sábado, 31 de janeiro de 2009

El mensaje y el mensajero

Como ven, mi foto, por alguna extraña razón, desapareció, entonces voy a apretar algunas teclas para ver si consigo ponerla de vuelta, si no, voy a tener que esperar que mi hijo regrese de Maringá para que la coloque de nuevo en el perfil... Eso si no está demasiado ocupado para hacerle este enorme favor a su vieja madre...
Pero como la falta de foto no es disculpa para no postar la crónica de esta semana, aquí vá:
Voy apresurada camino a mi casa, cansada, frustrada, ligeramente angustiada después de otra tarde de trabajo (o debería decir "ócio"?). Hace mucho calor, el polvo danza a mi alrededor, quemandome los ojos y la garganta. Quiero água... Atravieso la calle esquivando un auto que hace la curva e levanta una nube de tierra y hojas secas, y cuando el remolino se disipa, véo, viniendo en mi dirección, a este hombrecillo menudo y de ojos rasgados, gorro café y condoritos negros y gastados, con su andar medio desequilibrado, empujando su carrito de helados blanco y amarillo mientras sopla su pito de plástico llamando a los clientes para un momento de dulce y fresco descanso... Todavía pestañeando para apartar el polvo, reparo distraídamente en él, con sus ropas zurradas, los pantalones demasiado cortos, cabello negro retindo y peinado con gomina apareciendo por debajo del gorro, bigotito pretensioso. Más parece un pajarito que se cayó del nido, desplumado y medio perdido, y yo me pregunto cómo alguien con una apariencia tan frágil aguanta andar por la calle con este sol, más encima empujando un carro pesado y con las ruedas desalineadas... Pero la necesidad tiene cara de hereje, como dice el dictado, no es verdad?...
De aqui a algunos minutos, yo voy a llegar a mi casa, sacarme la ropa y correr a la ducha para refrescarme, mas este hombrecito continuará su jornada por las calles de la ciudad, bajo este sol inclemente, tratando de vender todos sus helados, para ver si gana lo sificiente como para poder comprar los porotos de mañana... Sintiéndome extrañamente culpable, hago un gesto para abrir mi cartera y juntar algunas monedas para comprar un helado, pero en ese momento, el hombre se detiene, suspira ruidosamente, se saca el gorro y limpia el rostro mojado con su manito huesuda. Nada lo proteje de este sol calcinante a no ser aquel viejo gorro. Yo me detengo también, esperando no sé qué, tal vez que él me dirija la palabra y me ofrezca su mercadería... Pero en vez de eso se agacha y, abriendo la tapa del carrito, saca de dentro un helado de un tono rosado terriblemente falso, lo desenvuelve, esbozando una sonrisa de dientes chuecos, y se queda ahí, calmamente parado, chupándolo con evidente deleite... Inmediatamente, delante de esta escena, viene a mi cabeza la última conversación que tuve com con mi hermana, en la cual ella me decía que no se sentía con derecho a usar la sabiduría que recibía (ayuda a personas con sus dotes sobrenaturales) en benefício propio y, a pesar de que yo le afirmé que aquella no era más que una actitud de falsa humildad, no conseguí convencerla de lo contrario. Conversamos mucho tiempo sobre esto, pero no llegamos a ninguna conclusión o concenso, no vimos ningún señal que le diese alguna respuesta... Y ahora miro a este hombrecillo saboreando uno de sus propios helados y una enorme sonrisa empieza a abrirse en mi cara, porque consigo ver allí la respuesta para el dilema de mi hermana: pues quién sino nosotros mismos somos la primera persona que debe probar las frutas del árbol que plantamos? Cómo, si no, vamos a poder decirle a los demás que la fruta es sabrosa y el árbol sano?
Quien recibe tiene la obligación de probar primero en sí mismo estos dones antes de repartirlos. Ser un mensajero sin envolverse con el mensaje es lo mismo que nada, porque una buena noticia debe traerle felicidad, antes que nada, a su primero y principal destinatario: aquel que la divulgará. No solamente hay que transmitir el mensaje. Hay que ser el mensaje.

segunda-feira, 26 de janeiro de 2009

Decir adiós

Debo decir que, en comparación a enero, diciembre no fué un mes nada fácil: el inicio de las vacaciones que, créanme, ni siempre es tan fácil y placentero quanto se espera, los pronósticos nada animadores con respecto a nuestro nuevo jefe -que no podría ser menos adecuado, especialmente para mí- mis interminables deudas que sólo se acumulan, mi diabetes totalmente descontrolada y una casi úlcera, más una virosis y un tremendo sermón acerca de "lo absurdo que se gasta en esta casa", acabaron por derribarme y transformar mi comienzo de año en algo nada prometedor... Pero puedo afirmar que lo que realmente me afectó fué la muerte de mi leal compañero de trece años,"Arthur", el perro más lindo del mundo... Esa sí que fué la gota de água.
Y fué justamente por causa de este hecho que me dí cuenta de cuán importante es decir adiós, dejar nuestro último mensaje en el corazón de aquel que está partiendo, nuestro postrero cariño en su cuerpo; darle la tranquilidad de irse sabiendo que estaremos bien, que lo echaremos de menos, pero que también recordaremos todas las cosas buenas que pasamos juntos. Y lo más importante: agradecer, agradecer sincera y profundamente por haber tenido este tiempo juntos, por haber compartido experiencias -tristes o alegres- por haber amado uno al otro, por habernos sentido valorados, apoyados, consolados, por haber sido cómplices, confidentes, consejeros...
Esta es una cosa que siempre le voy a agradecer a mi marido, que me proporcionó la oportunidad de ver a "Arthur" por última vez y así poder decirle todas estas cosas... Y parece que él sólo estaba aguardando mi visita para partir, pues al día siguiente, la veterinaria telefoneó para avisarnos que había fallecido... "Puchas!", pensé, en medio de las lágrimas, "Cómo estaría sintiendome ahora si no hubiera ido a visitarlo, si no hubiera hablado con él, si no le hubiera hecho un último cariño y no le hubiera dicho que, si había llegado su hora, podía irse tranquilo; si no le hubiera agradecido por permitirme ser su dueña durante estos trece años, por ser mi compañero a lo largo de todo ese tiempo?.".. Con certeza, sería corroída por la culpa, ya que habría sido una ingratitud y una cobardía sin tamaño abandonarlo cuando tanto me necesitaba, cuando esperaba tan sólo mi señal para abandonar este planeta. Es verdad que las piernas me temblaban y el corazón quería escapárseme por la boca cuando entré en la clínica y me dirigí a la sala donde los veterinarios lo habían acomodado, pues presentía la visión trágica de un perro de pelaje opaco y grasoso, flaco y hediondo, de ojos legañosos y lleno de baba... Sin embargo, fuí agraciada con un cuadro completamente opuesto: allí estaba él- el perro más lindo del mundo- tendido en un espacio amplio y fresco, vestido con una especie de "piyama" de género blanco, la aguja del suero en la pata delantera, con un delicado bozal de tejido para evitar que se mordiera la léngua, un paño enrollado que servía de apoyo para su cabeza (hoy con las orejotas levantadas, como un verdadero pastor alemán) y algunas hojas de periódico debajo de su corpachón... Totalmente sorprendida, me detuve y permenecí observandolo durante algunos instantes... Ave María, parecía que estaba viéndolo tendido en el piso de la cocina, junto a la pared de baldosas, durmiendo una de sus innumerables siestecitas del día!... El pelaje estaba limpio y sedoso, hasta oloroso, nada de legañas en los ojos -que ya ostentaban, sin embargo, aquella fina película gris que anuncia la muerte próxima- no aparecía impresionantemente flaco o debilitado; un poco jadeante tal vez y con la mirada distante, con certeza ya vislumbrando los campos celestiales, las latas de basura, las lindas perritas y otros animales, los infinitos árboles, postes y neumáticos que invitaban a una "levantadita de pata" y en medio de todo esto, san Francisco -que ciertamente lo había dejado un poco más aquí abajo esperando mi visita- abriendole los brazos y sonriéndole con mi cara para que él no se sintiera apocado y saltase de una vez hasta el paraíso como el cachorrito que nunca dejó de ser...
Me arrodillé a su lado y lo acaricié, llorando -menos mal que la veterinaria debía ver este tipo de cosa todos los días, entonces no me sentí avergonzada de demostrar mis sentimientos- conversando con él sobre cosas que solamente nosotros dos sabíamos, llamándolo por todos aquellos sobrenombres que surgieron a lo largo del tiempo, rascándole la cabeza como le gustaba, sin saber a lo cierto si estaba consciente lo bastante como para darse cuenta de mi presencia (la veterinaria me dijo que estaba, sí) o escuchar mi voz llamándolo por última vez... Le dije entonces todo lo que estaba en mi corazón, lo cubrí con todo mi amor y gratitud y le afirmé que podía irse, que no tenía que quedarse si sentía que su hora había llegado, que yo iba a estar bien. Lo iba a echar mucho de menos, pero estaría bien. Todo estaba bien, yo me sentía preparada, a pesar del dolor que me cortaba el alma... No quería prenderlo sin motivo, por puro egoísmo...
-Estás libre, perrazo -murmuré -Puedes irte en paz.
Y desde aquel jueves continúo agradeciendole a Dios, a san Francisco y a mi esposo por haberme permitido esta despedida, este agradecimiento, esta oportunidad única y especial de haber convivido durante trece años con una criatura tan digna, leal, amiga, verdadera, fiel y adorable como "Arthur". Agradezco por el día en que, de entre todos los otros cachorros de la nidada, decidí escogerlo a él (cabía en la palma de mi mano!) y traerlo para mi casa, porque esta simple acción me valió un tiempo y una experiencia maravillosos, que jamás voy a olvidar. Pues fué "Arthur", sí, él mismo, mi oso lladrón de pollo, mi caballero de collar plateado, quien me mostró lo que es la "mirada del amor incondicional" y sembró en mi corazón las ganas y el ejercício de mirar a todos y a todo de esta forma.

sexta-feira, 23 de janeiro de 2009

Volantines olvidados

Hago todos los días el mismo recorrido, sin embargo nunca había mirado hacia la copa de aquel árbol, hoy desnuda por causa de la poda de invierno que la municipalidad hace, y tal vez por eso poco atractiva para mí... Venía caminando, sintiendo el viento refrescar mi cuerpo húmedo de sudor, cuando un ruido diferente me hizo disminuír la marcha. Miré a mi alrededor, tratando de descubrir su procedencia, pues a aquella hora de la tarde se destacaba entre los otros murmullos de la calle, que se preparaba perezozamente para la cena. Traté de identificar el sonido, pues no me era extraño... Entonces percibí que venía de lo alto, de algún lugar exactamente encima de mí. Me detuve y levanté los ojos. Ahí estaba: el volantín colorido, nuevecito, enroscado entre las ramas peladas y los alambres de alta tensión. Su cola de flecos se debatía furiosamente bajo el impulso del viento mientras el volantín parecía temblar, desesperado, produciendo aquel sonido que llamara mi atención.
Me quedé un momento contemplandolo. Un pedazo de hilo pendía todavía de él, enrollado en el árbol... Y de pronto aquella sensación de tristeza fué tomando cuenta velozmente de mí. "Ese volantín debería estar en el cielo!",pensé " danzando y haciendo piruetas, desafianto al viento para subir más y más alto, haciendo feliz a algún chiquillo!"... No obstante, alguna fatalidad lo había derribado, condenandolo a morir allí, preso entre las ramas y los alambres... A pesar de eso, aún se debatía, en vano, y reaccionaba con las ráfagas de viento como si no creyese que estaba preso.
Mi corazón se encogió, angustiado, al ver este cuadro, porque de improviso me pareció la representación de nuestros sueños, a veces arrastrados por malos vientos y lanzados al suelo, o al medio de las ramas de los árboles, de los alambres de alta tensión, detenidos en su subida, llorados, pero finalmente olvidados a la intemperie hasta que perdiesen los colores, hasta que el papel se rompiese y se deshiciera, restando tan sólo el esqueleto de varitas... Pues siempre queda esta triste armadura resistiendo, como si dijera que todavía sirve, que si alguien la rescatase y pegase en ella un nuevo papel y una nueva cola aún podría ser capaz de elevarse y de desafiar al viento, de arrancarle una sonrisa a algún chiquillo...
Así, el volantín me traía la imagen de los sueños que, a pesar de abandonados porque sufrieron un revés, persisten en algún lugar dentro de nosotros, semejante al esqueleto de varitas que nos invita a pegarle nuevos papeles coloridos, a esmerarnos para amarrarle una cola bien larga, a comprar otro hilo, más resistente, a mejorar muestra habilidad y a encumbrarlo nuevamente.
Nunca es tarde para los sueños, mismo si quien los soñó ya no es el mismo que cuando los soñó. Pero cuántos de ellos se quedan sí, como aquel volantín, enroscados, abandonados! Tendría que subirse al árbol y libertarlos en vez de darle la espalda y desistir de ellos. Otra oportunidad. Un nuevo esfuerzo. Algunos arañones. Mucho, mucho cuidado. Pues los sueños deberían tener infinitas oportunidades.

