a la Fundación. Por mí, me quedaba en la casa escribiendo, pero... esas deudas que me persiguen y que preciso honrar no me permiten darme ese lujo. Bueno, menos mal que soy obligada a trabajar en algo que me encanta, eso ya es un gran consuelo!... No sé lo que me espera cuando vuelva al trabajo -pero lo que ya sé no es nada animador- entonces ni siquiera puedo programarme para organizar nuevos horarios de producción literaria. Créo, no obstante, que una de las certezas positivas es que voy a volver a la casa más temprano -horario de municipalidad, de las 13:00 a las 17:00- y no más a las 9 o 10 de la noche, como el año pasado, lo que vá a ser una oportunidad estupenda de escribir más... La cosa, créo yo, es mantenerse optimista y realizar lo que me sea destinado de la mejor manera posible, pues ya aprendí que no sacamos nada con oponernos al poder, sobre todo cuando éste está en las manos erradas. Entonces, vamos adelante y mañana voy a enfrentar mi destino animada y bien dispuesta, lista para lo que venga. No es un contratiempo jerárquico lo que me vá a derribar, no es verdad? Pues a pesar de todo, amo mi trabajo y pretendo realizarlo de la mejor forma posible.
Y aquí vá la de esta semana.

"Nuestro vecino estaba muriendo. Un silencio pesado y agorero se erguía del otro lado del muro, todo el mundo hablando bajito, deslizandose, moviendose despacio para tratar de sujetar a la muerte que rondaba la casa y parecía flotar sobre el tejado como una nube de tempestad... Yasuichi era casado con una brasilera y padre de tres hijos lindos y simpáticos y hacía poco más de un año -como todo japonés que viene a vivir aquí- había viajado a Japón para trabajar, juntar dinero y comprar una chacra acá -pues, como casi todo japonés, también era agricultor- Cuando volvió ya estaba enfermo, sin saberlo.Víctima de algunos síntomas alarmantes decidió ir al médico, que le pidió una serie de exámenes que dieron como resultado una cirrosis avanzada y sin cura, probablemente producto de una transfusión en una clínica en Japón... Una sombra pareció abatirse entonces sobre el hogar y la familia. Yasuichi le delegó los negocios al hijo mayor, pues él ya no podía más hacerse cargo de ellos, y permaneció en la casa para tratarse. Adelgazó asustadoramente y pasó a caminar arrastrando los piés, con la ayuda de un bastón; perdió el color cobrizo y saludable que el sol de diera y se tornó amarillo y demacrado, con los ojos hundidos y opacos. Pero nunca perdió la sonrisa... A veces salía de la casa y se sentaba en el pórtico, con su vientre hinchado y casi sin fuerzas, y permanecia contemplando la calle por horas sin fin, Otras, conversaba con la mujer y los hijos en murmullos, o con los parientes que venían a visitarlo con frecuencia. Si algún vecino pasaba por la vereda él erguía su mano temblorosa y lo saludaba con un gesto vago, siempre brindándole su sonrisa... Sin embargo, era más frecuente ver la silla vacía en el pórtico.
A pesar de ser tremendamente reservados, poco a poco fueron revelando su situación a los vecinos, que diariamente llegaban hasta el portón para preguntar sobre la salud de Yasuichi, y estos decidieron entonces iniciar una corriente de oración por su restablecimiento, actitud que emocionó profundamente a la familia y la aproximó más de todos... Pero también acabó aconteciendo que, con el pasar del tiempo y mismo sin grandes mudanzas en el curso de la enfermedad, el clima de tragedia anticipada fué disipándose, como si una brisa fuera lentamente apartando y disolviendo aquella nube obscura de sus cabezas y, después de algún tiempo, yo podía escucharlos reírse, conversar animadamente, escuchar música, cantar y hasta pelearse con el perro. Sonreían con más frecuencia y cuando Yasuichi se sentaba en el pórtico, todos lo rodeaban y contaban anécdotas divertidas, relataban cómo había sido el día, le traían jugo y golosinas, diários y revistas, le mostraban las frutas y verduras que empezaban a brotar en la chacra y hacían planes para la próxima cosecha... Pero mismo así, en la noche la situación parecía volverse angustiante y a veces yo escuchaba una tos ronca y sofocada del otro lado, voces angustiadas y un extraño arrastrar de muebles. Algunas madrugadas escuchaba el auto salir a toda velocidad y al perro ladrando furioso para el portón que se abría y se cerraba ruidosamente... La muerte continuaba allí, con certeza, pero ahora ellos no le permitían instalarse definitivamente y, después de cada crisis, cuando conseguían traer a Yasuichi de regreso, conmemoraban volviendo a reír, a conversar, a escuchar música y a cantar, y a acomodarlo en su silla llena de almohadones en el pórtico.
