sábado, 25 de julho de 2009

La callejuela

Ayer fué un día feliz, lleno de encuentros, palabras, miradas y sorpresas que sólo llenaron mi corazón de ánimo y fé, pues me dí cuenta de que basta decir "Sí" y enfrentar lo que nos toca con disposición y optimismo para que todas las nubes obscuras, resentimientos y recelos simplemente se evaporen... Fuí de sorpresa en sorpresa -o debería decir "milagro"?- sintiendome cada vez más leve y grata, más animada y llena de inspiración. Estaba, literalmente, en las nubes!... Hasta que tuve que decirle algunas cosas a alguien a quien amo mucho, sabiendo que lo haría sufrir, pero incapaz de esconder la verdad... Y hoy estoy así, angustiada y arrepentida -mismo conciente de que no decir nada podría causarle un sufrimiento mayor a esta persona- luchando contra el sentimiento de culpabilidad y recelo que flota sobre mí como una sombra. Trato de recordar el día de ayer, todos los regalos que recibí, los encuentros que tuve, los descubrimientos que hice, el corazón liviano y feliz, pero no está siendo fácil. Parece que la tristeza es siempre más pesada y poderosa que todas las alegrías y nos hace olvidar en un chasquear de dedos todas las cosas positivas que nos suceden... Entonces, llego a la conclusión de que, cuando se tiene un día como aquel, pleno de pequeñas felicidades que nos santifican y nos renuevan, tenemos que disfrutarlos y guardar en la memoria y el corazón todos sus pequeños detalles para poder apoyarnos en este recuerdo en los momentos difíciles. Tenemos que estar atentos a estos episodios, pues son breves y raros, como tesoros sin precio que nos sostienen en las horas negras. Espero que el milagro de ayer pueda sobrepujar la tristeza de hoy, pero mismo que esto no suceda, sé que todo lo que ocurrió y me llenó de felicidad aún está dentro de mí, vivo y real, y que será ciertamente un farol en mis noches obscuras.
Y es recordando uno de esos tantos capítulos tan especiales con los que Dios adorna mi vida que posteo la crónica de hoy.