Decisiones

Tomar decisiones, hacer promesas, llenarse de planes y jurar mudanzas, esta es nuestra primera actitud cuando a la medianoche del dia 31 de diciembre los fuegos artificiales empiezan a estallar e iluminar el cielo con sus bellos dibujos coloridos. Mi perra, la "Talita", casi tiene un ataque cardíaco y no sabe más dónde esconderse, anda sin parar de aquí para allá, temblando y babeando, con la expresión de quien enfrenta el propio fin del mundo. Ya "Arthur" era un poco más valiente, pero el último tiempo, cuando yo salía a la calle para ver los fuegos, se quedaba en la puerta de la sala, ladrando como un loco y mirándome como si yo hubiese perdido la razón.
-Pero qué es lo que estás haciendo ahí afuera?????...No sabes que puedes morir?- parecía decir, meneando la cola y con las orejas en pié (cosa extraordinaria en él).
Pero yo no le hacía caso y continuaba allí, con los ojos en el cielo obscuro, maravillandome con cada explosión, prometiendo mil cosas para el año que entraba y riéndome de su miedo.
Este año no fué diferente -excepto por el hecho desolador de que él no estaba en el umbral haciendo su show para hacerme volver a la seguridad de la casa- pero no prometí tantas cosas; me atuve a las más escenciales (cuando uno envejece sucede este tipo de cosa, porque se aprende a distinguir lo que es verdaderamente importante) como pagar mis deudas, comprar un nuevo computador y una cajonera porque la mía está, literalmente, deshaciendose, pero más importante que todo esto, prometí cuidar mejor de mi salud -la diabetes no es algo liviano, no, y menos a mi edad- encontrar una nueva empleada, tratar de acercarme un poco más a mi esposo y continuar escribiendo y trabajando con el miemo entusiasmo y creatividad de siempre. Prometí, otra vez, ser feliz y hacer felices a los otros, dentro de lo posible, y no amedrentarme con los desafíos (como mi nuevo jefe) las decepciones o las dificultades. En realidad, esto encierra un montón de cosas, de actitudes y decisiones que van a ir apareciendo por el camino y que espero con una ansiedade hasta positiva.
En esto pensaba mientras escribía en mi diario, dos días después -que como ustedes ya saben, es de donde salen estas crónicas- y al final resultó un texto tan simpático que decidí ponerlo aquí para que ustedes lo aprovechen como quieran:
Tomar decisiones y llevarlas adelante, no importa cuán difíciles puedan parecer después que pasa el primer entusiasmo, es una cosa que hace tan bien cuanto despedirnos de alguien a quien nunca más veremos, poner los puntos en las "i" en una relación, ahorrarse momentos desagradables y disfrutar cada pequeño milagro del dia a dia. Olvidar el pasado, intentar reconciliaciones sin condiciones, enviar mensajes sin cobranzas ni acusaciones, acercarse, lavar el alma con palabras sinceras y positivas, agradecer, decir que nos damos cuenta de lo que el otro hace por nosotros, que nos importa, que deseamos la cercanía... En una palabra: intentarlo. La grande magia que hace las mudanzas acontecer en nuestras vidas. Deshacer mal entendidos es un arte difícil y traicionera, sobre todo si nosotros mismos nos encontramos enredados en uno, pero si no hacemos ni siquiera un movimiento para aventurarnos en esta selva de silencio, gestos y miradas subentendidas, de teorías y suposiciones no compartidas, al final seremos tragados por ella y moriremos masticando aquella maldita pregunta: "Y si yo hubiera...?"
Por eso no es bueno empezar un nuevo año en una situación de estas, cargando una cruz que podría ser dejada de lado con algunas palabras, un gesto o un abrazo inesperado. Este año vamos, entonces, a abrir puertas, ventilar cuartos, darle una sincera oportunidad al amor, a cualquier amor, a todos los amores, a ese amor que tal vez todavía exista. Vamos a renovar, a abrir el corazón, a barrer los sótanos de los resentimientos y dudas, de los dolores callados y los días solitarios y así poder sentirnos completos otra vez.
Todos sabemos que tenemos mucho que dar, no sólo profesionalmente, sino, principalmente, como seres humanos, hermanos, amigos, padres, esposos y sería un verdadero pecado dejar que todo esto se perdiera en una tela de recelos e inseguridad, de ansias reprimidas, de caminos separados o abismos sin puentes... Porque los abismos existen, sí, pero no para que nos quedemos parados delante de ellos lamentándonos, sino para que hagamos el esfuerzo de construir puentes que nos lleven hasta el otro lado donde, quién sabe, algo maravilloso nos espera.
Entonces, por qué no darle una oportunidad al destino, a la fé, a la historia que nos juntó y nos regaló tantas experiencias -buenas o malas- para que las viviéramos al mismo tiempo y con ellas creciéramos y dejáramos nuestra herencia?... Es triste, muy triste el arrepentimiento, sobre todo cuando no hay más tiempo de corregir los errores.
Por eso, no vamos a empezar este año así, lejanos y callados, cada uno en un mundo impenetrable, cultivando dudas y resentimientos que tal vez sólo existen porque nuestro silencio y nuestra inercia los riegan todos los días... Vamos a hablar, a abrazar, a reír, a compartir, a entregarnos, a escuchar, a besar, a creér de nuevo. Vamos a ser felices, es nuesto deber y nuestro derecho! Es para esto que estamos aquí, entonces, créo que nuestra primera promesa de año nuevo debe ser ésta: ser humano y sembrar nuestras mejores cualidades, sin que importen los desafíos, las decepciones, las dificultades o las apariencias. Vamos a ser humanos como hermanos de la misma sangre, con los mismos sueños y planes, y con el mismo objetivo: ser felices.

quinta-feira, 22 de janeiro de 2009

Escenários

Y después de muchas aventuras y desventuras (las cuales incluyeron la muerte de mi compañero más fiel durante trece años, "Arthur" -el perro más lindo del mundo- el paladar gravemente quemado por un pedazo de lazaña asesina hirviendo y un tremendo virus en el computador (que ahora está sin impresora. La cosa ya está pareciendo una novela mejicana) finalmente vuelvo a mi rutina semanal, tal vez un poco triste (es muy extraño no ver el corpachón peludo de "Arthur" echado aqui a mi lado mientras escribo) sufriendo para comer y con el presupuesto más apretado, si cabe, pero todavía llena de optimismo e inspiración. Sólo espero que mis fieles lectores (todos los tres) no hayan pensado que paré de publicar las crónicas y vuelvan a leér mis textos! Bueno, al final, hace casi un mes que no escribo nada!... Pero la vida continúa y ahora "Arthur" me acompaña desde un pequeño marco azul con soles y estrellas, allí en el escritório atrás de mí, y desde allá encima, donde no puedo verlo, juntito a san Francisco y todos sus animales regalones... Es un cuadro bonito de ver: él allá ladrando, revolviendo la basura celestial y meando en todo objeto que tenga una pata, restregandose en las nubes mullidas y babeando en cima de cualquier cosa que parezca comestible!... Andale, perro sinvergüenza!...
Bueno, dejando de lado la emoción -que ya empieza a llenarme los ojos de lágrimas (de nuevo!)- aquí vá la crónica de esta semana:
Estaba de pié al lado de la cocina, encuanto colaba el café para el desayuno esta mañana bien temprano, cuando sin querer empecé a mirar a mi alrededor, al escenario que me rodeaba: los muebles, los estantes, los potes y vasos, las fuentes con verdura y fruta, los frascos con galletas, las botellas, los aliños, la mesa con sus pisos alrededor, la frutera encima de ella, sobre el pequeño mantel colorido, el reloj de la pared con sus dibujos de vegetales marcando las horas, los imanes divertidos adornando la nieve reluciente del refrigerador... Todo en su lugar, haciendo parte de nuestra rutina sin que nos diésemos cuenta. Me volví y ví los adornos de cerámica, las fotografías en cima del aparador, los maceteros con plantas. Respiré bien hondo y me sentí impregnada por los mil aromas peculiares de nuestra casa, que no existen en ningún otro lugar. Percibí la luz entrando por las ventanas y dándole a los cuartos un colorido, un clima acogedor y característico que parecía abrazarme, darme la bienvenida... Puse el termo con café en la mesa y salí andando por la casa, bien despacio, observando cada detalle con renovada atención, y era como si algún tipo de magia fuera tomando cuenta de todo. Salí al jardín y continué observando. Todo era tan especial y único, tan personal! Hasta alguna falta de orden y mantenimiento (pared descascando, baldosas trizadas, ropa secando, el pasto demasiado largo) parecía en harmonia con el concepto que se afirmaba dentro de mí: hogar.
Cuando era pequeña viví en muchas casas, pasé por numerosos colegios y parroquias, y de algunos todavía conservo ese tipo de recuerdo: aromas, sonidos, colores, rincones, luces, jardines, un agradable y acogedor desorden, un carisma único e insubstituible, impuesto por todos nosotros como la familia que vivía allí o, simplemente, pasaba algún tiempo en esos lugares. Así me acuerdo de mi infancia, de mi adolescencia, de personas y acontecimientos, de sensaciones y lecciones que puedo revivir con absoluta fidelidad gracias a estas referencias llenas de significados, de riqueza y originalidad, de experiencia. Los escenarios de nuestras vidas son una parte viva y vital de nuestro crecimiento y maduración como seres humanos. Estas no existen sin ellos. Podemos irnos y nunca más volver, pero estos lugares con sus características permanecerán para siempre dentro de nosotros. Mirando hoy esta casa y sus peculiaridades esculpidas por el uso, las costumbres, las rutinas, los carismas, las necesidades y proyectos de cada uno de los que en ella vive - y que pueden ser considerados tanto defectos como cualidades- no puedo evitar el preguntarme si de aqui a veinte, treinta años, mis propios hijos tendrán recuerdos parecidos a los que yo tengo hoy de los lugares donde viví, si conservarán en su corazón las sensaciones, los colores, los perfumes, los sonidos y, de alguna forma, se sentirán seguros y acogidos toda vez que ellos vengan a sus mentes. Me pregunto si serán para ellos un sinónimo de hogar, de acogida, de protección, de amor incondicional, de puerto seguro. Porque cada escenario en el cual se desenvuelve una parte de nuestra vida es un certificado de que somos amados, de que tenemos un lugar entre los hombres, de que conquistamos nuestra participación en la historia de la humanidad, pero principalmente, de que somos reyes de castillos que ninguna maréa podrá jamás deshacer.

