quinta-feira, 22 de janeiro de 2009

Escenários

Y después de muchas aventuras y desventuras (las cuales incluyeron la muerte de mi compañero más fiel durante trece años, "Arthur" -el perro más lindo del mundo- el paladar gravemente quemado por un pedazo de lazaña asesina hirviendo y un tremendo virus en el computador (que ahora está sin impresora. La cosa ya está pareciendo una novela mejicana) finalmente vuelvo a mi rutina semanal, tal vez un poco triste (es muy extraño no ver el corpachón peludo de "Arthur" echado aqui a mi lado mientras escribo) sufriendo para comer y con el presupuesto más apretado, si cabe, pero todavía llena de optimismo e inspiración. Sólo espero que mis fieles lectores (todos los tres) no hayan pensado que paré de publicar las crónicas y vuelvan a leér mis textos! Bueno, al final, hace casi un mes que no escribo nada!... Pero la vida continúa y ahora "Arthur" me acompaña desde un pequeño marco azul con soles y estrellas, allí en el escritório atrás de mí, y desde allá encima, donde no puedo verlo, juntito a san Francisco y todos sus animales regalones... Es un cuadro bonito de ver: él allá ladrando, revolviendo la basura celestial y meando en todo objeto que tenga una pata, restregandose en las nubes mullidas y babeando en cima de cualquier cosa que parezca comestible!... Andale, perro sinvergüenza!...
Bueno, dejando de lado la emoción -que ya empieza a llenarme los ojos de lágrimas (de nuevo!)- aquí vá la crónica de esta semana:
Estaba de pié al lado de la cocina, encuanto colaba el café para el desayuno esta mañana bien temprano, cuando sin querer empecé a mirar a mi alrededor, al escenario que me rodeaba: los muebles, los estantes, los potes y vasos, las fuentes con verdura y fruta, los frascos con galletas, las botellas, los aliños, la mesa con sus pisos alrededor, la frutera encima de ella, sobre el pequeño mantel colorido, el reloj de la pared con sus dibujos de vegetales marcando las horas, los imanes divertidos adornando la nieve reluciente del refrigerador... Todo en su lugar, haciendo parte de nuestra rutina sin que nos diésemos cuenta. Me volví y ví los adornos de cerámica, las fotografías en cima del aparador, los maceteros con plantas. Respiré bien hondo y me sentí impregnada por los mil aromas peculiares de nuestra casa, que no existen en ningún otro lugar. Percibí la luz entrando por las ventanas y dándole a los cuartos un colorido, un clima acogedor y característico que parecía abrazarme, darme la bienvenida... Puse el termo con café en la mesa y salí andando por la casa, bien despacio, observando cada detalle con renovada atención, y era como si algún tipo de magia fuera tomando cuenta de todo. Salí al jardín y continué observando. Todo era tan especial y único, tan personal! Hasta alguna falta de orden y mantenimiento (pared descascando, baldosas trizadas, ropa secando, el pasto demasiado largo) parecía en harmonia con el concepto que se afirmaba dentro de mí: hogar.
Cuando era pequeña viví en muchas casas, pasé por numerosos colegios y parroquias, y de algunos todavía conservo ese tipo de recuerdo: aromas, sonidos, colores, rincones, luces, jardines, un agradable y acogedor desorden, un carisma único e insubstituible, impuesto por todos nosotros como la familia que vivía allí o, simplemente, pasaba algún tiempo en esos lugares. Así me acuerdo de mi infancia, de mi adolescencia, de personas y acontecimientos, de sensaciones y lecciones que puedo revivir con absoluta fidelidad gracias a estas referencias llenas de significados, de riqueza y originalidad, de experiencia. Los escenarios de nuestras vidas son una parte viva y vital de nuestro crecimiento y maduración como seres humanos. Estas no existen sin ellos. Podemos irnos y nunca más volver, pero estos lugares con sus características permanecerán para siempre dentro de nosotros. Mirando hoy esta casa y sus peculiaridades esculpidas por el uso, las costumbres, las rutinas, los carismas, las necesidades y proyectos de cada uno de los que en ella vive - y que pueden ser considerados tanto defectos como cualidades- no puedo evitar el preguntarme si de aqui a veinte, treinta años, mis propios hijos tendrán recuerdos parecidos a los que yo tengo hoy de los lugares donde viví, si conservarán en su corazón las sensaciones, los colores, los perfumes, los sonidos y, de alguna forma, se sentirán seguros y acogidos toda vez que ellos vengan a sus mentes. Me pregunto si serán para ellos un sinónimo de hogar, de acogida, de protección, de amor incondicional, de puerto seguro. Porque cada escenario en el cual se desenvuelve una parte de nuestra vida es un certificado de que somos amados, de que tenemos un lugar entre los hombres, de que conquistamos nuestra participación en la historia de la humanidad, pero principalmente, de que somos reyes de castillos que ninguna maréa podrá jamás deshacer.

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