Doblo la esquina, tomo un largo aliento y empiezo a subir la calle, travando una lucha de puro heroísmo contra el viento helado que avanza contra mí y se mete cruelmente por cada rendija de mi ropa... Es muy temprano y en mi camino encuentro estudiantes yendo al colegio, autos apresurados con choferes de cabello mojado y perfume de loción de barba, recicladores empujando sus carritos y haciendo una animada fila delante de la usina de reciclaje, que todavía no abre. Mientras esperan, cuentan sus peripecias y comparten una botella de vino barato y un paquete de galletas, de las cuales sus fieles e inmundos perros reciben también su parte... En el final de la calle por la que subo, encogida y con el corazón acelerado, véo la carretera y los galpones de las pequeñas empresas del otro lado, camiones estacionados, un grupo de personas tan encogidas como yo debajo del mesquino techo del arruinado paradero del bus, ciclistas y pedestres dirigiendose a sus trabajos, más niños y adolecentes a camino de la escuela, perros arriesgando la vida entre parachoques y neumáticos amenazantes, vehículos llenos y un mar turbulento y ensordecedor de vehículos que parece no tener fin. De un lado y de otro vuelan, como enloquecidos, bocinando, chirriando las ruedas, zigzagueando, ultrapasando, amenazando a los peatones sin el menor escrúpulo desde sus monstruos motorizados, sintiendose dioses cuyas prioridades son la cosa más importante en este mundo... Abismada delante del espectáculo, me detengo por algunos segundos y contemplo aquel caos tan cerca de mí, preguntandome fugazmente cómo conseguimos existir y dividir el espacio con toda esta polución, esta agresión, esta prisa fuera de control. Sin embargo, no tengo tiempo ni disposición para buscar alguna respuesta. El mundo se transformó en esto mismo y lo mejor que podemos hacer al respecto es tratar de mantener nuestro pequeño espacio personal limpio de todo aquello, cada uno a su manera. De repente, si un día juntamos todos esos espacios podríamos tener un mundo perfecto, o por lo menos uno mejor... Suelto un suspiro, preguntandome cuántos de esos pequeños territorios serían necesarios para cambiar la historia de la humanidad, y retomo mi caminada. Avanzo algunos metros más y finalmente doblo en la próxima calle. Es una callejuela estrecha y sorprendentemente silenciosa, de solamente una quadra , flanqueada por pequeñas casitas populares de rejas y muros antiguos, jardines algo desorganizados y autos modestos metidos casi con calzador dentro de los garages llenos de plantas y sillas de plástico. Algunos ostentan enormes árboles que cubren la casa casi completamente, como gigantes protectores. En la mayoría de ellos hay columpios hechos de cuerda e neumáticos, mensajeros de viento y aquellos bebedores para colibrís que parecen margaritas o rosas... Perros viejos y muy limpios huyendo del frío echados al sol, que apenas anuncia su calor, radio prendida, olor de porotos, de carne -probablemente alguna marmita siendo preparada- voces animadas, el aroma del café y del pan acariciando la vereda, saludos de una ventana a la otra... En aquel pequeño y modesto pedazo de paraíso todos se conocen, pues viven allí desde siempre. No hay niños -fuera los nietos que aparecen en los fines de semana- entonces el ambiente es sereno y lleno de una acogedora rutina que llena los días de paz y certeza. Voces bajas, gestos más lentos, conversaciones banales, pequeñas novedades, a veces un rosario al anochecer, un intercambio de recetas, el lavado de la vereda... Está la pareja de japoneses, ya muy viejos, que viven en la casa de la esquina y que coleccionan todo tipo de diarios y revistas. Tienen una antena de televisión en el tejado, pero por lo que parece, ambos prefieren sentarse cómodamente en los sofás gastados de la minúscula y atollada