sábado, 22 de agosto de 2015

"Hay que celebrar"

    Bueno, y como la inspiración sigue a todo galope, esta semana hay más cuentos. Esperamos la lluvia y el aire frío y limpio junto con la llegada de mi hijo el próximo fin de semana, entonces ya les aviso que probablemente no habrán crónica ni cuentos ¡porque vamos a estar paseando y pasándolo muy bien!... Pero no se preocupen, porque todo volverá a lo normal la semana siguiente, entonces, ¡ténganle un poquito de paciencia a esta mamy chocha!... Y aquí va la de esta semana, bien cortita, pero poderosa:



    Definitivamente, hay que celebrar, hay que celebrar y alegrarse. Hay que vivir cada día plenamente, y esto no significa hacer grandes cosas, salvar al mundo, descubrir la cura del cáncer, donar una fortuna a alguna causa noble. No, basta vivirlo con consciencia y gratitud, con optimismo y coraje. No hay que andarle buscando las cinco patas al gato, temiendo cosas negativas, dejándose llevar por el pesimismo y las apariencias. Nuestra cuota de problemas ya está llena, ¿para qué malgastar energía y creatividad inventándole más?... Lo que tenemos es lo que precisamos en este momento, y si lo aumentamos o mejoramos es porque era el momento de hacerlo, y vice versa. Donde estamos, lo que somos y poseemos son lecciones aprendidas, procesos. Todo debe llevarnos a la comprensión, en algún momento, para que así podamos dar el siguiente paso en nuestro crecimiento.
    Por eso hay que celebrar y agradecer siempre, hay que estar atento, dos veces despierto, preparado para "el buen combate", del cual siempre saldremos victoriosos.




sábado, 15 de agosto de 2015

"Asuntos pendientes"

    Y después de un breve intervalo por causa de la cirugía de mi hija -a quien hora estoy dedicada a regalonear, por lo menos hasta el mañana- estoy de vuelta, inclusive con cuentos nuevos mañana. Gracias a Dios todo salió bien y ella está empezando a sentirse mejor y eso es lo que realmente importa... ¿Caro? ¿Barato?... ¿Qué es eso para una madre que sólo desea el bien de sus hijos?... Estoy feliz y aliviada, porque no hay nada peor para uno que sentirse impotente frente al dolor de un hijo. Y con esto, la inspiración ha regresado, entonces, ¡aquí voy!...



    Veía el otro día una película sobre la historia de cinco mujeres con cáncer y la manera en que cada una lo enfrentaba. Unas sobrevivieron, otras no. Pero lo que todas tenían en común era el deseo de estar bien con aquellos que los rodeaban: familia, padres, amigos, hermanos. Lo más importante, en un cierto punto, no era lo que poseían, lo que habían hecho o podrían hacer o lograr en el tiempo que les quedaba, sino las relaciones, el cariño, la sinceridad, la compañía y el consuelo y apoyo de los demás.
    No ha sido la primera vez que he visto historias así, y todas coinciden en el mismo punto: la importancia del amor cuando se llega al fin, sea por una enfermedad o por el proceso natural de la vejez. En esos momentos, todo lo demás pierde importancia. Concertar los asuntos del corazón y del espíritu y rodearse de personas que se ama parece ser vital. Es decir, si ellas ya son importantes cuando estamos sanos y somos jóvenes, qué decir si somos afectados por una enfermedad terminal o llegamos a la edad en que empezamos a depender de los otros.
   Es hasta divertido ver cuánto luchamos a lo largo de nuestra vida para tener cosas, para realizar acciones importantes que, al final, pueden no significar nada si estamos solos o tenemos asuntos pendientes con alguien. Hacer y poseer es bueno, desde que tengamos con quien compartirlo, sobre todo al final de nuestra vida.

domingo, 2 de agosto de 2015

"Fachadas"

    Aprovechando este día lluvioso al lado de la estufa, voy a sentarme a escribir porque ya tengo algunos otros cuentos en la cabeza. Hoy habrán otros tres para que ustedes también se sienten al lado de la estufa a leer, con una tacita de té y unas tostadas. ¡Vayan a pazaldunate-historias.blogspot.com y pásenlo bien!
    Y por ahora, aquí va la crónica de la semana, un poco más larga que lo habitual. Debe ser el frío y la lluvia que me inspiran...


