terça-feira, 20 de janeiro de 2009

Vocación

Estaba sentada en el sofá del consultorio, aguardando mi turno mientras hojeaba una de esas revistas de chismes sobre artistas y considerando la pobreza de aquellos textos llenos de términos extranjeros e indiscretos números delatando la edad y las medidas de los famosos, cuando una mujer entró a la recepción, trayendo un niño de unos cuatro años de la mano y con una grande bolsa plástica colorida colgada al hombro. Permaneció un momento en el balcón de atendimiento verificando su horário, mientras el chico fué a sentarse en uno de los sillones de mimbre que había allí cerca. Terminada su averiguación, la mujer -que debía tener unos 25 años y muchos kilos demás- fué a sentarse en el sillón vecino al del niño, le dijo alguna cosa que lo hizo sonreir animadamente y en seguida colocó la bolsa en la falda, la abrió y sacó de dentro un libro de tapas coloridas y formato irregular. A esta altura, yo ya había abandonado la lectura de los chismes y desfiles de vanidad y estaba observando a la mujer y preguntandome cómo se las iríra a arreglar para mantener al chiquillo sosegado mientras esperaba que la llamaran, pues él parecía lleno de energía y el consultorio lleno de posibilidades para correr, hacer desorden y provocar algunos desastres... Sin embargo, así que sacó el libro de la bolsa, el niño se acomodó rápida y ansiosamente en los cojines del sillón y esperó, ojillos fijos y expectantes en la madre, que ella se acomodara también y abriera la primera página del libro. Aún antes de esto, la mujer sacó de la bolsa un paquetito de galletas y un vasito con un canudillo, que le entregó al niño con una sonrisa. En seguida, finalmente -hasta yo estaba empezando a ponerme ansiosa!- se recostó en el sillón, abrió el libro y comenzó a leér la historia... Yo me quedé como hipnotizada mirando aquel cuadro: la madre leyendo en voz baja, dramatizando cada frase, su rostro pasando por las más variadas emociones y el hijo absolutamente inmóvil, con la galleta en una mano y el vasito en la otra, totalmente absorto en sus palabras y gestos... Entonces, me dí cuenta de que estaba delante de un instante único entre madre e hijo, una experiencia de total intimidad y unión, de complicidad sin recelos o preconceptos. Y me dí cuenta también de que el responsable por aquel acontecimiento precioso y verdadero era el autor de aquel libro de tapas coloridas e irregulares. Aquello era magia, pura magia...
Sonreí, tomada por una curiosa emoción, pues en ese momento recordé que mi madre nunca me contó historias...
No me acuerdo de ella sentada al borde de mi cama o en el sofá de la sala, o debajo de la sombra de un árbol en el patio, describiendo para mí las peripecias de alguna princesa maltratada por madrastras o hermanas envidiosas, o los actos de bravura del príncipe que desafiaba dragones y brujas para rescatar a su amada prisionera en una torre inalcanzable. No la véo mostrandome los dibujos mágicos de la liebre veloz y vanidosa y la tortuga persistente, del ratoncito de la ciudad y su primo del campo, de las haditas del bosque, del lobo y los chanchitos... No, mi madre no me leía historias y mucho menos las inventaba, como yo lo hacía con mi hija. Ella compraba los libros, las revistas y nos llevaba al teatro para que viéramos estas cosas, pero no acrecentaba nada más de su parte a estas experiencias, entonces yo tuve que usar mis propios recursos para aprender a imaginar, a viajar, a envolverme y creér en las imágenes y palabras que aparecían delante de mí en aquellas hojas coloridas o en la enorme pantalla del teatro.
A mí me parecía curiosa esta situación porque siempre me acordaba de lo que mi madre me contaba sobre su infancia y adolecencia, de cuanto le gustaba ir al teatro, a la ópera, al cine y cómo, cuando volvía a la casa, escenificaba para la familia todo lo que había visto con sus mínimos detalles... Desgraciadamente, con el paso de los años y las frustraciones que se vió obligada a soportar, parece que toda esa vena teatral, festiva y llena de imaginación, fué sepultada, amordazada, desterrada a aquel cuarto donde se quedaron todos los encantos que ella soñó disfrutar y que le fueron robados en pro de la voluntad de los padres y del hermano predilecto y de un matrimonio en el cual todo salió errado... Yo entendía obscuramente sus razones y no reclamaba porque, por lo menos, nos proporcionaba el material para que pudiéramos iniciar algún tipo de viaje, de aprendizaje sobre imaginación, creatividad y magia, sobre sueños y esperanzas. Todavía me acuerdo de los montones de revistas de todo tipo que llenaban nuestros closets: historias de santos, de héroes, de fábulas, de romance, de príncipes, de animales, de extraterrestres, de mitología... Había épocas en que se juntaban tantas que podíamos poner unos cajones en la puerta de casa y vender tranquilamente unas centenas sin que nuestro acervo sufriese pues ella continuaba trayendo más y más cada semana, acontecimiento que mi hermana y yo esperábamos con ansiedad.
Fué con esas revistas que aprendí a dibujar, a construir historias, a crear personajes y escenarios, diálogos, descripciones, a buscar caminos para mi expresión. Y fué en los libros de nuestra pequeña y abarrotada biblioteca -que mi madre instaló en el estrecho corredor de la casa- donde descubrí la fascinación por la escritura, el milagro que aquellas letritas menudas juntas podían operar en el corazón de quien las leía, el poder que ellas poseían de penetrar y transformar nuestro pensamiento, nuestras actitudes y objetivos; las puertas que iban abriendose a medida que se avanzaba en la lectura, cómo el texto podía envolver, transportar a otras dimensiones, hacer reír o llorar mismo sin tener ninguna imagen como referencia. No era necesario pues las palabras, por si solas, reunidas de aquela forma peculiar, eran capaces de despertar todas las emociones, reflexiones y revelaciones que el autor desease, tal era su poder y su intimidad con el lector. Era como si, al abrir el libro y empezar a recorrer sus líneas, se levantase algún tipo de muro dentro del cual sólo estuviesen el autor y el lector compartiendo aquel universo tan especial, tan único porque -descubrí después- cada persona que tomase un libro y lo leyese, haría un contacto totalmente personal e intransferible con lo que estaba en sus páginas, consigo mismo y con el autor, mismo que jamás llegara a encontarse con él... Era algo completamente extraordinario! La oportunidad de poder decir algo sin imponer imágenes o sonidos, de contar una historia permitiendo a quien leía hacer su propio cuadro escogiendo los rostros, las voces y los escenarios era algo totalmente fascinante y desafiante, pues existía la certeza de la infinita diversidad de interpretaciones y conclusiones, todas basadas en la individualidad de cada persona que tuviese el texto en las manos... Había en todo esto una tal concepción de libertad -tanto para el autor como para el lector- que fué imposible no escoger esta vocación para mí misma. Ella llenaba todos los requisitos que yo buscaba para alcanzar mi realización!...
No existen reglas para el arte, lo sé, sin embargo, la escritura me pareció la más bendita en ese sentido porque todo está en una dimensión en la cual la libertad de opción es absolta, tanto para quien escribe cuanto para quien lée.
Sí, mi madre nunca me contó histórias, como aquella otra hacía con su hijo, pero con certeza me dió todo lo que era necesario para que yo encontrara mi vocación y empezara a escribir las mías.

Nenhum comentário:

Postar um comentário