Todos los días, cuando pasaba delante de su casa, me preguntaba cómo estarían las cosas allí dentro, si Yasuichi habría tendo alguna mejoria, o si continuaban solamente aguardando un descenlace sin apelaciones. A veces la mujer, doña Nely, estaba en la vereda barriendo o regando las plantas y cruzábamos algunas frases banales sobre el clima, los hijos y los precios de la feria, pero yo no tenía coraje de preguntarle nada. Al verla así, tan animada y sonriente con su escoba o su manguera, nadie habría podido imaginar que pasaba por semejante drama...
Hoy, después de algunos meses de la partida de Yasuichi, me quedo contemplando a través de mi ventana el tejado de su casa, donde algunos gorriones saltan y se peléan, y me pregunto cuántas de las personas que encontramos cada día esconden tragedias -grandes o pequeñas- y, a pesar de esto, consiguen llevar adelante sus vidas, juegan, cantan, desenvuelven un trabajo, concluyen un negocio, atienden gentilmente a un cliente, escuchan los problemas ajenos y ayudan como pueden, llevan a los hijos a la escuela, van a la iglesia, al mercado, al banco, dirigen sus carros y ayudan a quien lo necesita, espantando de alguna forma sus dolores para poder continuar actuando y siendo útiles a la comunidad... La vida continúa, ajena a todos y a todo, esta es una certeza casi cruel. Nosotros pasamos por ella como un suspiro que ella mal percibe en su afán creador, pues si uno se vá, otros cien vienen después de él.
El otro día me quedé profundamente impresionada y conmovida con un niñito que está participando de un concurso de cantores infantiles hace algunos meses y que se distingue por estar siempre con una sonrisa en los labios, bromear con todos y estar siempre de buen humor. En una entrevista con el presentador, acabó revelándonos a nosotros, telespectadores y fans suyos, el drama que vive su padre, víctima de una profunda depresión por haber perdido el trabajo y y no conseguir otro para sostener dignamente a su familia. Todo parecía perdido y sin salida hasta que alguien sugirió que él empezase a acompañar la carrera del hijo (en gran parte porque no tenía nada más que hacer y para sentirse útil de alguna forma) viajando con él y ayudandolo a ensayar y a prepararse para cada presentación. El hombre, a pesar de desengañado y sin fuerzas, aceptó el desafío y ya después de las primeras semanas comenzó a mostrar señales de mejoría, disminuyendo poco a poco las dosis de antidepresivos, con lo que la situación espiritual de la familia se volvió más leve y optimista... Al escuchar al niño contar su historia, muy emocionado, y ver algunas tomadas que la cámara hizo del padre, sentado silenciosamente en las bambalinas, cabizbajo y apático, flaco y avergonzado, me quedé simplemente asombrada. Un niño tan pequeño cargando en los hombros semejante situación extrema y a pesar de ello conseguir esconderla y ser capaz de continuar adelante con tamaña fuerza y optimismo!... Mirando su carita sonriente y morena, a pesar de las lágrimas en los ojos obscuros, me pregunté de repente: ¿Cómo somos capaces de apartar hasta nuestros peores males y continuar viviendo con entereza y coherencia?¿Es algo instintivo, superior al dolor, a la tragedia, al obstáculo, a la muerte? ¿Está implícito en nuestro inconsciente, en nuestra humanidad, en nuestro instinto de sobrevivencia?... ¿Qué es esta fuerza que ilumina nuestras tragedias y es capaz hasta de transformarlas en victorias, en lecciones, en trampolines para nuevos niveles, en puertas para días mejores?... ¿Es la sonrisa? ¿La canción? ¿Es el optimismo? ¿Es el trabajo, el coraje, la rabia, el desafío?... Bueno, tal vez séa todo esto reunido en una sola palabra: Fé."!