sábado, 25 de agosto de 2012

Nuevas historias

    Las manifestaciones estudiantiles continúan, ensuciando y poluyendo la ciudad, llenándola de gritos, carteles, piedras y palos, de grupos que correm, escapando del gas lacrimógeno, de sirenas, guanacos e buses policiales. Nadie dá el brazo a torcer. "Negociación" parece una palabra obscena, "desorden e intransigencia" son las órdenes del día... Y nosotros aquí, pagando el pato, teniendo que quedarnos encerrados por causa de estas marchas -que más parecen ataques de hunos- tosiendo y estornudando, perdiendo paséos, películas, reuniones, exposiciones o simplemente, una linda tarde de sol en la Plaza de Armas... No entiendo, ¿cómo estos jóvenes esperan conseguir alguna cosa con ese tipo de comportamiento? ¿Cómo no toman cuenta de su propia gente, de sus propios ideales? ¿Por qué dejan que extraños los conviertan en villanos? ¿Por qué continúan si saben lo que vá a suceder?... Al final, con tanto jaléo, van a terminar ganándose el repudio de la ciudad. Créo que sería mejor que pensaran un poco más en sus métodos, para que puedan hacerse oír claramente y no en medio de sirenas, bombas, piedrazos y paredes rayadas...
    Y después de haberme desahogado, y antes de que me explote una bomba en el trasero, voy a postear la crónica de esta semana, entre un estornudo y otro...


    El hombre pasó por mí silbando alegremente, andando con pasos rápidos y enérgicos para espantar el frío, dejando un rastro tenue de colonia atrás de si. Vestía un abrigo negro, guantes y bufanda grises, un sombrero verde musgo y zapatos gruesos y brillantes. Tenía las mejillas rojas por el frío y a medida que silbaba, nubes de humo salían de su boca y sus pequeños ojos soltaban breves chispazos de luz... Inmediatamente, siguiendo mi costumbre, yo me pregunté: "¿De dónde será que está viniendo? ¿Por qué silba tan contento? ¿Tiene prisa para llegar a algún lugar o para encontrar a alguien importante? ¿O sólo está tratando de mantener el cuerpo caliente?"... Volví la cabeza para verlo alejarse y me dije, instintivamente: "Aquí debe haber alguna historia interesante"... Y cuando percibí esto, de repente fué como si un universo entero -que hasta ahora había estado medio intimidado- se abriera delante de mí. Pestañeé y me detuve, mirando a mi alrededor, percatándome de aquella multitud infinita, agitada y eclética que ocupaba las veredas, las ventanas, las tiendas, los restaurantes, los autos, los buses, que se sumergía en las escaleras del metro o emergía por ellas como un río interminable. Todos viviendo sus vidas, contando sus historias... ¿Cuántas de ellas habría en esta ciudad?... Tuve que cerrar los ojos y respirar hondo, tanto fué mi choque al darme cuenta de la respuesta. Los contemplé durante un largo momento, maravillada y espantada al mismo tiempo, tratando de identificarlos, de reconocerlos, pero ellos se alejaban y desaparecían como los granos de arena de un desierto. Más parecían pasajeros, visiones breves e inexpugnables, un enmarañado imposible de detener. ¡Cuántas vidas transcurrían al mismo tiempo! Todas distintas, especiales, originales, valiosas. ¿Cómo podría descubrir sus personajes? ¡Difícilmente encontraría dos veces a una misma persona en la calle!... Entonces me dí cuenta de que si pretendía continuar escribiendo -fuera en mi diario o en este blog- iba a tener que ejercitar y mejorar mucho mi percepción, mi atención, mi sensibilidad, mi caminar por entre este nuevo universo humano, pues las posibilidades que me ofrecía eran inconmensurablemente mayores, y la mayor parte de las veces dispondría de un solo encuentro para descubrir y deducir alguna cosa, para decifrar la enseñanza y llegar a una conclusión. ¡Caramba, iba a tener que esforzarme de verdad! ¡Sería un desafío tremendo!.
    Primero me pareció una empresa medio absurda, más bien dicho imposible, pues todavía me sentía atropellada, vapuleada y medio asustada por esta sobredosis de "urbanidad", de modernismo y velocidad, por tantas opciones y tamaña diversidad. Todavía me mareaba tanta gente, tanta agitación, tenía recelo de perderme en medio de todo ese ruido y de esa variedad inagotable de rostros, voces, colores y olores (bueno, tengo que admitir que aún me aturde un poco) ¿Cómo, entonces, sería capaz de abrir mis sentidos hacia alguien en particular? ¿Podría distinguir a una sola persona y enfocarme en ella? ¿Qué es lo que me atrairía, si es que conseguía distraerme de todos los demás? ¿Y si, por fijarme en uno, perdía a otro? ¿Cómo sabría cuál escoger, quién me traería la mejor lección?... "Bueno", pensé "No puedo ser gananciosa y pretender prestarle atención  a todos. Supongo que deberé dejar que mi instinto me guíe y así restringir mis opciones." Y también suponía -y esperaba- que el destino, como siempre, haría su parte destacando de alguna forma, interna o externa,  y en el momento justo, a la persona de la cual debería extraer una enseñanza... Esto me tranquilizó bastante, pues entendí que lo que debía hacer era relajarme y volver a conectar mis "antenas" (que en este último tiempo anduvieron medio en cortocircuito) abrir los sentidos y, como siempre, mirar a mi alrededor. Los personajes aparecerían, junto con sus historias y sus lecciones. Todas las personas, en cualquier lugar o situación, merecen ser observadas, sin embargo, siempre existirán algunas que estamos destinados a encontrar y contemplar más detenidamente, que traen un mensaje sólo para nosotros que, inclusive, puede cambiar nuestra vida. Nosotros y los otros siempre tenemos algo que decirnos mutuamente, se los aseguro, sólo hay que prestar atención. Esto es lo importante, estar dispuesto y abierto, sin despreciar ninguna oportunidad, por más banal que parezca, para que estos encuentros acontezcan, sin y olvidar tampoco que tal vez otros tengan este mismo encuentro marcado con nosotros y que no podemos falar a él.
    Ahora tengo certeza de que llegué, de que estoy aquí, porque nuevas historias están apareciendo, mis cuadernos están llenos de apuntes, siento que ellas me rodéan, me hablan, me invaden. Soy parte de estos acontecimientos, ya estoy entrelazada con esta vida, así como llegué a tener una intimidad todal con la vida en Brasil... Pero ahora me doy cuenta de que, definitivamente, salí de allá.