La oración

Todos dándose las manos, las cabezas bien bajas, ojos cerrados, voces de adultos y de niños mezcladas en la fervorosa oración recitada en el início de esta mañana soleada y todavía fresca. El calor vendrá más tarde, opresivo y desgastante, para quitarnos las fuerzas y la inspiración...
-Padre nuestro, que estás en el cielo...
Profesores y alumnos elevan sus voces, unas confiantes y animadas, otras apagadas y discretas, buscando en este instante de comunicación con lo divino el ánimo y la alegría para el trabajo que les espera y que, aquí, es especialmente exhaustivo y lleno de dificultades y, a veces, tan frustrante y poco fructífero.
Levanto la cabeza y abro disimuladamente los ojos para observar discretamente a las personas en el círculo a mi alrededor... Y me topo justamente con Domício, bien en frente a mí, ojos fuertemente cerrados, cabeza baja mostrando su coronilla de cabello negro y erizado, medio ladeada, el cuerpo no muy equilibrado por causa de la parálisis, ropa zurrada, botas gastadas y sin brillo, cubiertas de aserrín -trabaja en la carpintería de la escuela- y dedos crispados y algo deformados sujetando con fuerza las manos de los dos compañeros de cada lado. Reza junto con los demás, lleno de fervor y concentración, su voz un poco más alta, las palabras medio embrolladas... No obstante, su devoción es tal, su voz tiene una convicción, una fé tan verdadera, que me conmueve de verdad... Y me avergüenza. Porque de repente me véo a mí misma, rezando de cualquier manera, con la mente perdida en mil pensamientos fútiles, preguntándome qué habrá en el almuerzo, o dónde será que la profesora a mi lado compró aquellos zapatos, si aquel alumno problemático faltará hoy -dándome un poco de sosiego- y si van a pagarme las pocas horas extra que acepté hacer este mes... Estoy apenas cumpliendo un ritual, distraída, relajada; mis palabras no significan nada, ni una energía pasa por mis manos o sale de mi corazón para abrazar a estas personas tan carentes, esforzadas y llenas de problemas (porque ellos sí tienen problemas de verdad!)... Al darme cuenta de la tremenda herejía que estoy cometiendo, un rubor caliente y húmedo me sube a la cara, y mis ojos se posan de nuevo en la cabeza hirsuta de Domício, como si quisiera agarrarme a su fé para poder mirar la cara de Dios. Porque siento que él realmente espera la protección, la ayuda, el consuelo, la salvación, el milagro que la oración pide. La suya es una plegaria optimista, poderosa, a la cual se entrega con la más absoluta inocencia y fé, como sólo alguien como él sería capaz de hacerlo. Sus lábios retorcidos esbozan la secreta sonrisa de quien está delante de su mejor amigo, iluminando su rostro moreno y asimétrico. El crée. El espera. El acepta. En este instante su cruel limitación no significa nada, no posée peso alguno. Y por algunos segundos yo consigo ver una espécie de inexplicable perfección en su figura, en su actitud de sereno y alegre recogimiento interior. Nada interfiere en su comunicación con Dios... Y yo ahí, parada frente a él, con el cuerpo flojo y el corazón pesado, llena de preocupaciones y recelos, de frustraciones, flojera y mala voluntad, me siento de repente indigna de hacer parte de la misma rueda...
Respiro hondo y bajo la cabeza nuevamente, tratando de encontrar el camino, la luz, la certeza que me guíe hasta el lugar donde Domício se encuentra, delante de su Padre, y en un arranque de rara humildad, tengo el impulso de ir hasta él y pedirle que me enseñe a rezar de nuevo, a confiar y a abandonarme en los brazos de Dios como él lo hace... Pero me parece que esto es tan natural para él que no sabría darme la "receta", pues no se trata de la manera que reza, sino de la manera que vive y, en ese segundo, juro que siento envidia de este deficiente que mal consigue pronunciar mi nombre o llevarse una cuchara a la boca.

Ligaciones

Un sábado más, pero menos cansada y con más tiempo, ya que me levanté más temprano y no salí para caminar porque ayer en la noche terminé yendome a acostar a las dos de la mañana... Por qué? Me quedé viendo -por la enésima vez- "King Kong" y, como todas las otras veces, lloré como una Magdalena cuando el gorilazo cáe de lo alto de la torre del Empire State y la jovencita queda allá encima, desesperada, viéndolo rebentarse en la vereda a sus piés... Ya ví esta escena una infinidad de veces, en las más diversas versiones, y siempre termino emocionandome. Historias que tienen que ver con animales son mi punto flaco, definitivamente. Y a lo mejor ahora estoy especialmente sensible al respecto porque uno de mis perros, "Arthur", que ya tiene 13 años, está con serio problema de displacia en los cuartos traseros, entonces de repente no consigue levantarse a no ser que alguien -que soy yo, claro- corra para ayudarlo pasandole una toalla debajo de la barriga y lo levante para que así pueda quedar en pié... Ay, qué pena!... El se muestra tan agradecido y avergonzado de su incapacidad, me mira con unos ojos húmedos y brillantes y viene a restregarse a mis piernas con tanto alivio y gratitud todas las veces que consigue pararse, que no me pongo a llorar solamente porque pueden pensar que estoy loca... Pero, caramba, el afecto que uno desenvuelve con nuestros animales de estimación es una cosa realmente impresionante... Y una vez que se tiene uno, no se para más. Cuando uno de ellos muere uno dice: "Ah, nunca más, es demasiado sufrimiento!", no obstante, algunos meses después ya está llevandose otro y dándole el mismo amor que al anterior. El secreto para no sufrir tanto es, créo yo, estar consciente de que el animal vá a durar menos que nosotros y que, cuando nos dejan, nuestro corazón puede quedarse sosegado porque sabemos que fueron amados, que se divirtieron, comieron, fueron mimados y acariciados, alimentados y cuidados de la mejor forma posible, entonces... Este es el argumento que estoy preparando para cuando los míos se vayan -porque ambos ya están bastante viejos- y créo que vá a funcionar, a pesar de la semana que me lo voy a pasar llorando y mirando sus platos vacíos y sus cojines y corréas... Pero los amamos, no los amamos? Y eso es lo que cuenta al final...
Bueno, y aquí está la crónica de hoy (la de arriba fué gratis):
Viniendo por la calle ya daba para divisar de lejos aquella singular escultura vegetal en el jardín del frente de la pequeña casa amarilla. Uno hasta pestañeaba un par de veces, como para certificarse de que era eso mismo e, inevitablemente, acababa parando delante del portón para admirar aquella original obra de arte: un enorme gallo esculpido con la tijera de podar en un pino que se erguía, majestuoso, bien al centro del césped. El gallo de don Tuta, el jardinero. Por lo menos dos veces al mes podíamos ver al hombre, de tijera en la mano, recortando con todo esmero y concentración las ramitas que habían crecido, deshaciendo así los contornos de la escultura. A veces estaba encaramado encima de una escalera de mano, a veces tendido en el suelo en cima de unas hojas de periódico, otras arrodillado debajo de la sombreada barriga del gallo o entonces, de sombrero de paja para protegerse del sol, dando vueltas y más vueltas alrededor de la escultura para cerciorarse de que no sobrara ni una rama rebelde. Don Tuta mantenía su obra siempre verde y perfectamente cortada; con lluvia o con sol allí estaba él, podandola todo orgulloso y recibiendo modestamente los elogios de vecinos, amigos y admiradores desconocidos (y algunas bromas también). El gallo se hizo famoso en toda la ciudad y viró una especie de punto de referencia para todos.
Algún tiempo después, y aparentemente no satisfecho con esta única escultura, don Tuta decidió plantar dos pinos más, que se tornarían sus próximas creaciones: una sería la sagrada familia y el burrito y la otra una seta con un cienpiés encima fumando narguile, personaje del libro "Alícia en el país de las maravillas"... Cuando el primer pino alcanzó el tamaño adecuado, don Tuta inició su paciente labor. Aguardaba sin prisa hasta que las ramas crecieran para ir cortándolas según su proyecto y así, la sagrada familia fué tomando formas definidas y apareciendo delante de nuestros ojos un poco más a cada mes.Todos esperábamos ansiosos el resultado final y estábamos siempre preguntándole cuándo estaría terminada. Y como Miguel Angel le respondía al Papa toda vez que éste lo interrogaba sobre los frescos de la Capilla Sixtina, él nos respondía, sonriendo maliciosamente: "Cuando lo termine"... Y proseguía cortando aquí y allí, mirando de arriba a bajo, arrancando delicadamente las hojitas rebeldes que insistían en sobresalir de los contornos de la escultura, apreciando de lejos y de cerca, con mirada crítica y una mano en la boca, el nacimiento y desarrollo de su creación. Don Tuta no era un jardinero de los mejores, pero su pasión por las esculturas vegetales y la perfección con que las ejecutaba -para delicia de quien se topaba con una de ellas en algún jardín- disculpaba todas sus deficiencias con nuestros canteros y pastos.
Sin embargo, el tiempo fué pasando y él no terminaba la tal escultura. Inclusive comenzaron a surgir unas ramas largas y desordenadas en el gallo y algunas enredaderas parasitas se inflitraron subrepticiamente en medio de su follaje, como si don Tuta se hubiese olvidado de cortarlo durante un buen tiempo. Fué entonces que noté que no aparecía más en la calle para su usual paseo de fin de tarde hasta el bar de don Pedrito, donde se sentaba en un banquillo y bebía su cerveza helada conversando con los amigos o disputando algunos partidos de cartas o billar. En la casa amarilla, las patas del burrito, ya esculpidas, se llenaron de ramas y brotes, acabando por perder la forma, así como las otras dos figuras y, finalmente, para nuestro espanto, empezaron a amarillear y a secarse... Curiosamente, el resto del pino continuaba verde, tan sólo la escultura se obscureció y murió, perdiendo todas las hojas... Una tarde, pasé frente al jardín y ví que la habían podado completamente. Fué una sensación extraña ver aquel espacio vacío!... Miré entonces al gallo y percibí que algunas ramas altas escapaban de la cola bien modelada y que el agujero del ojo empezaba a secarse también. Todo él tenía un extraño y lúgubre aire de abandono y mal agüero... Fué cuando supe que don Tuta estaba enfermo. Mal de Parkinson. Justamente él que necesitaba tanto las manos para llevar a cabo su trabajo!... Me quedé muy triste, imaginando su impotencia y su frustración.
Volví a encontrarlo algunas veces en la calle, andar inseguro, mirada embazada, manos temblorosas, pálido y extremadamente delgado. Yo pasaba por él y lo saludaba con mi sonrisa más alegre, pero él no me respondía. Farfullaba algunas palabras ininteligibles, esbozaba una sonrisa vacía y continuaba caminando como un sonámbulo. Después, yo pasaba delante de su casa, donde el gallo había perdido casi por completo su forma original y era tomado gradualmente por aquel tono café obscuro y seco que preanunciaba su muerte. Un escalofrío recorría mi espina dorsal, no sabía por qué.
El tiempo pasó y yo empecé a ir al trabajo en ómnibus, así, no encontré más a don Tuta ni ví el estado de sus esculturas durante un buen tiempo. Pero un día en que decidí regresar a casa caminando percibí, ya de lejos, aquel terrible vacío en el jardín de la casa amarilla. llegué cerca y paré, sin poder creér lo que veía: el enorme pino en el cual había sido esculpido el gallo, había sido cortado próximo a la tierra y ahora mostraba tan sólo un tocón seco y endurecido... Fué como recibir una bofetada en pleno rostro... En ese momento divisé a la nuera del jardinero saliendo de la casa y decidí acercarme y preguntarle lo que había sucedido.
-Puchas, qué le pasó a la escultura? Estaba tan bonita!...
-Para que véas, se murió.- me respondió -El pino se quemó entero, como si le hubieran encendido fuego!...
-Pero don Tuta no vá a plantar otro?...- inquirí.
Ella me miró, sorprendida, y preguntó:
-Entonces tú no lo sabes?...- y acrecentó, entristecida -Don Tuta falleció.
Me quedé parada ahí, pasmada, tratando de convencerme de sus palabras y recordando los malos augúrios que había sentido en el aire cuando ví los primeros señales de la muerte del pino... Podía ser tanta la coincidencia?...
Le dí los pésames a la mujer y ella entró en su coche, me saludó con la mano, dió la partida y se alejó calle abajo, dejándome allí, aturdida. Miré nuevamente el pino y de repente sentí una tremenda nostalgia de aquel gallo verde y pomposo, al tiempo que me preguntaba, desconcertada: "Será que se puede desenvolver una ligación tan íntima con aquello que tocamos, que amamos, que producimos, a punto de que esto se transforme en el reflejo de nuestra vida?"... Las plantas enfermaron y se pudrieron, semejantes a un pajarito que se consume de tristeza por la ausencia de su dueño. Parece que al faltarle el contacto amoroso y la alegría e inspiración de cada pequeña poda, los pinos presintieron la agonía y muerte de su creador y, sin futuro ni objetivo, abandonaron la vida al mismo compás del corazón del hombre.
Me fuí a mi casa en apesadumbrado silencio, meditando sobre las infinitas ligaciones -íntimas o más superficiales, pero igualmente reales- de todo tipo que creamos a lo largo de nuestra existencia y la poca importancia que le damos a la mayoría de ellas. Pero lo que me dejó más impresionada fué el darme cuenta de que, a despecho de esto, los lazos que se crean parecen indestructibles y todas estas ligaciones acaban permaneciendo mucho más cercanas de lo que imaginamos, provocando sus consecuencias, sus recuerdos, sus raíces y enseñandonos sus lecciones. Y por más subjetivas que algunas parezcan, todas son absolutamente reales y tienen un objetivo en nuestras vidas. En un mundo de solitarios cibernautas y feroces luchas por prestigio y poder, el sentido de la ligación con algo o alguien sin ningún interés está casi perdido entre nosotros. Pero debemos entender que ligarse no es un señal de debilidad, sino de fuerza y sabiduría, pues es de esta ligación con la diversidad que nos rodea que nacerá nuestra propia sabiduría.