sala y, escogiendo minuciosamente entre sus tesoros, pasar el tiempo libre leyendo. Está el ejecutivo, ya maduro, que vive en la otra esquina y que todas las mañanas, después de sacar su pequeño automóvil del garage -que también es el área de servicio- arregla cuidadosamente las sillas de metal, alineandolas contra la pared, enchufa la máquina de lavar y pone el tapete en la puerta de entrada para solamente después entrar en el carro y salir. Está la numerosa y algo desorganizada familia de la casa en el final de la calle, donde siempre hay alguien entrando o saliendo, bicicletas en el portón y ropas colgadas para secar: muchos pantalones, sábanas y toallas, zapatillas, calcetines y camisas, lo que me indica que hay una mayoría masculina viviendo allí, fato que explica la falta de orden, de plantas y de cortinas en las ventanas... Está la vieja señora y su viejo perrito, ambos de pelo ya blanco y andar lento y un poco inseguro, que cultiva café en el jardín del frente y lo tuesta en el pequeño horno de ladrillo y metal en el fondo de la casa, impregnando la calle con el delicioso aroma de los granos girando dentro del recipiente. Ella está siempre conversando con el perro, contandole las novedades, preguntandole cosas, comentando las noticias de la televisión, secreteandole sus planos y sentimientos; y él la escucha sin pestañear ni quitarle los ojitos, ya empañados por las cataratas, meneando la cola y siguiendola por todos lados, alegre y satisfecho por saberse su único y fiel confidente... Y está la casita verde en la cual, acabé de descubrir, vive "Patitas", un perro mezcla salchicha y vagabundo que, al menor descuido, escapa para deambular por la vecindad, lleno de energía y buen humor, anunciando siempre su presencia por el ruido de sus patitas en el asfalto (por eso le dí ese nombre, pues no conozco a sus dueños entonces no sé cómo se llama) En la casa del lado vive ese señor alto y corpulento, ya de edad, rostro afable y gruesos anteojos, que está siempre trabajando en el jardín, podando una rama aqui o cavando un cantero allí, aserruchando el árbol de la vereda del frente para que nadie se golpée la cabeza al pasar, colgando una orquídea nueva en la terraza o pasando una mano de tinta en el muro manchado de lluvia. Bien temprano pesca la tijera de podar, la lata de tinta o el hazadón y ya está allí fuera, mirando con aire crítico su última obra, a veces con un vaso de água o café en una mano y una gorra del Colo-colo en la otra...
Es apenas una calle, una callejuela estrecha y callada que casi nadie debe conocer, insignificante comparada con el tamaño de la ciudad, con pocos habitantes, todos viejos y aparentemente sin gracia, sin nada que dicer o enseñarnos a nosotros, que vivimos en el mundo fuera de esta callecita que parece sacada de algún libro, un mundo agitado y siempre lleno de novedades, de competición, de poder y luchas, ruidoso, vertiginoso, feroz, insensible... Una calle vieja y anónima que me recibe todas las mañanas cuando doblo la esquina, todavía asustada por la visión casi infernal de la carretera y su movimiento insano, y me abre sus brazos tranquilos y amigos, una calle donde me siento acompañada, segura, equilibrada, donde encuentro personas verdaderas y simples llevando sus vidas pequeñas pero plenas. Esta cuadra me coloca de nuevo en lo que debería ser el mundo real, la vida real, las personas reales, pues su experiencia y su solidez, las opciones de quien vive en ella provienen de historias ricas y simples que serán vividas hasta el último momento con la misma honestidad y llaneza de hoy.
Las casas, los árboles, las vereda los olores, los gestos y las voces no significan solamente compañía y solidariedad mútua entre estos vecinos, sino también un trago de renovacicón y lucidez en el inicio de cada uno de mis días.