quarta-feira, 15 de agosto de 2012

Otro tipo de música

    El invierno continúa, gana fuerza, y las lluvias se dejan caer sobre la ciudad, mansas, persistentes, dóciles. Aquí no es como Brasil, que cuando llueve parece el fin del mundo. La lluvia es más civilizada. El cielo está cerrado y las estufas encendidas, no dan muchas ganas de salir por ahí. Nos cambiamos de departamento para escapar del ruido infernal de la construcción que crecía junto a nuestra ventana, estuvimos casi una semana sin água caliente en el edificio y estoy empezando a resfriarme... Sin embargo, nada de esto disminuye mi felicidad y mi paz. Ni siempre tenemos días fáciles -en realidad, se dice que tenemos más días difíciles que fáciles- pero esto no debe desanimarnos porque ellos no son castigos, sino lecciones. Así como sabemos que la primavera llegará y transformará el paisaje, así también debemos recordar que nuestro espíritu se sobrepondrá a todas las dificultades y saldremos adelante... Por qué digo esto? Pues porque yo misma andaba medio angustiada con mis propios asuntos, medio escasa de fé y de optimismo y ahí, cuando pensaba que todo iba a salir errado... plim! el destino le dá la vuelta a la página y acá estoy, llena de aliento y optimismo nuevamente. Muchas fichas cayeron en estos dos últimos días y a pesar de que este momento fué bien difícil, tenía a mi hija para escucharme, sostenerme y enjugar mis lágrimas... Parece que una puerta se abrió y dimos otro paso  en nuestro camino hacia la nueva vida definitiva.
    Y aprovechando que no empezó a llover fuerte todavía, aquí postéo la crónica de la semana. Un poquitín atrasada, mas...