Sábios, reyes, artistas, evangelizadores

Toda las veces que posto una crónica nueva me gusta empezar contando alguna cosa sobre mi día, así los lectores pueden conocerme un poco más y hasta identificarse con mis peripecias y sentimientos. Sin embargo, hoy había decidido no escribir nada y postar solamente la crónica -no sólo porque el computador se dedicó a sabotearme la mañana entera con un letrerito de "depuración" que apagaba todo lo que había escrito- sino porque no estaba muy animada que digamos. Ayer fuí a un cumpleaños y, en vez de disfrutar de la fiesta y de la compañia de personas queridas y agradables, preferí quedarme en un rincón, quieta y aislada, sentada en uno de los bancos de granito del jardín del edificio, sintiendo rabia y frustración por una situación que no tiene solución, y pena de mí misma -detesto cuando soy asaltada por estas crisis de auto-compasión; menos mal que duran poco- por tener que pasar por ella valerosamente, cosa que ya debería haber aprendido a hacer, ya que ella se arrastra por tres años sin ningún indicio, ni siquiera microscópico, de mejora o mudanza... Pero como todo en la vida pasa, hoy día ya me desperté contenta, dancé la música que estaba tocando en la radio-despertador, conversé con mis viejos perros paralíticos, respiré hondo el aire fresco y lleno de perfumes de la mañana, hablé con mi hija por teléfono, dí una buena mirada a mi alrededor y me sentí nuevamente fuerte y dispuesta a continuar con mis batallas -grandes y pequeñas- a correr atrás de victorias en vez de derrotas y lamentaciones y a persistir en la paciencia, el optimismo y la creatividad para lidiar con esas situaciones que no tienen salida, pues como bien dicen los árabes: "Si tiene solución, para qué preocuparse? Y si no la tiene, para qué preocuparse?"... Y, claro, tienen toda la razón. No voy a despercidiar mi tiempo, mi energía y mi creatividad en este tipo de cosa cuando hay tanta cosa buena a mi alrededor! Si coloco en la balanza los pros y los contras, sin duda hay una cosa negativa ocupando uno de los platos. Sin embargo, en compensación, el otro plato está rebalsando de cosas positivas y no puedo ser ingrata con Dios a punto de despreciar u olvidar todas ellas para ocuparme tan sólo con esta otra que, a veces, es verdad, me lastima el pié, semejante a una piedrecita que se mueve para acá y para allá dentro del zapato, según voy caminando... El negocio es, entonces, continuar andando, siempre para adelante, siempre de ojos y corazón bien abiertos para no perder ni uno de los milagros que acontecen a mi alrededor para animarme, enseñarme y hacerme crecer.
Y aquí está la crónica de hoy.
A camino del trabajo hoy en la mañana, mientras trataba de planear mis actividades en la Fundación, encontré a una mendiga cargando un grande saco de yuta lleno de latas vacías y botellas plásticas -negra, gorda, de cabellos negrísimos y andar desgarbado- que pasó por mí canturreando. Usaba una camiseta vieja y agujereada enrollada en la cabeza, un vestido zurrado y deformado, enorme mismo para su cuerpo rechoncho, todo remendado y de color definido, y sandalias gastadas, cada una de un color diferente, en los piés de talones partidos y deformados... Primero, escuhé su voz sorprendentemente melodiosa y a finada viniendo atrás de mí. En seguida, sentí la vibración poderosa de su corpachón acercandose junto con la música, y luego ella pasó por mí, tocandome levemente en el hombro y la cartera con su saco de latas y botellas. Caminaba animadamente, de cabeza erguida y ojos atento, a pesar de la evidente dificultad que el exceso de peso le ocasionaba, y no pude evitar quedarme observandola mientras se alejaba de mí, admirada de su buen humor a pesar de su aspecto miserable y de la promesa de lluvia y frío que flotaba sobre nosotros... Me mantuve a una cierta distancia atrás de ella, lo que me permitió percibir que cojeaba, haciendo que su espalda se inclinase peligrosamente hacia la izquierda a cada paso. Sin embargo, nada en su actitud demostraba dolor o irritación, cansancio o tristeza... De repente, en el medio de la cuadra, encontramos a una mujer que venía saliendo de la panadería de la esquina con su bolsita de papel llena de pan caliente y oloroso. De lejos, divisó a la mendiga y de improviso abrió una sonrisa ancha y luminosa y vino trotando a saludarla como si se tratase de una amiga a quien no veía hacía mucho tiempo. Manteniendo aquella sonrisa cálida y tierna y sin apocarse por el aspecto de la otra, le preguntó por la familia, por la salud, por la vida, y la mendiga respondió a todo con la mayor naturalidad y, por su vez, le preguntó a la mujer por su vida, por el esposo enfermo y la carrera de los hijos. La mujer hizo un suscinto relatorio y ambas se despidieron con un beso, continuando en seguida su camino, sin que la mujer hiciese -para mi desconcierto- ni un esbozo de ofrecer a la mendiga uno o dos de los panecillos que traía y que despedían un aroma de hacer água la boca. Y la mendiga tampoco hizo mención de pedir, ni siquiera indirectamente... Yo, boquiabierta ante tal escena, decidí permanecer por allí para ver el final de esta historia, ni que por eso llegase atrasada a mi trabajo!.
Más adelante -yo siguiendo de cerca a la mendiga, fingiendo que leía calmadamente alguna cosa muy importante en mi agenda y anotaba otras igualmente importantes -un señor de botas y sombrero de fieltro paró para saludarla también, y después dos mujeres más y todavía otra que estaba llevando a su hijita al colelgio... Mi sorpresa y fascinación crecían a cada uno de estos encuentros, pues normalmente, las personas prefieren mantenerse a distancia de alguien como ella; sin embargo, esta mendiga -de la cual yo me alejaría discretamente si cruzase con ella en la calle por causa de su aspecto sucio y medio grotesco- era conocida por todo el mundo!... Pero quién lo diría? Cómo era posible? Al final quién era ella para ser tan popular así?... Entonces, comencé a preguntarme cuál sería su historia, pues ciertamente debía ser bien poco común. No pude dejar de notar que su hablar era hasta educado y muy claro, usaba las palabras correctamente y su pronunciación era como la de alguien que hubiera cursado la escuela. Sus maneras eran afables y anacrónicamente suaves para alguien de su tamaño y aspecto. Pero lo más desconcertante para mí era el hecho de que parecía conocer a todo el mundo íntimamente y que esto era recíproco de la parte de los que cruzaban con ella... Será que ella ya había sido vecina de ellos? De la misma iglesia? Sus hijos estudiaron en el mismo colegio? Frecuentaban las mismas tiendas o mercados, ya habían intercambiado recetas en el portón de la casa al atardecer o mientras lavaban la vereda?... Y cuál había sido la desgracia absurda y cruel que lanzó a esta mujer a la calle para acabar recogiendo latas y botellas en latas de basura? En las latas de basura de aquellos que, al parecer, fueron sus amigos?... Pero qué cruel ironía... Sin embargo, y por alguna razón que no llegué a descubrir, ella no parecía sentirse infeliz, avergonzada o sublevada con su suerte, con su actual posición delante de ellos, que habían prosperado y creado raíces y familias. Muy al contrario, sonreía y conversaba con todos con total naturalidad y sincera alegría y ellos -como si tuvieran un acuerdo tácito e inviolable- tampoco parecían sentirse incómodos o apenados con su miseria... Lo que me hizo imaginar, incrédula, que su destino no le había sido impuesto por la vida, sino que había sido una opción de ella misma. Pero, por qué? Cuál era su propósito? Podría alguien, sobre todo en estos tiempos de ambición y egoísmo, escoger por libre y espontánea voluntad, la calle, la pobreza, la necesidad, y se sentir feliz con ello?... Instintivamente, vino a mi cabeza la imagen de Francisco de Asís y sus primeros hermanos, que dejaron atrás a la fortuna y a la familia para dedicarse a la pobreza evangelizadora y a la pacificación... Entonces, será que estaba delante de alguien así? Una santa, tal vez?...
En ese momento, la mendiga dobló la esquina y se alejó alegremente calle arriba, balanceando su barullento saco mientras yo pensaba en la cantidad de cosas que ella debería tener para enseñarme si yo tuviese el coraje, el tiempo y la disposición para desviar o hasta detener mi camino por algún tiempo para escucharla... Pero ya estaba atrasada para el trabajo y de esta forma dejé pasar mi encuentro con ella, tal vez marcado hacía mucho tiempo por el sabio destino. Marcar punto, en aquella mañana, pesó más que aprender lo que la vida me había reservado en ese día.
Hay un sábio dentro de cada uno de nosotros, en las áreas más diferentes, que está siempre listo para enseñarnos, no importa dónde ni cuándo, si con acciones o palabras, si bien vestido y culto o en harapos y usando erradamente los tiempos verbales. Dentro de cada uno hay un sábio, un rey, un artista, un evangelizador, un maestro. En resumen, un ser humano con todas sus cualidades y que no podemos despreciar o marginalizar solamente porque no es parecido a nosotros, porque no es de nuestro nivel, no habla correctamente o es demasiado simple y torpe. Nunca se debe perder la oportunidad que el destino coloca delante de nosotros en cada uno de estos encuentros -a veces desconcertantes, a veces sorprendentes, a veces milagrosos- pues nada sabemos acerca del camino que cada uno recorrió hasta este encuentro, sobre sus opciones, sus dilemas y reflexiones, sobre sus descubrimientos y conclusiones, y esto puede significar una lección capaz de clarear nuestros propios caminos. Así como los otros nada saben sobre nosotros y por eso mismo no deseamos que nos juzguen sólo por las apariencias, así también no podemos juzgar o descartar a quien no conocemos. Un ser humano es un universo y no podemos rotularlo hasta conocerlo enteramente, lo que es prácticamente imposible, ya que está en constante transformación, lo que significa que nadie, en verdad, puede ser rotulado. Hay que estar siempre abierto a los encuentros, a las miradas, a los gestos, a las palabras que provienen de los otros, sin dejarnos impresionar por la forma, pues esta es la mejor manera de aprender y crecer.
Juzgar y condenar por anticipación es una tremenda falta de caridad y no hace más que poner en evidencia nuestra vanidad y presunción.