    Y al final, era pura fachada... Pero cuando yo pasaba, dos o tres cuadras más abajo, y  miraba, e veía realmente impresionante con sus dos torres coloniales y su campanario coronado por la bella cruz de metal trabajado. Debía ser una cosa linda por dentro, llena de reliquias, conservada como patrimonio histórico de la ciudad, con baldosas, pilares, altares y estatuas originales. Al vez hasta tuviera un púlpito de esos de madera labrada y el techo pintado a mano con imágenes de santos y ángeles... Todas las veces que pasaba por la esquina y distinguía sus torres al fondo, gallardas  e imponentes entre los edificios modernos y el tráfico ensordecedor, me decía que planearía una visita especial, con tiempo suficiente para disfrutar cada rincón y hasta sacar algunas fotos para postear en mi face y mostrarle a mis amigos las bellezas bien conservadas de Santiago.
    Demoré, pero finalmente me organicé, hice la siesta más corta y fui a conocer la iglesia de Santa Ana. ¡Debía ser importante, ya que hasta una estación del metro habían construido, con salida a la puerta del atrio de la iglesia!... Cuando llegué, me encontré con una simpática y florida plazoleta junto al patio de la parroquia, cercado por una reja verde. Viéndola así, más de cerca, parecía bastante maltratada, con la pintura descascarada y las paredes enmohecidas. La puerta por la que entré estaba opaca y arañada, un poco chueca. Tal vez estaba medio descuidada porque era una puerta lateral, pensé, mientras adentraba, finalmente, en aquel baúl de tesoros.
    ¡Pero qué decepción me llevé!... Por dentro daba la impresión de que uno había entrado al lugar equivocado... No había nada: ni santos, ni altares, ni pinturas o candelabros, no había púlpito, obras de arte en el techo, columnas labradas, baldosas originales... Apenas bancos de madera burda, altares vacíos, quebrados, parches de yeso blanco en las paredes, cables eléctricos cruzando la nave entras, unas luces hechizas que le daban un aire tétrico al recinto. No había un altar mayor con una cruz o alguna imagen sagrada, apenas un mesón tosco cubierto con un paño blanco ordinario, sin bordados, sin flores, y al fondo una pared de madera beige que no llegaba al techo -donde estaba pegado un afiche sobre las misiones y las vacaciones. Atrás, aparecía una red negra cubriendo el espacio entre la pared de compensado y la bóveda. Más atrás, las siluetas de algunos andamios... Yo estaba desolada, pero al ver los andamios y las armazones de metal, me di cuenta de que estaban arreglando la iglesia, entonces tal vez todo aquel vacío, aquel desorden y precariedad se debiesen a eso. No era el momento de visitarla, de querer encontrar belleza, historia, arte. Tendría que esperar un poco y, a pesar de la decepción, salí de allí pensando que, con certeza, valdría la pena y toda esta fealdad sería olvidada cuando el trabajo estuviera terminado.
    Pero también salí reflexionando sobre otras cosas. ¿No hay a veces personas que se parecen a esta iglesia?... Una fachada imponente, pero con el interior vacío y remendado, lúgubre, sin nada a ofrecer a no ser lo básico. ¡Qué decepción nos llevamos entonces! Damos media vuelta y abandonamos a esa persona sin pensar que -como la iglesia de Santa Ana-  ella podría estar en reforma, podría tener arreglo, podría quedar bella y acogedora. Todo esto si alguien decidiera invertir en esta remodelación. Las personas a veces pasan por procesos que desconocemos y para los cuales no tenemos la paciencia o la compasión para descubrir y participar. Nadie diría -por la fachada- que la parroquia estaba con tantos problemas. Sólo entrando para darse cuenta y, en vez de retirarse, permanecer para ayudar, como aquellos feligreses que participaban de la misa ese domingo en que yo fui.
    Sí, hay que entrar, hay que asustarse, conmoverse, decepcionarse, pero luego hay que respirar hondo y disponerse a ayudar, pues sólo así la construcción no se derrumbará.