    El papá abría lentamente el viejo mueble donde guardaba su preciosa colección de discos y permanecía durante algunos momentos escogiendo minuciosamente los LP que iría escuchar durante la próxima hora. Ojos fijos, entrecerrados, mirada concentrada, como tratando de acordarse del contenido de cada disco, sus dedos recorrían las filas e iban separando ceremoniosamente, casi con reverencia, los autores y sus obras inmortales: Beethoven, Mozart, Wagner, Madame Butterfly, Carmen, Ravel, Benny Goodman, Gershwin, Louie Armstrong... Una vez escogida la selección -siempre eclética y elitizada- colocaba los discos cuidadosamente, uno encima del otro, en el soporte del tocadiscos (lo que en esa época era una tremenda novedad, pues podían escucharse varios discos sin tener que levantarse para cambiarlos) ajustaba la velocidad y limpiaba la aguja en el brazo mecánico con movimientos suaves y meticulosos, dejaba el volumen en una altura agradable y finalmente se dirigía hasta el sofá de la sala, donde acomodaba los cojines, para tenderse cómodamente en él, cubierto por aquel viejo poncho de listas grises y blancas. El ritual había terminado... Entonces, cerraba los ojos y se quedaba en beatífica espera... El primer disco se desprendía del brazo con un leve zumbido y caía delicadamente sobre el plato que giraba. Mi papá soltaba un profundo suspiro de placer  anticipado y esbozaba una sonrisa de la más pura felicidad.
    La música empezaba a tocar, se elevaba, se abría, se deslizaba, invadiendo cada rincón de la casa. Pocos momentos después escapaba de allí y se esparcía por el resto de la casa como un perfume al que nadie conseguía quedar inmune.
    Y yo, metida en mi pieza leyendo o escribiendo, lavandome los dientes en el baño, sentada en la escalera negra que daba al patio o mismo en el hall sin hacer nada en particular o jugando con el perro o uno de nuestros gatos, percibía esos sonidos tomando cuenta lentamente del ambiente, mientras mi papá parecía arrebatado en algún tipo de éxtasis totalmente incomprensible para mí. Porque, ¿qué tanto le encontraba a esa música? ¿Cuál era la gracia? ¿Por qué se quedaba como en transe tendido ahí?... Los acordes tristes y solemnes del "Claro de Luna", de Beethoven, o el modernismo de Gershwin y hasta la alegría llena de ritmo de Louis Armstrong, la grandiosidad de Wagner y el dramatismo de "Madame Butterfly" no hacían el menor sentido para mí. Peor, llegaba un momento en que se volvían completamente insoportables, pues para mis oídos vírgenes sonaban como un montón de acordes  sin orden ni concierto, sin ninguna armonía o lógica. Parecían los delirios de algún alucinado a quien tenían el topete de llamar de "genio"... Al poco tiempo de estar oyendo estas cacofonías absurdas, me sentía tan irritada que cerraba la puerta de mi pieza, o me iba al fondo del jardín, o me largaba a la calle a dar vueltas hasta que ese concierto extraterrestre terminara... Pero antes de salir, cuando pasaba por el hall, le echaba una última mirada de curiosidad y desconcierto a mi papá, que continuaba tendido en el sofá, ajeno a todo y a todos, aparentemente abstraido por completo por esta música, y no podía dejar de preguntarme cómo era que ese montón de sonidos absurdos y desconectados podían proporcionarle semejante transe de felicidad y paz...