quarta-feira, 21 de janeiro de 2009

Cuatro veces al día

- Si usted viese a uno de estos pobres comer, entendería por qué alimentarlos es la razón de mi vida.- fueron las palabras que trataron de explicar la cruzada de caridad de una mujer de 83 años con las aproximadamente mil personas que diariamente van a hacer su única refección del día en su casa hace más de 50 años... Frágil, cabello blanco encaracolado enmarcando su faz serena, de ojos claros y brillantes, piel surcada por todas las arrugas de la experiencia, voz tan pequeña y firme cuanto su estampa, mangas enrolladas, delantal floreado, cuchara de madera en la mano y una inmensa sonrisa, entre emocionada y orgullosa, que parecía arrastrarse por el recinto y darle otros colores, otro calor, semejante al abrazo de una madre... Saqué el dedo del control remoto y paré, recostandome en el sofá, tomada por una repentina y fascinada curiosidad ante la declaración de aquella viejecita que, me pareció, podría perfectamente estar sentada en la mecedora de su baranda tejiendo, viendo la novela o jugando con los nietos en vez de andar -ya con bastante dificultad- en medio de aquel oceano de calderones hirviendo, vasijas con pollo y tallerines, hornos asando pan y todas aquellas jarras de jugo y café, las montañas de platos y cubiertos, vasos y manteles que abarrotaban la pequeña cocina y la área de la modesta casa... Abismada, me pregunté quién podía, en estos tiempos de total egoísmo y ambición, hacer tamaño sacrificio en pro de cualquier cosa y sin ninguna intención de auto-promoverse con alguna finalidad política o religiosa. Una mujer que abría todos los días -hacía 50 años!- las puertas de su propia casa para una bandada de personas miserables y olvidadas sin mostrar el menor recelo o cansancio era, sin duda, digna de un momento de mi atención en ese domingo soñoliento en que todo parecía parado y vacío...
La cámara enfocó entonces a un viejo de barba y cabellos desgreñados, mal vestido, sosteniendo con manos temblorosas una escudilla con porotos, arroz, tallerines y pollo ensopado y una cuchara de latón que se llevaba, transbordante, a la boca desdentada. Estaba sentado en un rincón de la área, en un banco de madera donde había dejado educadamente su sombrero zurrado y desteñido, y miraba alternativamente para el lente y para la escudilla humeante -como si temiese que ésta se le desapareciese de las manos a cualquier momento- con unos ojos tristes y opacos, humillados, que recordaban a un niño decepcionado. El Viejo Pascuero no existe!... Me dí cuenta entonces que aquella era su vida, esa y no otra, y que no formaba parte del elenco de ningún filme o novela, de ninguna campaña para conmovernos y arrancarnos alguna donación. El hambre y el desamparo de aquel hombre eran reales, agarrandose a sus carnes arrugadas como infames garrapatos, corroyendo sus huesos adoloridos, sus zapatos agujereados... Y él comía. Se llevaba la cuchara a la boca como quien mete la propia vida por la garganta abajo, medio avergonzado de ser visto así, semejante a un bicho en una exposición, mirandonos con esos ojos mansos y resignados ante nuestra estupefacción y curiosidad, que ya debía conocer muy bien.
-Este es mi cliente más antiguo.-dijo entonces la mujer, acercandose y acariciandole la cara flaca y barbuda. Y él medio que sonrió sin gracia y continuó comiendo metódicamente, con la callada porfía de quien sólo deséa sobrevivir un día más, acunado por el ritmo de su hambre sin fin...
Qué es lo que este viejo espera de la vida?, me pregunté, con el corazón empezando a apretárseme en el pecho. Y la respuesta vino instantáneamente, pues era eso mismo que estaba viendo: tan sólo aquella escudilla de comida. Esta era su única certeza. La escudilla de comida, el pan y el vaso de jugo. Tan simple, tan banal, tan sin lujo, sin exigencias. Para qué más?... Pero qué había sucedido con él al final, cómo fué que su existencia había llegado a esto? Cómo un ser humano podía reducirse al mero acto de comer y nada más?... Sin embargo, mientras trataba de entender la situación y encontrar alguna respuesta, me fijé en el rostro de la mujer junto al mendigo... Dónde había visto antes esa expresión de absoluta bondad?... Ví su mano frágil y de dedos deformados apoyarse, con la extremada delicadeza de quien conoce bien el sufrimiento, en el hombro del viejo y en seguida brindarle una de las sonrisas más deslumbrantes, compasivas y acogedoras que ví en mi vida... Y me dije de nuevo: dónde ya ví esa sonrisa?... Entonces el hombre, dejando la cuchara llena de tallerines en el aire, se volvió hacia ella y le sonrió también, con la boca toda untada de salsa, y me pareció que ambas miradas se fundían en un abrazo, en una especie de comunión que nada podía explicar o describir. Aquella era, con certeza, una escena tremendamente conocida, más parecida a una revelación, pues en ese instante, mirando a aquellos dos en la pantalla de la televisión, tan lejanos y tan cercanos al mismo tiempo, dos historias unidas por el mismo amor, entendí lo que era verdaderamente importante para el mendigo y lo atraía cada día hasta ese lugar. No era solamente la escudilla de comida y el pan -que saciaban su hambre física, sí, lo que es una cuestión de sobrevivencia- sino el cariño, la mirada, el abrazo cálido y comprensivo de esta mujer que no sólo abría las puertas de su pequeña casa y despensa, mas también las puertas de su corazón a este ejército ignorado de olvidados, hambrientos, marginalizados, fracasados, maltratados de todas las edades, lugares, colores y credos, que le traían sus historias de errores y decepción, de pérdidas y arrepentimiento, de nostalgia y soledad... Y a todos ella acogía, sin cuestionar, sin cobrar, sin sermonear o exigir mudanzas. Simplemente acogía, y éste me pareció ser el ingrediente más sabroso y atractivo, el condimento especial y diferente que hacía su menú algo vital para cada día de la vida de todos ellos.
"Esa mujer", pensé, pestañeando una y otra vez para no dejar las lágrimas caer, "realmente hace alguna diferencia en este planeta".
Y cuál era su recompensa por todo ese esfuerzo y sacrificio, por la ininterrumpida dedicación y persistencia, a lo largo de 50 años, recaudando alimentos y ropas para sus protegidos? (sus 'clientes", como ella los llamaba, riendo)... Pues era justamente la visión que nosotros, telespectadores, estábamos teniendo: el hambre saciado, la certeza del alimento hoy y mañana, la acogida, la sonrisa. El abrazo a la caridad, la partija alegre de esta pequeña refección caliente y sabrosa, preparada con cariño, solamente para ellos... El estómago lleno, el corazón entibiado, el alma resucitada en ese gesto básico, primario, elemental y sagrado que, para la mayoría de nosotros, pasa desapercibido cuatro veces al día.

La estrella

Después del temporal la calma resurge, lenta y tímida, se despereza y sale de su escondrijo, pues fué incapaz de enfrentar la furia del viento y de las águas y ella misma tuvo que protegerse, abandonandonos a nuestra suerte. Por donde ando véo casas destejadas, con jardines llenos de escombros y mugre, árboles humillados, deshojados, mutilados; montañas de hojas secas y ramas, nidos deshechos, huevos quebrados, crías muertas... Y es curioso cómo este escenario de catástrofe contrasta hoy con el sol que reina, indiferente a nuestra desgracia, en un cielo cristalino, con nubes que parecen jugar perezozamente y con el perfume de las mangueiras que impregna el aire fresco y paradojalmente lleno de promesas. El cielo y e infierno, como siempre, se mezclan, se confunden delante de mis ojos, y acaban por encontrar su equilíbrio para que nosotros, pobres mortales, no desistamos de continuar viviendo y luchando.
Bueno, esta fué una pequeña crónica de brindis, porque la de hoy, en verdad, es otra. Pero es que me quedé realmente impresionada con este último temporal pues, por primera vez, pude ver su belleza violenta y desgobernada, destructora, su pasaje veloz y barullenta, que dejó atrás de sí este escenario apocalíptico sobre el cual el hombre se levanta y reinventa, una vez más, su existencia, reencontrando la fuerza y la paz entre los destrozos y la basura.
Y aquí vá la crónica de este sábado:
Un día en el escenario, vestida y maquillada como una pequeña obra de arte, recitando con pasión un texto inspirado bajo los reflectores coloridos, envuelta por el clima mágico de la história, de la música y de los otros personajes y, al final calurosamente aplaudida por el público... Y en el otro, sentada sobre un cajón de madera, atrás de la pequeña banca de metal y madera donde están expuestas zanahorias, beterragas, papas y ramilletes de cebollín, perejil y menta, junto con algunos de couve. Gorro de lana, abrigo demasiado grande, zapatillas zurradas, expresión de sueño y hambre en su carita menuda y morena, de grandes ojos rasgados y soñadores, cuerpo delgado encogido bajo el frío de la mañana. Debe haber llegado a la féria en la madrugada, solamente con una taza de café en el estómago, para ayudar al padre a armar la barraca y disponer las verduras encima de la lona amarilla.
La véo al pasar con mi carrito de compras y le hago una seña, a la que ella responde con esa sonrisa que tiene una pincelada de tristeza que ya le conozco, pues es una de las alumnas de teatro infantil en la Fundación Cultural. Me alejo, esquivando a la multitud que llena la feria a esa hora -todos viniendo en dirección contraria a la mía, por lo que parece!- pero su imagen permanece en mi mente, todavía más nítida que todo el resto que me rodea... De nuevo la recuerdo la noche anterior, como una estrella en otro cielo, una mariposa en un universo tan dramáticamente diferente al de hoy, hablando y moviendose en aquel escenario inventado, representando las escenas de la pieza que, por algún tiempo, la roba de su escenario habitual, rudo, teñido de sacrificios y probaciones, hecho de tierra y calle, de suelo sin cemento, de ropas heredadas, cara lavada y pocas palabras... No sé por qué de alguna forma me sorprende encontrarla aquí. Tal vez séa porque no tengo certeza de dónde es más real, si en el teatro o en la feria. Tal vez un poco en cada uno de estos universos?... Y entonces me pregunto: cuál es el mundo real para cada uno de nosotros? Dónde nos sentimos mejor, más amados, valorados, acogidos, admirados? Y para esta niña, cómo funciona este juego bizarro? Se siente apocada al encontrarme aquí, sabiendo que soy uno de los jurados que le dará nota a su interpretación y a su pieza? O le soy indiferente porque, a final de cuentas, en ni un instante pierde realmente la consciencia de que todo no pasa de un sueño?... Me mira como si reconociera, sin lugar a dudas, cuáles son nuestros papeles en esta historia y, para mi espanto, se muestra conformada con el suyo, a pesar de aquella nube en el fondo de sus ojos.
A la vuelta, paro delante de su barraca, la felicito por su desempeño la noche anterior y compro un mazo de zanahorias y otro de menta. Ella agradece, mientras su carita de ojos aterciopelados se ilumina brevemente, y en seguida se despide con una sonrisa franca y cautivante, casi la misma que exhibía en el momento en que saludaba al público desde el escenario. Sólo que hoy tiene unas gotas de amargura, de resignación y pesar, de realidad, hasta de decepción. Recibe mi dinero y vuelve a sentarse en el cajón, encogiendose lentamente, como si regresase al lugar donde sus recuerdos permanecen intactos, gloriosos y llenas de luz y calor, preciosos, perfectos. Casi como un sueño que será olvidado al despertar, pero ella sabe que todo aquello fué verdad, que por una noche fué la estrella más brillante del firmamento y que su luz penetró y conmovió el corazón de una platéa que sólo tenía ojos para ella... Y pienso que tal vez esta certeza séa lo que vá a sostenerla en los muchos momentos difíciles por los cuales ciertamente pasará.
La certeza del sueño realizado -no importa cuán pequeño y breve- nos deja marcas tan sólidas y duraderas cuanto un tatuaje, y se transforma en el cimiento sobre el cual podemos ser capaces de construir una nueva historia, abrir la puerta inesperada, encontrar la fuerza que todo lo vence y dar el primero paso en busca de la felicidad.

Paciencia

Un día de tremendo calor, pero aquí en mi pieza, con la música de la radio de fondo y mi silencioso ventilador ligado, está lo suficientemente fresco como para postar otra crónica sin derretirme delante del computador... Perdí un buen tiempo y una grande dosis de paciencia arreglando los errores de una encuadernación - que voy a tener que rehacer- pero no lo bastante como para acabar con mi inspiración y mis ganas de escribir... Bueno, para ser sincera, créo que nada podría quitármelas, puesto que es la cosa más importante y gratificante de mi vida y pretendo que nada me impida continuar haciéndola... Ni siquiera el trabajo desastrado de una funcionaria de librería que no sabe hacer su trabajo!
Bueno, y aquí vá la de hoy:
Hay una cosa que, sin duda, debe ser aprendida y ejercitada antes de cualquier otra: la paciencia. Sin entenderla o cultivarla se vuelve realmente muy difícil alcanzar satisfactoriamente cualquier meta. Sin paciencia no se produce, no se aprende, no se perfecciona, se pierde el momento cierto para cada acción. Sin paciencia no se percibe, no se asimila ni se llega a conclusiones reales y mucho menos a la perfección (esto dentro de lo posible, claro). No sé por qué las personas tienen tanta prisa para todo! Qué es lo que esperan? Saltarse etapas para llegar antes? Ganar tiempo? Aprovechar más la vida? Pero qué sería "aprovechar la vida"? Terminar antes que los demás?... Hay quien comienza ya queriendo acabar, que inicia un trabajo pensando en el próximo sin darse cuenta de que de esta forma está dejando pasar a alegría y el aprendizaje de la experiencia presente. Así, ninguna conquista es realmente disfrutada, asimilada, incorporada a la existencia, pues pasa tan velozmente que mal conseguimos percibirla en el afán de seguir hacia el próximo desafío. Estas personas no están nunca aquí, ahora, sino siempre allá adelante, corriendo para llegar primero a la siguiente parada que, a veces, ni saben cuál es o si realmente vá a acrecentar alguna cosa positiva a su crecimiento. Pero yo me pregunto: por qué la prisa? La creación no tiene tiempo límite, no es una carrera, no está con una espada suspendida sobre nuestras cabezas amenazando caer si no cumplimos el plazo!... Por qué las personas de hoy desprecian la perseverancia, la dedicación, la reflexión, el proceso de aprendizado y las pequeñas experiencias que son las que, al final, forman el grande resultado, el éxito, la lección? A cambio de qué? Una sensación engañosa y efímera de más tiempo? Mas qué tipo de tiempo es ese que ganan? Cuál es su calidad? Engullido de prisa ni su sabor se consigue sentir. En un pestañéo ya se fué y sólo resta un vacío, un estado de perpetua inconciencia, de ausencia... Las personas están sin paciencia para vivir, para ser, para estar, esta es mi conclusión. Tienen tanto miedo de perder el tiempo de sus vidas -que cada día parecen más breves y sin sentido- de dejar alguna cosa importante para atrás, de no ganar lo que quiera que séa el premio al final de esta carrera, que en su empeño por abrazar el máximo de actividades durante su pasaje por la tierra acaban por perder la mayoría de las lecciones que deberían aprender con ellas o, entonces, las viven ínfimamente porque no tienen la paciencia suficiente para llegar al final, siempre preocupados con lo que vendrá en seguida.
Por eso, la primera cosa que le digo a todos mis alumnos -independientemente de la disciplina en que estén trabajando- es que, antes de nada, tienen que desenvolver dentro de ellos el arte de la paciencia, aquella necesaria para observar a un árbol crecer, pues sin ella no van a llegar a lugar alguno. Les digo que el cultivo de esta virtud nos lleva automáticamente a la práctica de otros conceptos vitales como la percepción, la comprensión y la serenidad, el diálogo y la compasión. Tenemos que aprender a aceptar que las cosas terminan solamente cuando su ciclo está completo -y todo tiene un ciclo- y no sacamos nada con empujar el río, porque éste corre solo, como dice el grande sicólogo Karl Jung. Esto incluye también nuestras existencias y es un hecho que no puede ser alterado no importa cuánto nos incomode, nos irrite o nos asuste. Todo proceso precisa ser vivido en su totalidad para que de él se obtenga alguna conclusión válida y duradera, que acrecente un ladrillo a la construcción de nosotros mismos

