sábado, 23 de fevereiro de 2013

"Nuestra metrópolis"

   Después de algunos pequeños percances estomacales -debidos a la falta de paciencia para sanar del primero para poder comer las cosas ricas que cocina la mamá del pololo de mi hija- y de haber acabado de borrar todo lo que escribí (se los digo, me estoy poniendo vieja y decrépita, y por eso ahora voy a tener que escribirlo todo de nuevo) aquí estoy, trabajando de nuevo, jurándome a  mí misma hacer la dieta de recuperación hasta el final, porque sería muy triste que todo el sacrificio y la baba que me tuve que tragar para resistir a los dulces y platos deliciosos con que los restaurantes nos asaltan desprevenidamente cuando vamos por la calle, inocentes palomitas, a hacer alguna diligencia que no tiene nada que ver con comida, fuera en vano. ¡No pretendo pasarme otros cuatro días en el baño o dormitando en el sofá!... También me conseguí, finalmente, una masajista decente que viene hoy en la tarde para ver si me desenchueca de una vez por todas, porque si no voy a terminar transformándome en un dragón con dos cabezas y voy a salir por ahí soltando llamaradas. Voy a tener que gastar un poco más de lo que pensaba, pero creo que va a valer la pena. Estoy con miedo de mirar para el lado y quedarme así para siempre. ¡Imagínenselo, tener que poner el computador a un lado del escritorio para poder trabajar!...
    Y mientras el hada de las manos y pociones mágicas no aparece, voy posteando el texto de hoy.


    ¿Cómo una ciudad puede transformarse tanto?... Durante la semana es aquella locura: miles de personas e interminables marejadas de vehículos en un río salvaje y atronador que nada detiene. Luces, tiendas llenas, veredas desbordantes, restaurantes de garzones agobiados y comensales en fila de espera, pasos peatonales atochados, empujones, prisa, encontrones, gritos... Pero cuando llega el fin de semana...
    Lo primero que llama la atención cuando se sale a la calle es el silencio, esa especie de calma gigantesca que se cierne sobre la ciudad y envuelve los edificios vacíos, cayendo pesadamente sobre las avenidas casi desiertas. Da para ver a lo lejos, no hay una pared de vehículos obstruyendo la vista. Se oye el rumor del follaje y de las fuentes y el canto de los chincoles y zorzales. El viento pasa, libre, y trae perfume de flores, no de humo de motores o cigarro. Las voces se escuchan separadas, claras, no como el zumbido amenazador de un panal monstruoso que nos aturde. Niños, perros, abuelos, padres y madres, tordos, palomas, pololos en los parques y paseos... En el fin de semana y los feriados la ciudad se limpia, respira, se regenera. Necesita este descanso para poder soportar los próximos cinco días de locura, y sus habitantes le hacen este regalo, la dejan disfrutar del silencio, del aire, del espacio, de la lentitud del ocio. Y ella lo aprovecha, reinventándose para el Lunes en la mañana. Afirma sus cimientos, refuerza el asfalto, airea los túneles, limpia los árboles, clarea el trino de los pájaros.
    Y contemplando esta ciudad maravillosa, que siempre tiene algo que ofrecernos, me digo a mí misma que nosotros deberíamos ser como ella y darnos un fin de semana, un feriado, para que así pudiéramos rehacernos, parar y respirar, recobrar la consciencia, la compasión, la honestidad, el equilibrio, el ánimo, el coraje. Tener un feriado para levantarnos, para despertar lo mejor en nosotros y tener así, como esta ciudad, algo que ofrecerle a los demás.
    El fin de semana no acaba con la vida de la ciudad, no detiene su vigor, no debilita su lucha ni atrasa su progreso. Al contrario, sábados, domingos y feriados le dan un nuevo aliento, la afirman, la preparan para enfrentar su rutina de urgencia, ambición y competencia, eficiencia, crudeza y violencia; rutina de esfuerzo, de crecimiento, de victorias, encuentros y esperanzas. Así nosotros, si nos detenemos cada cierto tiempo, seremos capaces de ver hasta el fin de la calle, pues no habrá ningún congestionamiento de ideas o sentimientos, no nos sentiremos agobiados por la urgencia, no nos dejaremos llevar por la multitud, no seremos atropellados por ambiciones o rencores desgobernados.
    Hay que detenerse, hay que mirar hacia la metrópolis que tenemos dentro de nosotros mismos y darle sus fines de semana y sus feriados.