    Bueno, durante mucho tiempo aún continué siendo obligada a escuchar pasivamente estas sesiones musicales de mi papá, sin entender el encanto, la serenidad y el placer que le provocaban... Las notas seguían flotando, chocando, mezclandose sin coherencia alguna, subiendo y bajando, instrumentos locos ecoando en mis oídos como una tortura... Hasta que un día -no sabría decir exactamente cuándo ni cómo, calculo que como el resultado de algún tipo de proceso inconciente y constante dentro de mi cerebro- así, sin más, la séptima sinfonía de Beethoven penetró por mis oídos y, voilá!: la combinación de los tonos y los instrumentos, de los acordes, tuvo sentido, empezó a mostrar alguna lógica. Súbitamente, la trompeta de Louie Armstrong o el piano de Lizst parecieron entrar en un misterioso y agradable acuerdo con el resto de los instrumentos. Los pasajes, las áreas, las armonías, los tonos, la delicadeza o la fuerza  de algunos arreglos comenzaron a mostrar algo más, a tocar alguna fibra hasta entonces desconocida dentro de mí. Los caminos de las música se mostraron sorprendentes y deliciosos, y ella empezó a mostrarme sus sutilezas, sus trucos, sus intenciones... Entonces pasé a no huír más de ella. A veces haciendo un poco de esfuerzo inicial, ya no cerraba la puerta, no salía al patio, me quedaba en la sala con cualquier excusa  e, imitando al papá, me sentaba en el sillón y cerraba los ojos, relajaba el cuerpo y vaciaba mi mente de todo lo demás que no fuera el sonido saliendo del tocadiscos, abría algún tipo de puerta, de túnel, construía un puente por el cual las notas se acercaban y entraban, invadiendome por completo. Respiraba hondo y entonces me decía, admirada y emocionada: "¡Entonces esto es la música! ¡Esto es lo que despierta dentro de quien la oye!"... Y no me cansaba del milagro constante e inagotable en su diversidad que algunos humanos habían sido capaces de, generosamente, crear para nosotros. Ahora entendía el ritual de mi papá, su expresión de paz, de felicidad. Hacía mucho tiempo que él había aprendido a escuchar. Yo estaba empezando ahora y, en un segundo, pude preveer cuánto podría crecer y aprender, cuánto podría compartir y enseñar gracias a este don recién descubierto: escuchar.
    Después, cuando la música ya formaba parte indivisible de mi existencia, descubrí que no sólo poseemos la cualidad de oír y apreciar las melodías, mas también -a través de mi trabajo en el teatro- las palabras, el sonido y el desahogo de los otros. Podemos escuchar sus historias, sus idéas, sus planes, sus sueños. Podemos escuchar sus tristezas, sus frustraciones, sus resentimientos... Digamos que es otro tipo de música, a veces triste, a veces alegre, furiosa, divina, pero siempre verdadera, que necesita ser oída, así como prestamos atención al canto de los pájaros, al toque del teléfono, al silbido de un galanteador, al arrullo del mar. La voz del ser humano en todas sus tonalidades e idiomas forma parte de la sinfonía de la vida. No podemos ignorarla. Tenemos que aprender a oírla, a interpretarla, a asimilarla, pues si la música nos transmite y despierta en nosotros cosas tan profundas y verdaderas, ¿qué diversidad maravillosa podremos descubrir en la voz que nos habla?.
    Aprendamos, pues, a escucharla, a acogerla, a comprenderla y abrazarla. Al principio puede parecernos desafinada, extraña, podemos no tener la paciencia y la sensibilidad para entenderla y aceptarla porque no estamos acostumbrados a prestarle la debida atención, sin embargo, y tal como me sucedió a mí con la música que mi papá oía, en algún momento, si insistimos y nos deshacemos de los preconceptos y de la pereza, llegaremos a comprender y disfrutar cada palabra, podremos sacarle provecho y -quién sabe- un día nuestras propias palabras, habladas, escritas, cantadas, serán apoyo, consuelo y ejemplo para los demás.