Perros feos

Conversando con mi hija el otro día, le contaba mis encuentros y peripecias con los perros de la vecindad, o con los que hacen parte de mi caminada matinal, y de repente ella me preguntó si tenía alguna cosa escrita en mi diario -que es de donde salen estas crónicas- sobre ellos. Le respondí que sí, ya que mi encuentro con ellos pasó a ser una de las partes más agradables de esta rutina y ella me sugirió entonces colocar estos relatos en el blog, pues ciertamente no debo ser la única que habla con animales, salva cachorritos abandonados o compra carne y galletas para los perros de la calle y se hace amiga íntima de quien tiene un animal en casa. A veces, me entusiasmo tanto al encontrar a mis amigos peludos que me olvido de saludar a los dueños y voy directo a acariciar a los animales y a conversar con ellos, dejando a los pobres colgados y con una sonrisita boba en la cara... Pero hasta ahora nadie reclamó, pues saben que soy tan loca por animales cuanto ellos, entonces cualquier falta de educación en pro de un cariño para los bichos es disculpada... Así, mi hija insistió para que postara algo sobre mis "amigos" y, al final de la conversación ya estaba revolviendo los diarios para ver si encontraba los textos que hablan sobre ellos. No son muchos, pero créo que vale la pena publicarlos, pues muchos de ustedes se van a sentir identificados.
Entonces, aquí vá el primero:
Estoy enamorada del "Buck", el "Juan Pires" y el "Robert Taylor", los tres perros más feos de la ciudad!...
"Buck" es un cachorro todavía, bulldog, blanco y totalmente loco, una de las criaturas más simpáticas y perfumadas que ya encontré (vá una vez por semana a la pet shop para tomar baño y acicalarse). "Juan Pires" -no conseguía parar de reírme cuando la dueña me dijo su nombre, fruto de la creatividad de sus hijos pequeños- es una mezcla de pitbull con vira-latas y tiene un corpo fuerte y achaparrado que me recuerda un tronco de árbol. Y "Robert Taylor" (de éste no sé el nombre todavía, pero en un desplante de ingenio e ironía, decidí bautizarlo con el nombre de Robert Taylor, un galán del cine de los años 30) es un bulldog puro, blanco (pero que no toma un baño hace siglos) de hocico completamente chueco y ojos desorbitados... A veces, cuando paso frente a su casa, lo encuentro echado en la entrada, apoyado en la reja con aire lánguido y reflexivo, mirando serenamente el paisaje y a los transeúntes, la lengua colgada entre los dientes y la bocaza abierta, pues parece que algún defecto de nacimiento o un accidente le impiden cerrarla completamente. Así que me vé o escucha mi voz, es tomado repentinamente por una especie de corriente eléctrica y comienza una desastrada danza de bienvenida, agitando alegremente su tocón de rabo y resollando como un toro. Apoya sus patas cortas y torcidas en la reja y parece brindarme su más encantadora sonrisa, toda lengua, dientes y baba, y se queda ahí, los ojos fijos en mí, esperando su galleta (sí, continúo con la costumbre de darle galletas a los perros ajenos)... Y quién dice que yo resisto a todo ese encanto?... Es verdad que demoré un poco para reunir el coraje suficiente para meter la mano por los barrotes de la reja y acariciar su cabeza, pues la visión de aquellos colmillos enormes y aguzados no era nada invitante; pero terminé descubriendo que "Robert" es igual a un niño y se derrite por una rascada en la cabeza. Cuando le ofrezco la galleta, la pesca con una mordida medio descoyuntada (créo que se muerde la lengua toda vez que lo hace) y me mira con la más profunda gratitud, menéa la cola y se echa ruidosamente en el suelo, dedicando toda su atención a la golosina, no sin antes darme una última miradita y una sonrisita desnivelada...
"Juan Pires" -a quien yo llamaba de "Demoledor"- me conquistó luego en el primero día en que lo ví. No es exactamente un cachorro, pero le encanta jugar y destruir tapetes, zapatos, pelotas, ramas y diarios. Y fué así que se me apareció la primera vez: asesinando una botella de plástico de dos litros. Estaba escondido atrás de la cerca de arbusto del jardín delantero, de modo que yo habría pasado sin notarlo no fuese aquel barullo que ya conozco tan bien - a mi perra también le encanta morder botellas de plástico- No resistí y atravesé la calle para descubrir quién era el que estaba deleitandose con la botella. Llegué despacio junto a la reja y espié dentro, empinandome un poco... Y allí estaba él: un tocón café y blanco, con cuatro patas cortas y chuecas y un par de ojos inesperadamente verdes y chispeantes, atacando y arrastrando la botella, toda deformada y agujereada por sus enormes colmillos. Su concentración era tanta que no se dió cuenta de que yo estaba ahí, al lado de la reja observandolo, pero cuando solté una risa se volvió velozmente y me encaró, jadeante y babando, y se quedó totalmente inmóvil.
-Qué estás haciendo ahí, "Demoledor"?- le pregunté, dandole desde ya ese nombre al ver la cantidad de estrago que ya había hecho con una zapatilla, una toalla, el diario y una caja de cartón -La botella está buena?...- agregué, y no pude evitar reírme de nuevo con su expresión de desconcierto, lo que debe haberle parecido bastante idiota de mi parte, ya que nunca habíamos sido presentados.
En aquel día no osé todavía introducir la mano por las barras o llamarlo más cerca; me conformé con su mirada medio desconfiada y con el hecho de que no había avanzado ladrando y gruñendo en el momento en que me vió parada delante de su casa. Esto indicaba que, a despecho de su aspecto, no era un perro agresivo, lo que me proporcionaba la oportunidad de hacerme su amiga... Hoy es él quien viene a la reja y apoya en ella la parte que quiere que le rasque, recibiendo en seguida su galleta con los ojillos brillantes y las orejas de pié. Antes de irse a su pedazo de paño -ya en harapos- a despedazar la galleta, se vuelve y me mira una última vez, meneando la cola (también un toconcito) y ensayando una pequeña danza de agradecimiento.
Ví al "Buck" (o "Bubú", como lo llamo) por primera vez en el jardín del frente de su casa, corriendo y saltando como un loco entre el césped y los canteros, enredandose entre las piernas de su dueña que, en vano, trataba de sujetarlo para poder abrir el portón y así permitir que su esposo pudiera sacar el auto e ir a trabajar. De lejos escuché sus ladridos e inmediatamente reducí el ritmo de mi caminada, pues adiviné que se trataba de un cachorro y, sinceramente, soy totalmente incapaz de resistir a ellos. Comencé a prestar atención en ambos lados de la vereda para descubrir dónde estaba el animal y he aquí que de repente véo, en la casa vecina a otra vieja y llena de gallinas y densas enredaderas en el jardín, una pequeña bola de pelo blanca rodando, saltando y ladrando atrás de las rejas, apareciendo y desapareciendo entre los arbustos de los canteros y los maceteros de la área a una velocidad vertiginosa y una desesperada mujer sosteniendo una correa roja y llamando al cachorro con voz ahora severa, ahora conteniendo la risa. Claro, paré y me quedé observando la escena, tratando de adivinar de cuál lugar la bola de pelos iríra a saltar para atacar llas piernas de su dueña y tratar de agarrar la corréa, que parecía un artículo altamente apetitoso para sus pequeños dientes de aguja... Inesperadamente, el perrito surgió de las sombras del cantero más cercano a la reja, ladrando y arrastrando un remolino de hojas y polvo junto con él, esta vez dispuesto a saltar y quedarse con la corréa roja como troféo, cuando de repente me vió parada allí, riendo y, tan rápidamente como había iniciado su ataque, se detuvo, encarandome con sus enormes ojos obscuros y húmedos... Parado ahí, sobre las baldosas obscuras de la entrada, parecía un juguete de peluche, jadeante y eléctrico, esperando que le diesen un poco más de cuerda. Era la cosita más fea y deliciosa que ya había visto!... La dueña aprovechó su distracción y corrió hasta él, pasandole prestamente la correa por el cuello y el pecho, y lo irguió en sus brazos sonriendo y murmurando frases de reconvención que no intimidarían a nadie. Al parecer, estaba tan caída de amores como yo... Finalmente, consiguió abrir el portón y el auto del esposo salió a la calle, de donde se despidió efusivamente, lanzando besitos y recomendaciones al perro en los brazos de su mujer... Sin poder contenerme más tiempo, me acerqué a la mujer y me derretí en elogios sobre el cachorrito, que de inmediato empezó a hacer un concienzudo lavado de mi rostro y mis manos, al tiempo que saltaba como un resorte para librarse de los brazos de la dueña y regresar al suelo. Ahí supe que su nombre era "Buck", pero viéndolo tan pequeño y lleno de energía, me pareció un nombre demasiado serio, entonces pasé a llamarlo "Bubú" y, por supuesto, a incluírlo en mi lista de "galletables". Sólo que para que esto sucediera efectivamente, la dueña me hizo prometer que esperaría hasta que él completara la dentición (al ver los destrozos de zapatillas, bolas y alfombras me pregunté, no sin recelo, cómo sería la destrucción cuando tuviera todos los dientes)... Es una pena que, como es tan pequeño y alucinado, la dueña no lo deja mucho en el jardín del frente, pues están haciendo algunas reformas en la casa y hay muchos escombros y objetos peligrosos mezclados con los maceteros y los arbustos. Pero también lo mantiene atrás por miedo a que alguien se lo robe, entonces nuestros encuentros no son muy frecuentes. Pero toda vez que vuelvo a verlo me llevo un susto, pues parece que está creciendo a la velocidad de la luz!... Sin embargo, a despecho de esto, siempre que lo véo está corriendo, rodando, saltando en el medio de los canteros, tropezando en las piedras y los maceteros de helecho, ladrando o peleando con el diario o el tapete de la puerta. Basta aparecer en el portón y llamarlo que suelta inmediatamente lo que séa que está destruyendo y y viene en desesperada carrera hasta la reja -usualmente chocando estrepitodamente con ella- y se queda saltando, ladrando y babeando alegremente, reclamando sus diez segundos de cariño ( porque no consigue quedarse más tiempo sosegado) y su galleta (ya completó la dentición) que, así que recibe, vá a morder y chupar bajo la protectora sombra de los arbustos del cantero... Desde la calle solamente distingo sus enormes ojos brillantes que, entre una mordida y otra, mi miran con gratitud.
La parada en la casa de "Bubú", "Juan Pires" y "Robert Taylor" siempre torna mi caminada -mi día, para ser más precisa- más leve y alegre, pues todas las veces soy recibida con la misma efusión y espontaniedad, entusiastas menéos de rabo y ojos brillantes, más aquella impagable mirada de reconocimiento y afecto que tiene la virtud de transformar el mundo a mi alrededor, dejándolo más cálido y lleno de optimismo, haciendo que me sienta especialmente amada y esperada... Es la galleta que opera este pequeño milagro diario? Tal vez al principio sí. Hay gente que afirma que las demostraciones de alegría y afecto son puro interés, pero yo ya experimenté acercarme sin ofrecer nada, sólo para hacer un cariño o conversar, y hasta ahora no recibí ningún desprecio ni escuché un gruñido de reclamo. Ni uno de ellos me dió la espalda o dejó caer la cola o las orejas en señal de resentimiento.
Los animales, al contrario del ser humano, nos aman por lo que somos y no porque tenemos una galleta en el bolsillo.
Bueno, esta crónica quedó medio larga, pero tengo que ser justa y si hablo de uno, tengo que hablar de los otros porque todos ellos -y algunos más que anduve conociendo últimamente- viven en mi corazón y merecen idéntica atención... Ahora, puede parecer locura, pero yo recomiendo uno o dos perros durante la semana para mejorar el humor y reducir el stress, salir un poco de nuestro denso y pequeño mundo de competencia y recelo y entrar por algunos momentos en de ellos, que solamente ansían un cariño y unas palabras para llenarnos del más puro y verdadero afecto.