quarta-feira, 13 de fevereiro de 2013

"Verdad"

    Todavía esperando novedades para aplacar este stress de la venta de las propiedades y la compra de nuestro departamentito, pero totalmente dispuesta a mantenerme animada y alegre -porque ¿de qué sirve estar deprimida y malhumorada? Eso no ayuda en ninguna situación, por más seria que sea- aquí estoy, inspirada para escribir, dibujar, pintar y hacer mis contemplaciones por ahí. Este país y su gente no paran de sorprenderme y encantarme, de darme la bienvenida y de ofrecerme oportunidades de todo tipo... Lo único que me está faltando para ser completamente feliz -fuera el departamento- es conseguirme una masajista que me cure esta contractura que no me dá sosiego ya hace unas dos semanas. Me recomendaron una, pero cuando fuí, digamos que no contribuyó mucho para darme algún tipo de mejoría... Demasiado incienso, demasiada conversa sobre energía, movimientos medio inciertos, himanes y maquinitas eléctricas que me dejaron medio quebrada, fuera una camilla que casi acabó de enchuecarme... Buenas intenciones, no muy cara, pero no pasó nada, entonces me estoy consiguiendo otra que viene a la casa y es kinesióloga, entonces creo que entiende bastante de la cosa... Ojalá que me enderece, porque ya estoy  chata con tanto dolor y tanta crujidera. ¡Mi espalda y mi cuello andan haciendo unos solos  rítmicos de chasquidos y crujidos que no se imaginan!...
    Y mientras mi salvadora no aparece, voy posteando la crónica de la semana, sentada en la silla bien derecha. Y va a ser medio cortita porque no aguanto mucho tiempo digitando... ¡Parece que tengo un palo de escoba en la espalda!


    "La verdad no es tuya ni mía, sino de todos", dice san Pablo en una de sus cartas, refiriendose a que nadie es el dueño de la verdad, sino que ésta existe para pertenecerle a todos. No tiene un solo cuerpo o manifestación, mas está dividida en infinitas partes (tantas cuantas sean necesarias) que cada cual puede aplicar a si; sin embargo, si juntamos todos estos fragmentos, veremos que calzan perfectamente, formando un único concepto. Yo soy dueña de mi parte y otro es dueño de la suya, que puede ser aparentemente muy distinta, pero esto no significa que debemos tratar de imponer la nuestra a los demás. Cada uno sabe por qué escogió la suya y cómo la usa para progresar, aprender y ser feliz. Existe todo un contexto que tenemos que entender antes de juzgar o condenar la verdad de los otros, teniendo en mente que todas las verdades sinceras nos llevarán al mismo lugar, mismo que nuestras prácticas sean completamente diferentes. Una verdad comprometida con el miedo, la ignorancia, el radicalismo, la intolerancia y el preconcepto es, en realidad, una mentira. La verdad debe ser libre y espontánea, debe buscar el bien, la compasión, la felicidad, la unión y la lealtad; no puede oprimir, castigar, manipular, segregar, sino llevar al deseo de unión y perfección, de paz y equilibrio, a la humanización y el crecimiento de todos. Esta es la verdad para todos, no importa su nombre, su color o su forma. Si va dirigida al bien, entonces será universal.

terça-feira, 5 de fevereiro de 2013

"Hacer la diferencia"

