terça-feira, 20 de janeiro de 2009

El sobreviviente

Otro Sábado, lloviendo, y otra historia. Hoy día estoy contenta porque finalmente publicaron la dirección de mi blog junto con la crónica de este miércoles en la Folha de Londrina. Espero que la cosa funcione y más personas puedan leér mis textos... La única lata de este esquema es que uno nunca sabe cuántas personas entran en el blog y léen las crónicas, ya que ni todo mundo posta un comentario al respecto, entonces debo suponer que hay gente leyéndolo y apreciándolo, fuera aquellas que ya léen las crónicas en el diario. Me gustaría que publicaran por lo menos una al mes, como lo hacía la antigua editora, pero sé que hay mucha gente enviando sus trabajos y también tienen derecho a verlos publicados. Apesar de esto, puedo sentirme feliz porque, realmente, mis crónicas son las que aparecen con más frecuencia -probablemente porque estoy enviando nuevos textos constantemente- y reciben buenas críticas. Créo que, al final, todo se resume a no desistir, no es verdad?... En algún momento algo tiene que suceder!.
Bueno, y aquí vá la de hoy:
Aquella imagen más parecía escapada de un cuadro de Goya, de un concurso de fotografía en el cual hubiera ganado el primer premio por el dramatismo, o de un poster de denuncia o concientización sobre los viejos y sus necesidades y penurias. En la minúscula casa blanca, construida con los más diversos tipos de material, en la área con tejado de zinc y pilares de madera, abarrotada con latas de helechos , perejil y cebollines, una mesa vieja cubierta con un mantel de plástico gastado y rodeada por sillas tan chuecas y tristes cuanto ella, el viejo apoyaba la espalda curvada en la pared donde caía el sol de la mañana, sentado en un banquillo hecho con restos de una silla de metal. Sostenía un pote de helado del cual iba tomando lentamente, con mano temblorosa, cucharadas de algun tipo de papilla blanca y humeante, que se llevaba a la boca desdentada con todo cuidado para no derramar nada sobre la servilleta que pendía de su camisa... Atrás suyo, en el interior de la cocina sombreada, se percibía grande actividad, voces, ruido de platos y ollas, siluetas pasaban para acá y para allá apresuradas y llenas de animación; sin embargo, para el viejo sentado en la banqueta al sol nada parecía importar a no ser terminar su refección, silenciosa y metódicamente, encogido dentro de aquella ropa demasiado grande para él, calzado con zapatillas viejas y de un color indefinido, los pocos cabellos despeinados, los pequeños ojos ausentes y opacos... Parecía que una vez que le dieron su pote de papilla todos allí dentro se habían olvidado de él y él, por su vez, tampoco se mostraba interesado en lo que sucedía allí. Era como si se encontrara en otra dimensión, una figura única y solitaria, prestada para componer este cuadro del que realmente no parecía hacer parte...
Pasé lentamente delante de la casa y una ráfaga de angustia me apretó el corazón al percibir cómo él se destacaba sentado ahí, a pesar de tan menudo y frágil, cómo parecía el reflejo fiel de aquel tipo de terrible y desvastadora miseria que invariablemente separa a los viejos de este mundo. Me impresionó profundamente la poderosa elocuencia de su imagen de sobreviviente, de decadencia, de soledad, de negligencia de parte de aquellas siluetas que reían y conversaban allá adentro. Me sentí dolorosamente conmovida y sublevada delante de su evidente impotencia, de esa resignación sin esperanza y sin rabia, de aquel pote de helado zurrado en el que comía -por qué no le habían dado un plato?- y de la cuchara chueca y opaca que se llevaba a la boca. Me pregunté qué sabor tendría esa papilla, cuál sería su consistencia, si había sido preparada esa mañana o recalentada del día enterior, pero con certeza eso no era lo más importante para él; bastaba poder comer... Me pregunté entonces cómo sería para este hombre tener que someterse a la buena voluntad de los otros, no tener más el comando de su propia vida, no tener otro lugar en el mundo y en la historia de la familia a no ser ese espacio junto a la pared, en ese pedazo de la área de piso rojo, o debajo del árbol en la vereda frente al bar, para donde arrastraba todos los días ese mismo banquillo y permanecia sentado por horas, fumando sus cigarros chuecos y contemplando el afán del mundo a su alrededor con la más absoluta indiferencia, tal vez con un chispazo de desprecio en su cara arrugada.
Pero aquella mañana en que pasé frente a su casa no me pareció indiferente o mostrando algún desprecio, sino abandonado, vencido, semejante a una vela que se apaga despacio, silenciosamente, sin ni una dignidad o alivio, sin que nadie se diese cuenta... Su imagen era tan conmoviente y sin esperanza que realmente podría haber sido usada para concientizarnos sobre lo que nos espera si no comenzamos ahora a educar a las nuevas generaciones sobre el respeto, el cariño, la gratitud, la consideración y la compasión que los ancianos merecen y necesitan para llegar al fin de su caminada con el corazón lleno de gratitud y satisfacción por la existencia que llevaron y las cosas que realizaron, en vez de transbordante de amargura y humillación por nuestro olvido y egoísmo.

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