terça-feira, 20 de janeiro de 2009

El sobreviviente

Otro Sábado, lloviendo, y otra historia. Hoy día estoy contenta porque finalmente publicaron la dirección de mi blog junto con la crónica de este miércoles en la Folha de Londrina. Espero que la cosa funcione y más personas puedan leér mis textos... La única lata de este esquema es que uno nunca sabe cuántas personas entran en el blog y léen las crónicas, ya que ni todo mundo posta un comentario al respecto, entonces debo suponer que hay gente leyéndolo y apreciándolo, fuera aquellas que ya léen las crónicas en el diario. Me gustaría que publicaran por lo menos una al mes, como lo hacía la antigua editora, pero sé que hay mucha gente enviando sus trabajos y también tienen derecho a verlos publicados. Apesar de esto, puedo sentirme feliz porque, realmente, mis crónicas son las que aparecen con más frecuencia -probablemente porque estoy enviando nuevos textos constantemente- y reciben buenas críticas. Créo que, al final, todo se resume a no desistir, no es verdad?... En algún momento algo tiene que suceder!.
Bueno, y aquí vá la de hoy:
Aquella imagen más parecía escapada de un cuadro de Goya, de un concurso de fotografía en el cual hubiera ganado el primer premio por el dramatismo, o de un poster de denuncia o concientización sobre los viejos y sus necesidades y penurias. En la minúscula casa blanca, construida con los más diversos tipos de material, en la área con tejado de zinc y pilares de madera, abarrotada con latas de helechos , perejil y cebollines, una mesa vieja cubierta con un mantel de plástico gastado y rodeada por sillas tan chuecas y tristes cuanto ella, el viejo apoyaba la espalda curvada en la pared donde caía el sol de la mañana, sentado en un banquillo hecho con restos de una silla de metal. Sostenía un pote de helado del cual iba tomando lentamente, con mano temblorosa, cucharadas de algun tipo de papilla blanca y humeante, que se llevaba a la boca desdentada con todo cuidado para no derramar nada sobre la servilleta que pendía de su camisa... Atrás suyo, en el interior de la cocina sombreada, se percibía grande actividad, voces, ruido de platos y ollas, siluetas pasaban para acá y para allá apresuradas y llenas de animación; sin embargo, para el viejo sentado en la banqueta al sol nada parecía importar a no ser terminar su refección, silenciosa y metódicamente, encogido dentro de aquella ropa demasiado grande para él, calzado con zapatillas viejas y de un color indefinido, los pocos cabellos despeinados, los pequeños ojos ausentes y opacos... Parecía que una vez que le dieron su pote de papilla todos allí dentro se habían olvidado de él y él, por su vez, tampoco se mostraba interesado en lo que sucedía allí. Era como si se encontrara en otra dimensión, una figura única y solitaria, prestada para componer este cuadro del que realmente no parecía hacer parte...
Pasé lentamente delante de la casa y una ráfaga de angustia me apretó el corazón al percibir cómo él se destacaba sentado ahí, a pesar de tan menudo y frágil, cómo parecía el reflejo fiel de aquel tipo de terrible y desvastadora miseria que invariablemente separa a los viejos de este mundo. Me impresionó profundamente la poderosa elocuencia de su imagen de sobreviviente, de decadencia, de soledad, de negligencia de parte de aquellas siluetas que reían y conversaban allá adentro. Me sentí dolorosamente conmovida y sublevada delante de su evidente impotencia, de esa resignación sin esperanza y sin rabia, de aquel pote de helado zurrado en el que comía -por qué no le habían dado un plato?- y de la cuchara chueca y opaca que se llevaba a la boca. Me pregunté qué sabor tendría esa papilla, cuál sería su consistencia, si había sido preparada esa mañana o recalentada del día enterior, pero con certeza eso no era lo más importante para él; bastaba poder comer... Me pregunté entonces cómo sería para este hombre tener que someterse a la buena voluntad de los otros, no tener más el comando de su propia vida, no tener otro lugar en el mundo y en la historia de la familia a no ser ese espacio junto a la pared, en ese pedazo de la área de piso rojo, o debajo del árbol en la vereda frente al bar, para donde arrastraba todos los días ese mismo banquillo y permanecia sentado por horas, fumando sus cigarros chuecos y contemplando el afán del mundo a su alrededor con la más absoluta indiferencia, tal vez con un chispazo de desprecio en su cara arrugada.
Pero aquella mañana en que pasé frente a su casa no me pareció indiferente o mostrando algún desprecio, sino abandonado, vencido, semejante a una vela que se apaga despacio, silenciosamente, sin ni una dignidad o alivio, sin que nadie se diese cuenta... Su imagen era tan conmoviente y sin esperanza que realmente podría haber sido usada para concientizarnos sobre lo que nos espera si no comenzamos ahora a educar a las nuevas generaciones sobre el respeto, el cariño, la gratitud, la consideración y la compasión que los ancianos merecen y necesitan para llegar al fin de su caminada con el corazón lleno de gratitud y satisfacción por la existencia que llevaron y las cosas que realizaron, en vez de transbordante de amargura y humillación por nuestro olvido y egoísmo.

Vocación

Estaba sentada en el sofá del consultorio, aguardando mi turno mientras hojeaba una de esas revistas de chismes sobre artistas y considerando la pobreza de aquellos textos llenos de términos extranjeros e indiscretos números delatando la edad y las medidas de los famosos, cuando una mujer entró a la recepción, trayendo un niño de unos cuatro años de la mano y con una grande bolsa plástica colorida colgada al hombro. Permaneció un momento en el balcón de atendimiento verificando su horário, mientras el chico fué a sentarse en uno de los sillones de mimbre que había allí cerca. Terminada su averiguación, la mujer -que debía tener unos 25 años y muchos kilos demás- fué a sentarse en el sillón vecino al del niño, le dijo alguna cosa que lo hizo sonreir animadamente y en seguida colocó la bolsa en la falda, la abrió y sacó de dentro un libro de tapas coloridas y formato irregular. A esta altura, yo ya había abandonado la lectura de los chismes y desfiles de vanidad y estaba observando a la mujer y preguntandome cómo se las iríra a arreglar para mantener al chiquillo sosegado mientras esperaba que la llamaran, pues él parecía lleno de energía y el consultorio lleno de posibilidades para correr, hacer desorden y provocar algunos desastres... Sin embargo, así que sacó el libro de la bolsa, el niño se acomodó rápida y ansiosamente en los cojines del sillón y esperó, ojillos fijos y expectantes en la madre, que ella se acomodara también y abriera la primera página del libro. Aún antes de esto, la mujer sacó de la bolsa un paquetito de galletas y un vasito con un canudillo, que le entregó al niño con una sonrisa. En seguida, finalmente -hasta yo estaba empezando a ponerme ansiosa!- se recostó en el sillón, abrió el libro y comenzó a leér la historia... Yo me quedé como hipnotizada mirando aquel cuadro: la madre leyendo en voz baja, dramatizando cada frase, su rostro pasando por las más variadas emociones y el hijo absolutamente inmóvil, con la galleta en una mano y el vasito en la otra, totalmente absorto en sus palabras y gestos... Entonces, me dí cuenta de que estaba delante de un instante único entre madre e hijo, una experiencia de total intimidad y unión, de complicidad sin recelos o preconceptos. Y me dí cuenta también de que el responsable por aquel acontecimiento precioso y verdadero era el autor de aquel libro de tapas coloridas e irregulares. Aquello era magia, pura magia...
Sonreí, tomada por una curiosa emoción, pues en ese momento recordé que mi madre nunca me contó historias...
No me acuerdo de ella sentada al borde de mi cama o en el sofá de la sala, o debajo de la sombra de un árbol en el patio, describiendo para mí las peripecias de alguna princesa maltratada por madrastras o hermanas envidiosas, o los actos de bravura del príncipe que desafiaba dragones y brujas para rescatar a su amada prisionera en una torre inalcanzable. No la véo mostrandome los dibujos mágicos de la liebre veloz y vanidosa y la tortuga persistente, del ratoncito de la ciudad y su primo del campo, de las haditas del bosque, del lobo y los chanchitos... No, mi madre no me leía historias y mucho menos las inventaba, como yo lo hacía con mi hija. Ella compraba los libros, las revistas y nos llevaba al teatro para que viéramos estas cosas, pero no acrecentaba nada más de su parte a estas experiencias, entonces yo tuve que usar mis propios recursos para aprender a imaginar, a viajar, a envolverme y creér en las imágenes y palabras que aparecían delante de mí en aquellas hojas coloridas o en la enorme pantalla del teatro.
A mí me parecía curiosa esta situación porque siempre me acordaba de lo que mi madre me contaba sobre su infancia y adolecencia, de cuanto le gustaba ir al teatro, a la ópera, al cine y cómo, cuando volvía a la casa, escenificaba para la familia todo lo que había visto con sus mínimos detalles... Desgraciadamente, con el paso de los años y las frustraciones que se vió obligada a soportar, parece que toda esa vena teatral, festiva y llena de imaginación, fué sepultada, amordazada, desterrada a aquel cuarto donde se quedaron todos los encantos que ella soñó disfrutar y que le fueron robados en pro de la voluntad de los padres y del hermano predilecto y de un matrimonio en el cual todo salió errado... Yo entendía obscuramente sus razones y no reclamaba porque, por lo menos, nos proporcionaba el material para que pudiéramos iniciar algún tipo de viaje, de aprendizaje sobre imaginación, creatividad y magia, sobre sueños y esperanzas. Todavía me acuerdo de los montones de revistas de todo tipo que llenaban nuestros closets: historias de santos, de héroes, de fábulas, de romance, de príncipes, de animales, de extraterrestres, de mitología... Había épocas en que se juntaban tantas que podíamos poner unos cajones en la puerta de casa y vender tranquilamente unas centenas sin que nuestro acervo sufriese pues ella continuaba trayendo más y más cada semana, acontecimiento que mi hermana y yo esperábamos con ansiedad.
Fué con esas revistas que aprendí a dibujar, a construir historias, a crear personajes y escenarios, diálogos, descripciones, a buscar caminos para mi expresión. Y fué en los libros de nuestra pequeña y abarrotada biblioteca -que mi madre instaló en el estrecho corredor de la casa- donde descubrí la fascinación por la escritura, el milagro que aquellas letritas menudas juntas podían operar en el corazón de quien las leía, el poder que ellas poseían de penetrar y transformar nuestro pensamiento, nuestras actitudes y objetivos; las puertas que iban abriendose a medida que se avanzaba en la lectura, cómo el texto podía envolver, transportar a otras dimensiones, hacer reír o llorar mismo sin tener ninguna imagen como referencia. No era necesario pues las palabras, por si solas, reunidas de aquela forma peculiar, eran capaces de despertar todas las emociones, reflexiones y revelaciones que el autor desease, tal era su poder y su intimidad con el lector. Era como si, al abrir el libro y empezar a recorrer sus líneas, se levantase algún tipo de muro dentro del cual sólo estuviesen el autor y el lector compartiendo aquel universo tan especial, tan único porque -descubrí después- cada persona que tomase un libro y lo leyese, haría un contacto totalmente personal e intransferible con lo que estaba en sus páginas, consigo mismo y con el autor, mismo que jamás llegara a encontarse con él... Era algo completamente extraordinario! La oportunidad de poder decir algo sin imponer imágenes o sonidos, de contar una historia permitiendo a quien leía hacer su propio cuadro escogiendo los rostros, las voces y los escenarios era algo totalmente fascinante y desafiante, pues existía la certeza de la infinita diversidad de interpretaciones y conclusiones, todas basadas en la individualidad de cada persona que tuviese el texto en las manos... Había en todo esto una tal concepción de libertad -tanto para el autor como para el lector- que fué imposible no escoger esta vocación para mí misma. Ella llenaba todos los requisitos que yo buscaba para alcanzar mi realización!...
No existen reglas para el arte, lo sé, sin embargo, la escritura me pareció la más bendita en ese sentido porque todo está en una dimensión en la cual la libertad de opción es absolta, tanto para quien escribe cuanto para quien lée.
Sí, mi madre nunca me contó histórias, como aquella otra hacía con su hijo, pero con certeza me dió todo lo que era necesario para que yo encontrara mi vocación y empezara a escribir las mías.

