LA PARED VIVA
¡Hoy día casi se me olvida saludarlos y hacer mi "presentación" del posteo de este día!... Tan entusiasmada estoy por compartir con ustedes mis experiencias y lecciones... Este texto lo escribí cuando todavía vivía en Santiago y las cosas eran tranquilas y ordenadas y se podía disfrutar del paisaje, las personas y la historia sin marchas, gases lacrimógenos, gritos, sirenas, disparos y bombas... Sólo espepro que algún día mi amado Santiago vuelva a ser así, pero como va la cosa, no tengo muchas esperanzas. Ciertamente es un acontecimiento que contemplaré desde el cielo...
El lugar quedaba en
Amunategui casi al llegar a Agustinas, donde el viento hacía de las suyas con
los árboles, los vestidos, las bolsas plásticas, cabellos y sombreros. Era un
enorme estacionamiento de pared celeste y una reja negra muy chueca y oxidada.
Tenía el suelo con ripio, limpio y parejo, una casita de madera con un lavadero
y un baño, un pequeño depósito para guardar neumáticos y los cupos de
estacionamientos, también de madera, con sus respectivos números pintados en
negro, todos muy limpios y organizados. Un impresionante y algo destartalado
portón guardaba la entrada.
Estaba rodeado por
edificios altos –probablemente construidos después- pero sin ventanas, sólo
muros grises y desnudos, con huellas de vigas y ladrillos. Parecían gigantes
amenazadores cerniéndose sobre el pacífico y ordenado lugar, inmóviles y
callados, como esperando para caerle encima en cualquier momento.
Y era así en otoño
e invierno. Pero cuando la primavera empezaba a anunciarse con sus brotes y
perfumes, todo se transformaba. Casi no daba para notarlo durante la época
fría, pero así que llegaba Septiembre empezaban a aparecer en esas rudas
paredes que circundaban el estacionamiento unas pequeñas manchitas verdes que,
poco a poco, alentadas por el sol y el calor, crecían y se transformaban en
hojas que se dejaban resbalar por el concreto, formando una cascada asombrosa y
gigantesca que casi cubría por completo los muros y la reja, cayendo
graciosamente sobre el techo de los estacionamientos y balanceándose plácida y
juguetona a merced del viento.
Era una enredadera de edad incierta, que
alguna vez alguien plantó en algún rincón del terreno y que en el invierno,
seca y abatida, se volvía casi invisible sobre el cemento de los altos muros,
pero que cuando sentía llegar la fuerza y la alegría de la primavera explotaba,
crecía, tomaba cuenta de todo el lugar. Nadie sabía dónde empezaba o terminaba,
pero allí estaba cada año adornando la rigidez inexpugnable de esas paredes
muertas, haciendo su milagro… Entonces, ellas estaban vivas y ondulantes,
susurrando belleza y danzando armonía.
¡Y daba un gusto
pasar por esa esquina, porque uno también se sentía vivo!