quarta-feira, 8 de agosto de 2012

Una de esas señoras

Este negocio de cumplir años no es fácil, créanme, sobre todo cuando uno pasa los 50. Cumplí 56 el sábado 4 y salí para celebrar con mi hija y mi hermana. Algo modesto, alegre y relajado. Nada de fiestas, regalos caros o un millón de amigos, tan sólo un almuerzo chino, una película y un paseo por estas calles fascinantes bajo un sol sorprendente para esta época del año. Menos mal, porque siempre llovía o hacía un frío tremendo en mis cumpleaños! Hasta en esto las cosas son mejores aquí!... Conversamos las tres, compramos algunos juegos -scrabble, dominó y sinónimos y antónimos- y así nos pasamos el resto de la tarde, jugando como cabras chicas, riéndonos y conversando tonterías y temas profundos. Uno de estos temas, claro, fué sobre la vejez y la muerte, que no pudo escapar de nuestras mentes porque, claro, uno se pone más sensible a medida que se hace vieja, porque se dá cuenta de los achaques y las limitaciones que empiezan a aparecer, de la falta de disposición, del estómago delicado... Sí, definitivamente, como dice mi hija, el tiempo pasa y uno no se pone más joven, esto es algo que hay que aceptar.
Cuando me fuí a acostar aquella noche, demoré para dormirme porque me quedé reflexionando sobre esto, y al día siguiente decidí escribir al respecto, cosa que me llevó a algunas conclusiones bien interesantes.

Vejez. Decadencia. Muerte... Cómo lidiar con estas perspectivas asustadoras que se acercan inexorablemente? Son verdades absolutas, naturales -mismo que luchemos tanto contra ellas y tratemos de disfrazarlas con un arsenal de cremas y cirugías- y nadie consigue escapar de ellas. Todos los días me cruzo con personas viejas en todos los lugares, las saludo, converso con ellas, las observo en sus actividades, y no puedo evitar preguntarme cómo será que están lidiando con esta situación, si están saludables como parecen, si tienen miedo, si algo las inquieta. Será que algunos, en verdad, no tienen -o no quieren tener- una conciencia real de que el tiempo pasó -y continúa pasando-  y de que no son más los mismos? Será que se resienten de los achaques, las pérdidas, de tanto remédio, de la fragilidad, de la dependencia que vá instalandose subrepticiamente en sus existencias? Tienen noción de la lenta e inexorable decrepitud que se avecina?... Pues parece que algunos no, porque continúan sus vidas como siempre, alegres y dicharacheros, bien dispuestos, optimistas y llenos de planes para el mañana. Y yo estoy convencida de que soy uno de ellos porque, sencillamente, no consigo verme vieja, porque no me siento vieja y anticuada, averiada, separada de la sociedad. No niego que a veces me asaltan algunos relámpagos de conciencia (sobre todo desde que entré en la menopausia. Nadie se lo merece! Menos mal que existe la reposición hormonal!) sobre mi propio envejecimiento, sobre la muerte, las enfermedades que pueden aparecer todavía. Sin embargo esto no llega a angustiarme o a arruinar el placer, el optimismo y la felicidad que siento en estos momentos. Sé que la muerte es el fin, pero en realidad,es la forma en que vamos a llegar a ella lo que nos asusta. Sin embargo yo, personalmente, todavía no me siento lista para parar y pensar en ello. Para qué anticipar una angustia?
Por el momento, soy una de esas señoras que piensan que tienen toda la vida por delante para crecer, aprender, producir, disfrutar y compartir. Una de esas señoras que queren ser saludables, creativas, útiles, integradas, optimistas y muy activas. Señoras capaces de recomenzar después de los 50, capaces de continuar soñando y construyendo, ayudando, inventando, haciendo la diferencia. Esta señora soy yo, independiente y feliz, ansiosa por lo que el futuro me depara, sin importar si la vejez y la muerte me esperan. No pretendo detenerme para ponerme a rumiar esto. Quiero que estas cosas sucedan mansamente, de forma natural y serena,sin luchas, que vayan penetrando en mi día a día sin estruendo, sin aspavientos, como una caricia del tiempo y del destino, una llamada desde la eternidad que espera por mí. Quiero entrar en ella, sí (hasta porque es imposible no hacerlo) pero no pretendo irme antes de tiempo, porque no quiero vivir esperando la muerte, la decrepitud, el miedo. Quiero morir viviendo aquí, ahora. Solamente así estaré verdaderamente lista cuando mi hora llegue.