Escribir

Escribir... Es, lo mínimo, fascinante el curso que esta mi vocación fué tomando a lo largo de los años, pues si hay alguna cosa a la que fuí fiel durante toda mi vida, es a mi don de escribir. Es algo superior a cualquier conflicto, a cualquier amor, a cualquier otra opción o realización. Es más fuerte y perseverante, más transformador, revelador y motivo de madurez que todos mis otros dones, tal vez porque en él soy capaz de resumir todos ellos en algo que vá a durar para siempre y que funciona como resultado último de cada experiencia que tuve -y estoy teniendo. Es como el registro final de quien soy, más allá de las acciones, las piezas, las músicas o dibujos, y que puede llegar más fielmente a las personas y hacer que mi misión séa cumplida con más éxito.
Escribir... Ayer en la noche, acostada en la penumbra de mi cuarto silencioso, arrullada por el sonido monótono e hipnotizador del ventilador girando encima de mi cabeza, hice un viaje hasta mis primeras palabras, las primeras frases, las balbuceantes construcciones de historias y personajes que porfiaban para salir de mi mente y desfilar en hojas de papel sin fin, mismo sin saber por qué, para qué o para quién. Aquellas hojas blancas me llamaban, creaban imágenes, emociones, rostros, situacioes, escenarios que tenían que ser imprimidas allí, traducidas a palabras, de lo contrario irían a estallar dentro de mí... Y así, sin ni saber bien lo que hacía, ni por qué, llevada por una especie de ansia incontrolabre y deliciosa, fuí desbravando, penetrando y conquistando aquel universo fascinante e ilimitado de la palabra escrita, del poder de la mente para transcribir en imágenes completas -con sonido, colores, rostros, paisajes, emociones, épocas- lo que en ella nacía y precisaba ser contado al mundo, a las personas... Y me dí cuenta de cómo, con esta vocación, poco a poco, con el pasaje de las experiencias, de la madurez, con la mudanza de perspectivas y oportunidades, con la profundidad del autoconocimiento y el desenvolvimiento de la observación y la reflexión, fué cambiando, creciendo, encontrando su verdadero camino, su "estilo", su línea de expresión. Es como si, habiendo pasado por muchas fases -cuentos, novelas, crónicas, piezas, cartas y diarios- estuviera finalmente llegando a su forma final y más acabada. Sé que todavía falta mucho, pero tengo la sensación casi cierta de que encontré el camino definitivo por donde debo seguir para alcanzar mi objetibo: el corazón de las personas. No sé si esto se debe a que mis crónicas están siendo publicadas y obteniendo excelentes críticas de quien las lée, o si es porque , mismo que no las publicasen, es la creación de estos textos el trabajo que me hace sentirme más realizada y feliz. No sé si voy a continuar escribiendo solamente este tipo de cosa o si me voy a aventurar nuevamente por los cuentos y novelas, pero si lo hago, con certeza no serán como eran antes, pues el propio acto el mero trabajo. Ayer en la noche me dí cuenta de que escribir es ahora, de verdad, algo sin lo cual no podría vivir, una forma de expresión personal capaz de llegar a los otros y brindarles algo positivo, una forma de compartir mis experiencias y tornarlas útiles para quien precise. También, por primera vez, me estoy sintiendo "escuchada", valorada, incentivada en esta área, lo que significa que el momento cierto es ahora, tal como lo sospechaba. Estoy lista para empezar a mostar, a ser interpretada, divulgada, disfrutada... Y no es un final, sino un nuevo comienzo, tal vez el último y mejor, que durará hasta el fin de mis días... El tiempo es sabio porque está en las manos de Dios, y El siempre nos coloca en los caminos que necesitamos recorrer para poder crecer y así mostrarnos en nuestra plenitud cuando el momento llega. Cada uno tiene su propio tiempo y dinámica para efectuar este recorrido y pienso que ahora yo llegué al instante de un florecimiento más. Estoy tranquila, inspirada, segura, con experiencia, paciente, reflexiva y perceptiva, contemplativa lo suficiente como para abrir esta última puerta, penetrar en este nuevo período de mi vida y aprender todo lo que me falta o, por lo menos, lo máximo que pueda antes de irme, dejando una herencia que valga la pena atrás de mí.
Escribir...

Recuerdos

De qué vivimos, a medida que el tiempo pasa, sino de recuerdos? Eso no es cosa de viejo, como podría creérse, sino cosa de historia, de experiencia, de valorización y evaluación. Cuanto más tiempo vivimos mayor es nuestro acervo de memorias para guardar y transmitir a los que vendrán después de nosotros y para llevar cuando partamos. Porque, para ser sincera, ellas son realmente el único tesoro que poseémos al final, algo que nada ni nadie puede quitarnos, la riqueza inmaterial que no se descompondrá junto con el cuerpo... Y es asombrosa su variedad, su fidelidad y el placer que nos pueden traer!.. Recordar personas y acontecimientos de nuestro pasado nos provoca una sensación en la cual se mezclan la nostalgia, la alegría, el análisis y la perspectiva, a veces el perdón, otras la revelación y la paz, unas pocas el remordimiento y casi siempre la certeza del crecimiento y del conocimiento, de la conciencia de nuestras raíces y aspiraciones, hallan sido éstas realizadas o no.
Me acuerdo del maestro zapatero, del cual siempre tuve la visión solamente de la mitad superior de su pequeño y obeso cuerpo, pues las piernas y piés estaban escondidos detrás del delantal de cuero y de la pequeña y abarrotada mesa de madera en la cual trabajaba. Recuerdo el olor peculiar de su diminuto taller, cubierto de pared a pared con estantes en los cuales se amontonaban zapatos, botas, sandalias, tamancos, zapatillas, pedazos de cuero, zuelas, bolsas de plástico, frascos con clavos y cola: era un olor donde se mezclaban el pegamento, el sudor, el cuero, la grasa, el plástico y a veces carne, arroz, papas o tallerines, dependiendo de la marmita del día... Recuerdo la enorme cúpula de metal que coronaba uno de los corredores del parque Juan XXIII, en la cual crecía, enroscada en los fierros, esa enredadera de flor de la pluma, que en la primavera se llenaba de pequeñas, delicadas y dulcemente perfumadas flores color lila, que embalsamaban todo el espacio. Me encantaba sentarme en su tronco -que con el pasar de los años se había tornado una especie de cuna-trono, grueso y lleno de nervuras y lustroso como mármol, flexible y atrayente- y desde ahí mirar a la cúpula, sembrada de hojas verdes y flores lilas, y más allá, a las nubes y los pájaros, el sol. Mil historias pasaban por mi cabeza mientras me balanceaba levemente en los brazos de la enredadera... Me acuerdo de la bruma densa que, en las heladas mañanas de invierno, cubría el enorme campo yermo que tenía que atravesar en la mañana temprano para llegar al colegio. Penetrar en ella era como salir de la realidad y sumergirse en alguna dimensión sin tiempo ni espacio, en una perturbadora incerteza, una especie de sueño que casi se aproximaba de lo peligroso. Había días -dependiendo de cuán soñolienta estuviese- en que era tomada por esa sensación alucinante de no haber despertado realmente, de haber errado del día, la hora, el planeta, y solamente cuando empezaba a divisar a lo lejos otras siluetas yendo en la misma dirección y la masa grisácea y blanca de los edificios del colelgio, finalmente volvía a respirar tranquila y a sentirme de nuevo en el mundo que conocía y del cual hacía parte... Recuerdo la casa blanca con persianas y balcón de madera rojos de Quinteros, su terraza de piedra y sillas de lona y aquellos canteros con hortensias escandalosamente grandes y coloridas adornando la cerca de troncos y las paredes laterais; recuerdo el violento viento que se levantaba todos los días al atardecer -y que era la marca registrada de la ciudad- Al verla llegar, mi hermana y yo corríamos a sentarnos en las sillas de playa de la terraza, envueltas en frazadas hasta las orejas, y nos quedábamos allí, dejando que el viento y la arena nos azotasen y penetrasen por todos nuestros poros -a pesar de las frazadas- riéndonos y viendo quién aguantaba más tiempo antes de escapar al conforto y protección de la casa... Recuerdo los caminos y las haciendas de Cholqui, las calles interioranas de Melipilla, recuerdo la plaza Ñuñoa y su casita de piedra, sus bancos de madera verdes, el átrio de la iglesia de ladrillos rojos, la gruta de Lourdes y sus santas mil veces pintadas...Me acuerdo de la escuelita donde empecé a desenvolver mi talento para el dibujo y donde tuve aulas de ballet. Había una sala con el nombre de mi abuela, Sofía del Campo, una famosa cantante de ópera, lo que significaba que, siendo su ilustre nieta, no pagaba mensualidad... Recuerdo la Casa de Cultura y sus jardines tranquilos y sombreados y sus estatuas blancas. Me acuerdo especialmente de una que retrataba a una mendiga con una niña, la mano extendida pidiendo limosna mientras trataba de protegerse del viento, un viento cruel que alborozaba sus cabellos y jugaba con sus ropas viejas y rasgadas y congelaba sus piés descalzos. La niña, encogida y de angustiada expresión, trataba de protegerse bajo los harapos de su manto. Era menor que las otras esculturas y no estaba en un lugar de destaque, sin embargo, era la que más me llamaba la atención, justamente por ser tan diferente de las demás, tan llena de vigor y veracidad, al contrario de los pretensiosos dioses, efebos y vírgenes que la rodeaban con sus cuerpos perfectos y sus expresiones vacías... Avenida Irarrázaval, Pedro de Valdivia, Vicuña Mackenna, convento de San Francisco y sus mil pájaros en constante concierto en medio de los árboles perfumados y frondosos, el convento de las Carmelitas Descalzas de Pedro de Valdivia y su pozo de piedra, las salas de visita silenciosas, siempre en penumbras, guardadas por los cuadros de los santos de la orden y las rejas cuadriculadas que separaban a las monjas del mundo exterior... La casa de la madrina -Minina, como la llamábamos, a pesar de ser, en realidad, madrina de nuestra madre- con su pequeña mampara y sus visillos blancos, el corredor de baldosas rojas, el minúsculo patio de luz donde jugábamos a la selva entre los maceteros y las ropas tendidas al sol, la tina de baño de metal blanco con sus piés de león, la cocina verde y su fogón de fierro negro, el comedor con aquella ventanita allá encima y esos cuadros horribles de animales muertos en medio de lechugas, tomates, racimos de uva o cerezas y escopetas... Calles de paralelepípedos ovales, palomas en la torre de la iglesia de los padres escolapios, la panadería de la esquina donde vendían mini-juguetes por algunos centavos, la casa de cereales y aceite en tambores en la otra cuadra, el convento de las monjas agustinas y su aire obscuro y misterioso, aquellas santas mujeres como sombras atrás de las rejas de la capilla, elevando nuestros corazones con sus voces celestiales... El kiosko de metal y vidrio, minúsculo y abarrotado con todo tipo de refrigerantes, chupetes, galletas, chocolates, latas de conserva, jabones, pan de molde, chicles, dulces, escobas, fósforos y otros artículos de "emergencia" como papel higiénico y pilas, donde íbamos religiosamente toda mañana a comprar dos botellas grandes de água mineral para el día... Son muchas cosas, es toda mi vida y podría pasar lo que aún me queda de ella escribiendo sobre todo aquello, eso dejando de lado los recuerdos que se van a acumular a cada día que pase!... El acervo del ser humano nunca está completo, pues la historia puede ser contada y recontada infinitas veces y, ya séa por las fallas de nuestra memoria o por la constante re-visita, ella siempre tendrá nuevos ángulos, nuevos detalles, palabras, miradas y gestos que pasaron desapercibidos en el momento en que las cosas sucedieron.
Las memorias son tan ricas y provechosas cuanto la observación del presente y la meditación sobre él, pues todas ellas -las memorias y la observación- siempre nos traen algún mensaje, una lección, algún tipo de crecimiento necesario para seguir adelante y luchar por nuestro perfeccionamiento.