domingo, 24 de abril de 2016

"No, a mí no me va a pasar"

    La semana pasada dejé para publicar la crónica el domingo, pero resulta que se nos vino un frente de mal tiempo que terminó inundando medio Santiago y nos quedamos sin agua y sin luz, entonces no pude postear nada... Pero hoy -a pesar de que está lloviendo- las cosas están más controladas, entonces aquí va la de la semana.



    Y ahí está él, como si nada, a pesar de todas las campañas, los testimonios, las multas y la conciencia del riesgo que significa, hablando al celular mientras maneja... Más allá, un señor de boina y bermudas disfruta de su cigarro echado para atrás en el banco de la plaza, flaco y de labios arrugados,con los dientes y el bigote amarillentos. A su lado, una muleta. De repente tose con violencia, respira hondo, con alguna dificultad, el rostro enrojecido, y en seguida le da otra piteada al cigarro... Veo personas atravesando con luz roja, comiendo comida chatarra, sentadas el día entero delante de la televisión, tomando litros de alcohol, haciendo sexo sin protección, desafiando a la diabetes, al colesterol y la presión alta, y sé que todas piensan lo mismo: "No, a mí no me va a pasar".
    No sé por qué uno tiende a dejarse llevar por esta ilusión peligrosa, como si hubiera algún poder sobrenatural que nos protegiera de las desgracias que sólo a los otros les suceden... ¡Andar en moto con casco?... No, si nunca me ha pasado nada. ¡Estoy acostumbrado!... Y esa famosa costumbre nos va haciendo cada vez más descuidados, despectivos con la vida -la nuestra y la de los otros, comenzando por nuestra propia familia- relajados y confianzudos. Empezamos a perder el instinto de sobrevivencia, alentados por el número de veces en que nos arriesgamos y no nos ocurre nada. Ahí, nos convencemos definitivamente de que tenemos algo que nos diferencia de aquellos que pagaron las consecuencias por arriesgarse. Tenemos infinitas disculpas: "Sólo hoy", "Estoy atento", "sólo una vez", "Soy joven todavía, tengo tiempo para portarme mal", "Ya estoy viejo, entonces hay que aprovechar lo que me queda", "Sólo un poquito", "¡Ah, todo el mundo lo hace!"... Y así vamos cavando nuestra tumba sin darnos cuenta, sin aceptarlo, hasta que un día nos tropezamos con la realidad e caemos dentro de ella.

domingo, 10 de abril de 2016

"Campamentos"

        ¿Quién no pasa por cambios a lo largo de la vida? Creo que nadie escapa de ellos, desde los más simples y lógicos hasta los más complicados y largos, sufridos, a veces incomprensibles. Pero hay que afrontarlos, hay que pasar por ellos para poder crecer, aprender, seguir adelante y realizarse. Son difíciles y nuestra tendencia es hacerles el quite, dejarlos para más tarde o simplemente ignorarlos, pero las consecuencias de estas actitudes no serán positivas en nuestro futuro... Entonces, ¡coraje! Vistamos nuestra armadura y vamos a dar la pelea, porque con certeza va a valer la pena... Se los dice alguien que está justamente en medio de una batalla campal y saliendo victoriosa poco a poco, con mucho valor, porfía e ingenio. Creo que todo se puede vencer con creatividad y persistencia, entonces, ¡a la lucha!...
    Y después de esta arenga digna de Enrique VIII, vamos a la crónica de la semana:



    Voy caminando despacio por el paseo Huérfanos, aprovechando la temperatura agradable y la brisa de la tarde para pasear y disfrutar el agitado paisaje urbano. Zorzales invisibles dejan oír sus trinos desde los árboles por encima del tumulto, y nos recuerdan que la poesía y la naturaleza todavía existen... Voy pasando lentamente junto a los vendedores ambulantes y sus  carritos, perchas, mesas, cajas y canastos. Los hay de todo tipo: prósperos, modestos, establecidos, improvisados (eso quiere decir ilegales, que están con el ojo atento a la llegada de los carabineros) ordenados y aglomerados, con mercadería decente y con porquerías que hasta pueden ser robadas. Cada uno tiene su espacio, que es respetado por todos, y pasan el día allí, vendiendo mucho o poco, haga frío o calor, algunos optimistas y parlanchines, otros callados y con la expresión cerrada, cansados, desanimados. Cada uno representa un pequeño y único universo, sin embargo, todos tienen algo en común: el campamento. Porque junto -o debajo- a su puesto hay montado un pequeño comando de supervivencia compuesto de termos, taburetes, bolsas, ropa, marmitas, cajas, frazadas y hasta juguetes, coches y pañales cuando son obligados a llevar a sus hijos pequeños o a tenerlos por ahí después que salen del colegio. Allí ellos comen, duermen, se cambian de ropa, juegan con los hijos, pololean, intercambian confidencias, aguantan la intemperie con paciencia, siempre esperando al cliente, bien abastecidos gracias a sus pequeños campamentos, en donde hasta tienen una radio para alegrar y acortar la jornada.
    Yo no tengo un campamento. Yo vivo en un departamento de 3 dormitorios donde hay de todo. Yo no necesito montar uno porque no me lo paso la mayor parte del día en la calle. Yo tengo paredes y un techo para abrigarme, tengo baño, agua, refrigerador, cocina. No tengo que comer marmita fría con todo el mundo mirándome. Mis hijos no juegan en la calle, mezclándose con los extraños que pasan, no se quedan dormidos debajo del carrito, sobre una frazada en el suelo, dentro de una caja de cartón. Yo no dependo de las ventas del día -a veces ninguna- para poner comida en la mesa.
    Los vendedores y sus campamentos me recuerdan lo afortunada que soy, lo tanto que tengo para agradecer y lo heroicos que podemos ser a veces, cuando no tenemos otra salida y que, por eso mismo, no nos damos cuenta a veces de lo que somos capaces.