segunda-feira, 20 de julho de 2009

El mejor amigo

Esta semana anduve viendo algunas cosas que me dejaron tan furiosa que decidí escribirlas aquí en vez de salir por ahí arrojandole piedras a algunos monstruos... Porque, créanme, existen un montón de ellos sueltos por ahí! Y así, de la misma forma en que tengo un altar para mis santitos anónimos, tengo también un purgatorio para estas criaturas despreciables, que merecerían un buen castigo para ver si aprenden -o vuelven- a ser a ser personas con un corazón latiendo en el pecho... Juzguen ustedes mismos y véan cuántas veces ya se encontraron con las escenas que relato en esta crónica. Y díganme si no les dan ganas de hacer algo radical al respecto.

Si existe una cosa que me enfurece más allá de cualquier límite o descripción, es ver un perro amarrado o, peor aún, cuando está amarrado en condiciones miserables... Cadena enmohecida, de más o menos un metro de largura, enroscada en un poste en el pátio pelado, sin una sombra para protegerse del sol calcinante del verano y ni un abrigo contra el frío y la lluvia del invierno, sin plato para el água o la comida, que son tan sólo sobras ácidas e infestadas de hormigas desparramadas por el suelo, y el perro ahí, rehén, inmóvil bajo el sol y la lluvia, en el frío, sin posibilidad de moverse, de cambiar, de escapar de la tortura de la intemperie, de la sed y el hambre, de la ausencia de una voz amiga o de una caricia. Libertad vedada por el capricho deshumano de aquel que se dice su dueño, su mejor amigo...
Cadena presa a un alambre de acero junto al muro áspero y caliente que atraviesa una parte del pátio ya inmunda y fétida por las feces y la orina del animal, el perro resignado, echado encima da su propia porquería, o haciendo infinidad de veces aquel mismo recorrido, sin otra opción, moliendo el pasto o descascarando la tinta o el cemento del suelo en su interminable ir y venir sin perspectivas. Y el dueño todavía se encuentra bondadoso y justo por dejarle aquel miserable circuito para que ejercite las patas...
Perro que come restos estragados, fríos, huesos pelados o pelotones de grasa, sopa de pan; que tiene el pelaje infestado de garrapatas y pulgas, de barro y espinas y heridas en el cuello de tanto luchar con la cadena, los pelos pegajosos y hediondos por falta de un baño, que muestra las costillas y el vientre hundido como testigos implacables de la falta de cuidado de la que es objeto...
Cadenas, rejas, alambres, postes, barro, basura, hambre, sed, abuso... y el perro allí, obediente, resignado, ignorante de la crueldad de que es víctima -pues no conoce otra vida- sumiso, todavía balanceando la cola para el monstruo que tiene el coraje de se auto-titular su dueño y que sólo lo suelta de su yugo en la noche, para que vigile el patio y aleje cualquier peligro que pueda amenazar sus bienes o a su familia. Lo deja permanentemente hambriento de comida y cariño para aumentar su ferocidad y más encima lo maltrata de mil maneras sutiles para volverlo agresivo y desconfiado, pensando que así tendrá un verdadero y eficiente perro guardián...
Perros abandonados sin remordimiento en carreteras y calles desiertas, en sitios vacíos, dentro de bolsas plásticas de basura amarradas para que no puedan huír y volver para la casa. Perros maltratados, castigados, olvidados, separados de la noche a la mañana de las familias que los adoptaron porque crecieron demasiado, son juguetones y hacen desorden o hay que ponerles muchas vacunas, porque necesitan pasear o recibir un baño de vez en cuando, porque fueron provocados y le dieron una buena mordida al agresor, porque se pusieron viejos o se enfermaron, sufrieron algún accidente y necesitan cuidados para recuperarse, porque empiezan a llenarse de achaques, no juegan ni cuidan la casa como antes, porque sueltan pelos, porque ladran, cavan hoyos o se comen las plantas y las patas de las mesas... o, la peor de las razones, porque el dueño simplemente se cansó y firmó su sentencia de muerte sin siquiera pestañear...
Y a pesar de ello, hasta el último instante, estos animales continúan fieles y amorosos con sus verdugos. Es increible cómo su afecto vá más allá de todas las injusticias, malos tratos, caprichos y probaciones absurdas a los cuales son sometidos, esto sin que los dueños tomen el menor conocimiento de esta proeza...
Y yo me pregunto: será que nuestro amor resistiría tanto? Será que perseveraríamos en nuestra fidelidad, obediencia, alegría y complicidad desinteresada si recibiéramos el mismo tratamiento? Podríamos tener esa mirada de amor sincero e incondicional durante años y años al encarar a alguien que parece más nuestro torturador? Podríamos ser compañeros solidarios de nuestro enemigo, lamer su mano y menear la cola toda vez que él apareciera, mismo que fuera para ponernos una cadena en el cuello o acertarnos en el lomo con la escoba o el zapato?... Créo que esto sería imposible, no sólo porque nosotros tenemos el raciocinio y sentido común suficientes como para apartarnos de personas así, mas porque los humanos no maltratan tanto a quien aman cuanto maltratan a un perro que los adora.

quinta-feira, 9 de julho de 2009

La puerta

Definitivamente, decidir tomar una actitud -cualquier actitud- a respecto de una situación determinada, buscando salidas positivas que de alguna forma van a enriquecer nuestra vida, es la cosa más cierta a ser hecha. No importa cuán malo pueda parecernos algo en un dado momento, siempre podremos hacer que la experiencia nos resulte provechosa, mismo si tenemos que aprender a través del dolor (que, por suerte, no dura para siempre). Sin duda -y yo lo he comprobado- siempre, siempre existe un punto positivo, un lado iluminado, una ventaja, un detalle por el que vale la pena continuar sonriendo y teniendo fé. Ya sé que parece cosa de libro de auto-ayuda, pero créanme, es la más pura realidad. En medio de la noche más obscura y fría aún existe una partícula de luz, un aliento de calor, pero tenemos que creér en esto y buscarlo de corazón, conseguirlo y disfrutarlo con profunda gratitud y fé. Así, por más profundo y terrible que séa el agujero donde estamos prisioneros, seremos capaces de sobrevivir, de volver a la superficie, a la felicidad, al equilibrio. La cosa es no desistir y, así como la famosa Pollyanna, tratar de encontrar en todo algo para sentirnos contentos.
Este sermón todo no es gratis, créanme, sino el resultado de mi propia experiencia en estos últimos meses de tantas frustraciones y humillaciones profesionales, pues siguiendo mi propio consejo, he conseguido mantenerme animada y creativa, llena de optimismo e confianza, agradeciendo cada nuevo día y todos los regalos que Dios pone en mi camino... Porque nada sucede en vano, realmente nada.
Y aquí vá la crónica de esta semana, larga como siempre:

Todos los dias cruzaba con ella durante mi caminada matinal, más o menos en el mismo lugar, el área sombreada y ruidosa de la gasolinera en la avenida. Desde lejos ya la divisaba, envuelta en su viejo abrigo café, el cabello preso en una cola de caballo medio despeinada, la cartera en el hombro y una bolsa de nylon en la mano, los mismos zapatos negros, ya medio deformados y sin brillo de tanto uso, y ese andar que pendía para un lado, como si quisiera adivinar de antemano lo que había a la vuelta de la próxima esquina. Pasos rápidos y automáticos, firmes a pesar de la aparente falta de equilibrio, boca apretada en un gesto de severidad que era complementado por su mirada de ceño fruncido y pupilas esquivas... Yo ya la conocía, era madre de una de las alumnas de la escuela de ballet de la Fundación y siempre pasaba junto a ella cuando iba a mi sala de dibujo, sentada sola en el murillo del espejo de água, esperando que su hija saliera de la aula. Ella y otras madres estaban siempre por allí tejiendo, conversando, haciendose confidencias domésticas y comentando el último capítulo de la novela, intercambiando recetas y comparando el progreso de las hijas y la eficiencia de las profesoras. Al verlas se diría que eran viejas compañeras de colegio en su reunión anual, tan animadas y alegres se mostraban. No obstante ella, del otro lado del ruidoso grupo, permanecia quieta y silenciosa, urgando alguna cosa dentro de su vieja y descascarada cartera, o en los bolsillos, cabeza baja, rodillas juntas y piés para adentro... En realidad, toda su actitud parecia estar vuelta hacia algún lugar lejano y muy bien protegido dentro de ella misma: manos enlazadas u ocupadas cerca del cuerpo, espalda inclinada hacia adelante, hombros encogidos, cuello para abajo, rostro vuelto hacia la falda, brazos pegados al tronco. Parecía que su figura menuda era demasiado grande para caber en el espacio en el cual se encontraba, o que alguna fuerza invisible la obligaba a permanecer toda encogida, comprimiendola como si tratase de hacerla desaparecer de nuestros ojos... Sin embargo, a pesar de este óbvio aislamiento -que las otras madres entendían como una placa luminosa de "apártese, no quiero conversar" y respetaban sin preguntar- yo la sorprendí algunas veces espiando muy disimuladamente al grupo risueño y hablador que llenaba el ambiente con sus voces y aspavientos a pocos metros de ella. Sin que percibiera, su cuerpo se inclinaba en dirección a la rueda de mujeres y el cuello se estiraba algunos milímetros en la tentativa de escuchar la conversación, las manos cesaban su interminable tejido invisible y se quedaban en la falda como antenas, dedos rígidos y abiertos en la tensión de decifrar y juntar las palabras que conseguía capturar... Desde la ventana de mi sala, protegida por la sombra del interior, yo observaba a la mujer, tratando de entender por qué no se levantaba de allí y se acercaba luego al grupo de madres, integrandose en su conversación, ya que nada parecía impedírselo. Pero ella estaba simplemente petrificada, endurecida de la misma forma en que caminaba por la calle en mi dirección todas las mañanas, cara de pocos amigos y ojos llenos de recelo, casi agresivos, como diciendo: "No me encara porque te doy un puñete!". Claro que, igual a esas madres, nunca siquiera me pasó por la mente saludarla, a pesar de que la conocía, pues no quería invadir su fortaleza sin ser convidada ni saber cuáles serían las consecuencias de mi iniciativa... Pero entonces, por qué ella estaba ahí, estirandose toda para participar, ni que fuera de lejos, de la animada reunión de las otras madres? Qué era lo que estaba faltando para que saliese del murillo y fuese a conversar con ellas? Cuál era la señal que necesitaba? Será que veía otra fortaleza inviolable -fuera la suya propia- en el grupo de mujeres a la cual no se acercaría sin ser llamada?... Las miré atentamente, pero no me parecieron en absoluto amenazantes o poco acogedoras. Totalmente intrigada por lo que ocurría, fuí hasta la puerta de la sala para observar mejor. La mujer continuaba en la misma postura, pero noté que había cambiado ligeramente de lugar, deslizando algunos centímetros por el murillo hacia el grupo. Yo, simplemente, no creía lo que estaba viendo!...