    Creo que tan sólo una vidita modesta y casi anónima le permite a uno tener  experiencias sensacionales y encuentros muy especiales. Como uno no es notorio ni lo andan persiguiendo con cámaras y libretas de autógrafos, como no tiene que rendirle cuentas al público ni nadie se mete en nuestra vida, uno puede andar tranquilamente por ahí, mezclándose con todos, entrando y saliendo, conversando y compartiendo con todo el mundo, adquiriendo sabiduría de la fuente más rica y verdadera: la gente a nuestro alrededor, los acontecimientos banales, los encuentros fortuitos. Por eso aprecio tanto mi anonimato, la falta de brillo, la ausencia de liderazgo. No digo que nunca más vaya a montar y dirigir una pieza de teatro, tratar de dar a conocer mis textos o componer una música que puede volverse un éxito, así como continuar dibujando y pintando e intentar que mis trabajos sean conocidos, pero esto es algo tranquilo para mí porque, de cierta forma, en estas disciplinas uno se mantiene medio que en la sombra, entonces, a pesar de poder llegar a mucha gente y hacer alguna diferencia en sus vidas, uno está escondido, les deja la libertad de imaginarnos, de interpretarnos y hacer o no que nuestra contribución forme parte de sus vidas. Esto me produce una sensación de inmensa libertad y tranquilidad, de independencia y honestidad con mi trabajo y pienso que es así que uno tiene que hacer las cosas... ¡Pero no crean que fui siempre tan "noble"!, ya hubo épocas en que lo único que me interesaba era aparecer, recibir elogios y aplausos... Bueno, sólo envejeciendo para darse cuenta de que eso pocas veces es una compensación que vale la pena por la donación de nuestros talentos...
    Y después de tan profunda meditación espontánea -y que, con certeza va para mi diario-  aquí va la de la semana.



    Es increíble cómo no nos damos cuenta -o nos negamos a admitirlo porque sería asumir mucha responsabilidad- de que podemos, efectivamente, hacer la diferencia en la vida de alguien. Pero no me refiero a ser padres, madres, hermanos, esposos o hijos, en cuyas vidas, claro, podemos hacer una enorme diferencia. No, me refiero a la vida de desconocidos: la dueña de la tienda de abarrotes, la chica del gimnasio, el señor en la fila del banco y aquel otro que pasea con sus perros por el parque, la empleada de la tienda de departamentos... Extraños con quienes cruzamos todos los días, a veces una única vez, a veces más, y en cuyas vidas tenemos la oportunidad de hacer alguna diferencia, ni que sea por algunos momentos, con algunas palabras, un gesto, una mirada, un toque tal vez... Porque hacer la diferencia no es efectuar un milagro, no es transformar la existencia de alguien de un momento a otro, no tiene que ser un acto admirable o radical. No, porque normalmente lleva varias "diferencias" para que la vida de alguien sufra la primera y casi imperceptible mudanza. El ser humano es lento, desconfiado, bien pesimista, entonces necesita una montaña de acontecimientos o encuentros que hagan esta diferencia para que empiece a darse cuenta y a aceptar que puede cambiar, que debe cambiar, que las cosas pueden ser diferentes, mejores. Así, si en un momento -en la sala de espera del médico o en la feria- se encuentra con alguien que gratuitamente le ofrece una "diferencia" puede empezar a operarse este cambio positivo en él. Una sonrisa, una ayuda, un comentario, una gentileza, unos oídos atentos al desahogo, tal vez sólo algunos minutos de atención sincera, la compañía desinteresada por una cuadra o dos, el asiento en el metro, un elogio verdadero... ¡Cuántos pequeños gestos que pueden hacer la diferencia y salvar el día de alguien! ¡Tal vez salvarle hasta la vida!... ¿Por qué no aprovechar las oportunidades que se nos ofrecen, entonces? ¿Por qué ignorar el instinto del bien que yace en nosotros? Todos lo tenemos, pero raramente le permitimos actuar. Lo reprendemos, lo amordazamos cada vez que trata de manifestarse. Parece que le tenemos miedo, o nos avergüenza, estamos convencidos de que nos vuelve ingenuos, débiles, pechoños, nos expone a algún tipo de riesgo... Cuando en verdad nos torna más humanos, más cercanos, más fuertes porque, efectivamente, tenemos el poder de hacer la diferencia -mismo pequeña- en la vida de los otros. Y si ésta se suma a todas las otras que los demás pueden brindar, tal vez salven y transformen el destino de mucha gente que está pensando que no tiene salida y desistió de la felicidad.