terça-feira, 20 de janeiro de 2009

Recuerdos

De qué vivimos, a medida que el tiempo pasa, sino de recuerdos? Eso no es cosa de viejo, como podría creérse, sino cosa de historia, de experiencia, de valorización y evaluación. Cuanto más tiempo vivimos mayor es nuestro acervo de memorias para guardar y transmitir a los que vendrán después de nosotros y para llevar cuando partamos. Porque, para ser sincera, ellas son realmente el único tesoro que poseémos al final, algo que nada ni nadie puede quitarnos, la riqueza inmaterial que no se descompondrá junto con el cuerpo... Y es asombrosa su variedad, su fidelidad y el placer que nos pueden traer!.. Recordar personas y acontecimientos de nuestro pasado nos provoca una sensación en la cual se mezclan la nostalgia, la alegría, el análisis y la perspectiva, a veces el perdón, otras la revelación y la paz, unas pocas el remordimiento y casi siempre la certeza del crecimiento y del conocimiento, de la conciencia de nuestras raíces y aspiraciones, hallan sido éstas realizadas o no.
Me acuerdo del maestro zapatero, del cual siempre tuve la visión solamente de la mitad superior de su pequeño y obeso cuerpo, pues las piernas y piés estaban escondidos detrás del delantal de cuero y de la pequeña y abarrotada mesa de madera en la cual trabajaba. Recuerdo el olor peculiar de su diminuto taller, cubierto de pared a pared con estantes en los cuales se amontonaban zapatos, botas, sandalias, tamancos, zapatillas, pedazos de cuero, zuelas, bolsas de plástico, frascos con clavos y cola: era un olor donde se mezclaban el pegamento, el sudor, el cuero, la grasa, el plástico y a veces carne, arroz, papas o tallerines, dependiendo de la marmita del día... Recuerdo la enorme cúpula de metal que coronaba uno de los corredores del parque Juan XXIII, en la cual crecía, enroscada en los fierros, esa enredadera de flor de la pluma, que en la primavera se llenaba de pequeñas, delicadas y dulcemente perfumadas flores color lila, que embalsamaban todo el espacio. Me encantaba sentarme en su tronco -que con el pasar de los años se había tornado una especie de cuna-trono, grueso y lleno de nervuras y lustroso como mármol, flexible y atrayente- y desde ahí mirar a la cúpula, sembrada de hojas verdes y flores lilas, y más allá, a las nubes y los pájaros, el sol. Mil historias pasaban por mi cabeza mientras me balanceaba levemente en los brazos de la enredadera... Me acuerdo de la bruma densa que, en las heladas mañanas de invierno, cubría el enorme campo yermo que tenía que atravesar en la mañana temprano para llegar al colegio. Penetrar en ella era como salir de la realidad y sumergirse en alguna dimensión sin tiempo ni espacio, en una perturbadora incerteza, una especie de sueño que casi se aproximaba de lo peligroso. Había días -dependiendo de cuán soñolienta estuviese- en que era tomada por esa sensación alucinante de no haber despertado realmente, de haber errado del día, la hora, el planeta, y solamente cuando empezaba a divisar a lo lejos otras siluetas yendo en la misma dirección y la masa grisácea y blanca de los edificios del colelgio, finalmente volvía a respirar tranquila y a sentirme de nuevo en el mundo que conocía y del cual hacía parte... Recuerdo la casa blanca con persianas y balcón de madera rojos de Quinteros, su terraza de piedra y sillas de lona y aquellos canteros con hortensias escandalosamente grandes y coloridas adornando la cerca de troncos y las paredes laterais; recuerdo el violento viento que se levantaba todos los días al atardecer -y que era la marca registrada de la ciudad- Al verla llegar, mi hermana y yo corríamos a sentarnos en las sillas de playa de la terraza, envueltas en frazadas hasta las orejas, y nos quedábamos allí, dejando que el viento y la arena nos azotasen y penetrasen por todos nuestros poros -a pesar de las frazadas- riéndonos y viendo quién aguantaba más tiempo antes de escapar al conforto y protección de la casa... Recuerdo