Entonces, de improviso, en un relámpago, entendí lo que estaba sucediendo: aquella mujer -por alguna razón que no conocía, pero que debía ser muy fuerte- estaba tan trancada dentro de sí misma que, si alguien no viniera a abrirle la puerta, sería capaz de quedarse ahí el resto de su vida, a pesar de las ganas que tenía de salir, y que demostraba a cada segundo... Pero, cómo se abría esa puerta? Cuál era la llave? Y era para abrirla de par en par o solamente entreabrirla para no asustarla?... Pero en el momento en que juntaba valor para tomar alguna actitud, la puerta de la sala de ballet se abrió y un tropel de niñitas, todas de collant rosa y moño adornado de flores, salió como la caballería al rescate, gritando y saltando, arrastrando mochilas, abrigos, bufandas y ropas, subió la rampa del garage y corrió en dirección al grupo de madres. La mujer, sobresaltada por el ruido, se enderezó como si hubiera sido sorprendida en elgún tipo de acto reprobable, y se volvió rápidamente hacia su hija que, saltona y de mejillas coloradas, se acercaba riendo. La acogió con un breve beso, pescó su mochila, la sostuvo de la mano y, sin decir nada ni mirar a nadie, se alejó apresuradamente por la calle, desapareciendo de mi vista en un pestañear... Miré a mi alrededor, a las madres y sus hijas en aquel alegre reencuentro, y de repente me pareció que aquella otra mujer jamás había estado sentada en el murillo, tan invisible a nuestros ojos quería parecer.
Sin embargo, no paré de pensar en ella el resto del día y finalmente, antes de dormir, pensé que había entendido cuál era la puerta -una bien pequeña, por señal- que podría abrirle. Dependía de cuándo sería nuestro próximo encuentro.
Y esto sucedió al día siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar, la gasolinera de la avenida. De lejos ya la reconocí y, respirando hondo, me preparé. Pensé en sacarme los anteojos obscuros, pero se me ocurrió que a lo mejor ella no se sentiría capaz de enfrentar mi mirada, entonces me quedé con ellos puestos... "Esto más está pareciendo un asalto!", pensé mientras la mujer se me acercaba, Me enderecé y preparé la más simpática de mis sonrisas y, en el segundo en que cruzó conmigo, la miré a la cara y solté el "Hola, buenos días!" más casual y relajado de toda mi vida, de la misma forma que lo diría si la encontrase todos los días y ella fuera una de mis mejores amigas... Tomada totalmente de sorpresa, la mujer casi paró, salió de su ritmo, hasta enderezó el cuerpo, y fijó sus ojos espantados en los míos por una fracción de segundo. En seguida, en una mezcla de tensión y alivio y con una levísima pincelada de placer en la expresión, me respondió con un apagado "Buenos días" que solamente Dios y yo escuchamos, y siguió su camino. Yo, tan sorprendida cuanto ella por el éxito de mi empresa, continué el mío sintiendome el propio superman. Y mientras terminaba mi caminada con una alegre leveza crepitando en mi pecho, pensaba: Cuántas veces la puerta para traer a alguien al mundo no es más que un simple y despreocupado "Hola!"? Por qué estamos siempre esperando que el otro dé el primer paso? Por qué no arriesgar y extender la mano primero? Cuántas personas viven atrás de puertas, paredes, redomas, mirando con ansia y frustración hacia el mundo allá afuera, pero sin coraje de aventurarse en él sin el apoyo de alguien? Cuántas están esperando ese "Hola!", esperando que les abramos la puerta y las invitemos a salir, a compartir, a descubrir junto con nosotros? Cuántas se sienten incapaces de dar el primer paso y se quedan allí, dependiendo de nuestra sensibilidad y buena voluntad para empezar a hacer parte de la historia, para vivir su propia aventura, que tal vez séa mucho más importante de lo que imaginamos?... Cuántas veces nuestro corazón murmura: "Andam extiende la mano, cruza la frontera, dí algo, demuestra lo que sientes, dá una oportunidad" y nosotros lo ignoramos porque pensamos que nos va a dar demasiado trabajo, nos va a obligar a comprometernos, nos va a robar tiempo y tal vez hasta dinero. Le damos la espalda y nos alejamos sin siquiera considerar la posibilidad de abrir esa puerta, de hacer ese gesto mínimo - un "hola!", una sonrisa, una mirada- que podría sacar a alguien de la soledad y el silencio y traerlo a la vida."
Continúo cruzando todos los días con la mujer, y continúo saludándola alegremente. Ni siempre ella me responde, pero su mirada siempre encuentra la mía, por una fracción de segundo, y puedo ver en ella una pequeñita luz, el minúsculo clarón que mi "Hola, buenos días!" enciende en ella, y esto me deja feliz, porque tengo la certeza de que, con el tiempo, de esta chispa puede nacer una llamarada que será capaz de iluminar y calentar todo su mundo y abrir definitivamente ela puerta de su prisión.