domingo, 3 de abril de 2016

"Orden"

   Tengo pena de los maratonistas que salieron a correr hoy el maratón de Santiago a las 8 de la mañana, porque hace un frío de matar. ¡Yo estoy sentada aquí con un guatero en la falda!... Claro, los diabéticos somos más friolentos, pero hasta mi hija se puso la colcha para dormir esta noche, entonces quiere decir que realmente está frío... Un día ideal para leer, reflexionar, jugar solitario, escuchar música, tomarse una sopita o un tecito viendo un buen programa en la tele, conversar sobre la vida... Pero también se puede disfrutar una buena crónica, entonces, aquí va la de esta semana para ustedes.


    Y allí está, es imposible continuar escapando de él. Abrimos un cajón, el closet, el armario del baño, las alacenas... Está en  todas partes. Hay que enfrentarlo: tenemos que tomar una actitud en serio. Ahora. Y ahí se nos viene a la mente ese montón de cosas urgentes que tenemos que hacer justamente hoy: pagar la luz, hacerle la basta a esa falda, comprarle la ración al perro, agendar hora para el dentista, terminar de leer "cincuenta sombras de Grey"... Todas las disculpas del mundo se hacen presente para tratar de convencernos de que aplacemos otro poco ese deber casi vital. Todo nos llama a hacernos los lesos e ir a hacer algo más interesante...
    Felizmente, tenemos una conciencia y ella nos pesca de una oreja y nos mantiene allí con el letrero rojo encendido gritando: "¡Ahora! ¡Ahora!"... Sí, hay que hacerlo, por nuestro propio bien. Entonces, respiramos hondo, nos enderezamos y finalmente nos rendimos a los hechos: hay que ordenar.
    Es verdad que esto puede ser bien latoso y trabajoso, y dependiendo del grado de desorden, hasta desalentador. A veces no sabemos ni por dónde empezar o cómo organizar todo aquello de manera eficiente y estéticamente agradable, lo que puede acabar llevándonos a desistir o a dejar todo más o menos como estaba, haciéndonos sentir frustrados e incapaces.
    En realidad, lo correcto -y que nos evitaría tener que pasar por episodios semejantes- sería que no hiciéramos un tal desorden que acabe afectando nuestra calidad de vida y desempeño, la estética y eficiencia de nuestra casa o lugar de trabajo y la utilidad de los espacios donde guardamos nuestras cosas, pero ya que a veces no podemos evitarlo por las más  variadas razones, creo que terminé descubriendo un truco que puede ayudar a poner orden y a mantenerlo. Opino que la jugada es pensar con cariño al disponer los objetos en sus lugares: pensar que son para nosotros, para que los aprovechemos a nuestro favor, para facilitarnos o adornarnos la vida, para que sean parte de nuestra expresión. Eso facilitaría escoger dónde los vamos a poner -los de uso más frecuente bien a mano, los que utilizamos menos, más atrás, por ejemplo- y de qué forma los vamos a arreglar. ¡A final de cuentas, somos nosotros quienes vamos a usarlos! ¿Por qué no hacernos las cosas más fáciles y agradables entonces? ¿Por qué no hacer que sea un placer y un motivo de tranquilidad buscar y encontrar lo que necesitamos? ¿Por qué privarnos del agrado de abrir un cajón, un armario, la puerta de nuestro cuarto y encontrarnos con un escenario ordenado, limpio, sereno, donde cada cosa está en su lugar, lista para que la usemos?
    Sé que el orden -o el desorden- externo son el reflejo de nuestro estado interior y que la acción de limpiar, organizar y colocar cada cosa en su lugar tiene que acontecer primero dentro de nosotros, pero también estoy convencida de que, a veces, empezar por las cosas exteriores puede ir poniendo en orden las cosas dentro de nosotros, aclarando ideas, colocando las prioridades ciertas, descubriendo nuevas perspectivas, algunas respuestas, tal vez soluciones análogas a la distribución de cajones y estantes... Todo en nuestra vida e simbólico y nos refleja, entonces tal vez la disposición primera de ordenar nuestro cuarto sea también el reflejo de un deseo de hacer un orden interior.
    Entonces, no nos estresemos cuando veamos que ha llegado el momento de subirse las mangas y ponerse a ordenar los cajones porque, quién sabe, al fin no terminemos organizando nuestra propia existencia.