los caminos y las haciendas de Cholqui, las calles interioranas de Melipilla, recuerdo la plaza Ñuñoa y su casita de piedra, sus bancos de madera verdes, el átrio de la iglesia de ladrillos rojos, la gruta de Lourdes y sus santas mil veces pintadas...Me acuerdo de la escuelita donde empecé a desenvolver mi talento para el dibujo y donde tuve aulas de ballet. Había una sala con el nombre de mi abuela, Sofía del Campo, una famosa cantante de ópera, lo que significaba que, siendo su ilustre nieta, no pagaba mensualidad... Recuerdo la Casa de Cultura y sus jardines tranquilos y sombreados y sus estatuas blancas. Me acuerdo especialmente de una que retrataba a una mendiga con una niña, la mano extendida pidiendo limosna mientras trataba de protegerse del viento, un viento cruel que alborozaba sus cabellos y jugaba con sus ropas viejas y rasgadas y congelaba sus piés descalzos. La niña, encogida y de angustiada expresión, trataba de protegerse bajo los harapos de su manto. Era menor que las otras esculturas y no estaba en un lugar de destaque, sin embargo, era la que más me llamaba la atención, justamente por ser tan diferente de las demás, tan llena de vigor y veracidad, al contrario de los pretensiosos dioses, efebos y vírgenes que la rodeaban con sus cuerpos perfectos y sus expresiones vacías... Avenida Irarrázaval, Pedro de Valdivia, Vicuña Mackenna, convento de San Francisco y sus mil pájaros en constante concierto en medio de los árboles perfumados y frondosos, el convento de las Carmelitas Descalzas de Pedro de Valdivia y su pozo de piedra, las salas de visita silenciosas, siempre en penumbras, guardadas por los cuadros de los santos de la orden y las rejas cuadriculadas que separaban a las monjas del mundo exterior... La casa de la madrina -Minina, como la llamábamos, a pesar de ser, en realidad, madrina de nuestra madre- con su pequeña mampara y sus visillos blancos, el corredor de baldosas rojas, el minúsculo patio de luz donde jugábamos a la selva entre los maceteros y las ropas tendidas al sol, la tina de baño de metal blanco con sus piés de león, la cocina verde y su fogón de fierro negro, el comedor con aquella ventanita allá encima y esos cuadros horribles de animales muertos en medio de lechugas, tomates, racimos de uva o cerezas y escopetas... Calles de paralelepípedos ovales, palomas en la torre de la iglesia de los padres escolapios, la panadería de la esquina donde vendían mini-juguetes por algunos centavos, la casa de cereales y aceite en tambores en la otra cuadra, el convento de las monjas agustinas y su aire obscuro y misterioso, aquellas santas mujeres como sombras atrás de las rejas de la capilla, elevando nuestros corazones con sus voces celestiales... El kiosko de metal y vidrio, minúsculo y abarrotado con todo tipo de refrigerantes, chupetes, galletas, chocolates, latas de conserva, jabones, pan de molde, chicles, dulces, escobas, fósforos y otros artículos de "emergencia" como papel higiénico y pilas, donde íbamos religiosamente toda mañana a comprar dos botellas grandes de água mineral para el día... Son muchas cosas, es toda mi vida y podría pasar lo que aún me queda de ella escribiendo sobre todo aquello, eso dejando de lado los recuerdos que se van a acumular a cada día que pase!... El acervo del ser humano nunca está completo, pues la historia puede ser contada y recontada infinitas veces y, ya séa por las fallas de nuestra memoria o por la constante re-visita, ella siempre tendrá nuevos ángulos, nuevos detalles, palabras, miradas y gestos que pasaron desapercibidos en el momento en que las cosas sucedieron.
Las memorias son tan ricas y provechosas cuanto la observación del presente y la meditación sobre él, pues todas ellas -las memorias y la observación- siempre nos traen algún mensaje, una lección, algún tipo de crecimiento necesario para seguir adelante y luchar por nuestro perfeccionamiento.

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