sábado, 4 de julho de 2009

El hombre paralizado

Esta semana está medio revolucionada porque mi hija está finalmente de vacaciones, entonces aprovechamos para salir juntas ayer (hacía seis meses que no lo hacíamos por causa de nuestros trabajos. Ella es reportera de televisión y yo... Bueno, ustedes ya saben como funcionan las cosas en mi trabajo) almorzamos fuera, fuimos al teatro e hicimos unas compritas (ay, más cuentas para pagar!). Cuando llegamos, estaba tan cansada y eufórica que no me sobraron ánimos ni inspiración para sentarme aqui a digitar cualquier cosa. Yo también estoy, de cierta forma, de vacaciones, porque como las escuelas no están funcionando, este mes solamente voy a cumplir mis horarios en la Fundación. También voy a aprovechar para rehacer mis rutinas de diabética, ya que tengo que experimentar un nuevo remedio, nuevos horarios y llevar la dieta más en serio, porque sino voy a tener que entrar en la insulina y eso es algo que no me atrae en absoluto. El problema es que, como fuí drásticamente rebajada en mi trabajo, ahora viven cambiandome los horarios y locales de trabajo, me tratan como si yo fuera una pelota de ping-pong que pueden tirar para donde se les antoje. Sólo que estos cambios son un pequeño drama para mí, porque tengo que vivir reformulando mis horarios de refecciones y remédios, lo que es pésimo para mi diabetis... En fim, dejándome de tantos reclamos, aquí vá la crónica de esta semana, mismo medio atrasada... O ustedes pensaban que los iba a dejar sin lectura este fin de semana?...

Todos los días, cuando paso frente a su casa, él ya está sentado en su sillón de mimbre leyendo el diario, el andador a un lado y, en una mesita o un pouff verde, su taza de café o una lata de cerveza. Es un hombre alto y corpulento, de cabello largo y ya raleando, ojos claros, siempre usando bermuda, camiseta y condoritos en los piés castigados por la enfermedad que casi le impide moverse. Cuando vuelvo del trabajo al atardecer, él continúa allí, desparramado en el sillón, unas veces dormitando, otras bebiendo cerveza, leyendo o simplemente mirando a la nada mientras la esposa, en la silla del lado, teje, cose o juega con la perra, que está siempre atrás de ella pidiendole su atención... A veces conversan, otras comparten el periódico, saludan a los vecinos o cruzan algunas palabras con el hijo, sin embargo, lo normal es que permanezcan en silencio, o que él se quede solo en el porche mientras ella se ocupa con los quehaceres dentro de la casa. Hace algunos años que se mudaron a aquella casa en la esquina y, al principio, el hombre salía para caminar, iba hasta el centro y era capaz de manejar el auto, pero a medida que el tiempo fué pasando la enfermedad lo redujo a la casi invalidez y hoy sólo se traslada penosamente de un lado para otro con la ayuda de un andador y solamente dentro de los límites de la casa. El resto del tiempo está sentado en aquel sillón de mimbre en el porche, viendo la vida pasar.
Cuando lo véo en la mañana, al salir para caminar, aún puedo distinguir una chispa de interés y ánimo en su mirada, pero cuando regreso en la tarde, la visión con que me encuentro es la de alguien aturdido, tomado por una modorra invencible, caído en el sillón, piernas abiertas, cabeza ladeada o caída sobre el pecho, totalmente apagado, física y espiritualmente... Lo saludo, como siempre, pero a veces ni siquiera se dá cuenta de que estoy ahí, no escucha mi voz -ni cualquier otra cosa a su alrededor- y continúa sumido en su soñolencia e inmobilidad... Al doblar la esquina y entrar en mi calle, con su imagen todavía en la cabeza, suelo preguntarme qué tipo de vida lleva una persona en sus condiciones, obligada a permanecer parada casi el tiempo entero, mirando siempre el mismo paisaje, necesitando de ayuda para levantarse de ese sillón y entrar a la casa o ir a cualquier lugar, pasando la mayor parte del día solo en el porche con sus pensamientos y sentimientos. Me pregunto si aprendió a sacarle algún provecho a la situación o si, sencillamente, fué engullido por ella y vive semi inconciente todo el tiempo. Nunca lo ví haciendo algún trabajo manual, recibiendo a un amigo, conversando con el hijo, siendo cariñoso con la mujer. Es como si viviera en un cuarto silencioso y obscuro que no le permitiera contacto con el mundo exterior. Pero será que se encerró allí por su propria voluntad, víctima de la frustracicón, del resentimiento, de la auto compasión, de la indiferencia? Será que fué incapaz de vencer la inmobilidad en que fué forzado a vivir y perdió el interés en las cosas y las personas que existen a su alrededor? Pretende borrarlas de su rutina así como siente que él mismo fué borrado por la enfermedad? Cuál es su reacción delante del desafío que enfrenta?... O no tiene ninguna reacción? Me siento curiosa por saber cómo es este hombre paralizado, lo que piensa, lo que deséa, lo que lo inspira, las cosas que ha aprendido a lo largo de su probación, si tendría alguna lección que enseñarme... Entonces pienso en nosotros, las personas normales, que podemos andar por ahí cuanto queremos, sentar, levantar, correr, subir, saltar o, simplemente, quedarnos parados en el medio de la plaza, o mirando una vitrina, en la fila del mercado, en la iglesia, en la panadería mientras esperamos que salga el pan caliente. Pienso en cómo -y a lo mejor por tener tantas posibilidades de movimiento- dejamos tanta cosa pasar, descartamos tantos sentimientos, tantas percepciones, tantos encuentros. Pasamos veloces y sin preocupación por las lecciones, por las personas, por las palabras y los gestos, por los milagros que nos rodean, por la felicidad y la paz. Tal vez necesitásemos un par de días sentados en un sillón de mimbre, como este hombre que no tiene otra opción, solos en un porche desde la mañana hasta la noche, para aprender a parar -física y mentamente- y darnos cuenta de que estamos vivos, de que existe un mundo de personas, paisajes, voces, acontecimientos y desafíos que no deberíamos desperdiciar, pues son solamente nuestros, hechos para nosotros, y que están allí esperando nuestra participación para que la historia séa más completa, más humana, para que tenha más oportunidad de un futuro mejor.
El hombre paralizado me recuerda que puedo moverme (qué suerte la mía!) sin embargo, también me recuerda que necesito parar de vez en cuando -por lo menos una vez al día- para sentarme en ese sillón de mimbre, bajo la sombra del porche, y observar el mundo pasando: los hijos creciendo, la madre envejeciendo, el revuelo de las golondrinas y el perro echado al sol, el significado de la expresión en la cara de mi amigo, la llegada de las estaciones, el toque del ser amado, las voces de los que pasan delante de mi puerta, la mirada de los que vencieron y de los que fracasaron; porque todo esto forma parte de mí, de mi escencia, y porque ciertamente otro está observandome y, quién sabe, aprendiendo conmigo.
No tengo miedo de parar, entonces, porque estoy cierta de que podré continuar moviendome después y de que esta parada no obligatoria no será -como en el caso del hombre del andador- el final de mi caminada, sino un recomienzo, siempre.