domingo, 30 de março de 2014

"Los objetos de Neruda"

    Sí, las temperaturas están afirmando que el otoño llegó, que las hojas se pondrán amarillas y caerán para formar una alfombra en las veredas y jardines, que tendremos que empezar a desempacar las ropas gruesas y las botas, que el té de menta helado será un agradable y refrescante recuerdo porque ahora nos sentaremos en el sofá con una taza humeante de esta infusión. Viene el tiempo de las sopaipillas, de las sopas, las estufas, bufandas y guantes, de las lecturas tranquilas, del agua cayendo mansa o a raudales del cielo gris, del baño bien caliente... Tiempo de hogar, de reflexión lenta, de conversaciones, de nostalgia del verano. Nos recogemos para prepararnos para el próximo, que con certeza será mucho mejor. Entonces, disfrutemos de este frío y mantengamos el corazón caliente y acogedor.
    Y sentadita aquí, con una tacita de té y algunas galletas, aquí va la de la semana. Ayer estaba con flojera (primer día de frío de verdad) entonces dejé para postear hoy día.


    Hay una poesía de Pablo Neruda dedicada a los objetos y su importancia en la vida de todos nosotros y, especialmente, en la suya. Como todas las otras odas a las cosas simples y banales, es genial, te pesca por la "domesticidad" y casi ordinariez de las descripciones que, mismo así, están llenas de lirismo, de aquella mirada sobrenatural que solamente un poeta puede tener de las cosas más comunes. Neruda no escribe solamente sobre la mujer amada, sobre la tierra, sobre la lucha de clases y la belleza de los paisajes chilenos (especialmente de Valparaíso) sino también sobre la construcción de la casa, la cebolla, los juguetes, la sopa... ¿Será que él veía todas estas cosas tan básicas de esa forma? ¿Sentía los versos fluir tan líricamente observando a una cebolla como cuando contemplaba a su amada? Caminaba por su casa, miraba por las ventanas hacia el mar, se sentaba en su escritorio, miraba al mundo desde su corazón y escribía, escribía, siempre escribía. ¿Se preguntaba si sus poesías tendrían algún futuro? ¿Soñaba que todos las leerían y se identificarían con ellas? ¿Tenía miedo de no producir para nadie, de nunca publicar nada, de que sólo él mismo, su familia y sus amigos pensaran que tenía talento?... Supongo que todos los artistas se preguntan estas cosas alguna vez, pero a pesar de todas las dudas e inseguridades continúan a producir, a crear, a escupir lo que llevan dentro porque saben de alguna forma que todo aquello no es para que se quede encerrado en ellos. Alguien tiene que conocerlo. Necesitan que su obra se identifique con la vida y las experiencias de las personas a su alrededor, si no, su trabajo no tiene sentido. ¿Quién escribiría versos sobre cuchillos, sillas, trompos, escobas, ollas, cucharas de palo, manteles de hule...? Pues un poeta genial que sentía que todo tenía vida, hablaba, estaba profundamente ligado al hombre, que hacía parte de su historia, de sus experiencias, de su aprendizaje.
    Los objetos llegan a nuestras manos -comprados o regalados, imprescindibles o no- crecen junto con nosotros y acaban adquiriendo profundos y a veces sorprendentes significados en las diferentes etapas de nuestra existencia, por eso a veces los conservamos cuidadosamente y un día, al abrir un baúl y reencontrarlos, nos llenamos de emociones y nos sentimos transportados a la época en que tuvieron su significado especial. Son como un viaje en el tiempo de nuestro corazón.
    No hay que ser cachivachera o acumuladora, pero algunos objetos, por más banales o exóticos que parezcan, pueden ser puertas hacia la felicidad, la reflexión y la conciliación.

sábado, 22 de março de 2014

"Una contribución para los pobres"

    Realmente, parece que este verano está queriendo quedarse lo máximo posible. Hoy hace un calor de matar y todo el mundo anda abanicándose, inclusive cuando sopla el viento... Los manifestantes de la marcha anunciada para hoy día se van a cocinar en la calle, los pobres. Sólo espero que el calor no los irrite al punto de empezar a hacer cagadas, como siempre sucede cuando hay marcha contra cualquier cosa. Este país es adorable e incomparable - con la pequeña excepción de los terremotos, claro, pero nadie es perfecto- sin embargo, como en todos los lugares, hay una gente que, sinceramente, si desapareciera de la faz de la tierra no haría ninguna falta, porque sólo se dedica a hacer el mal, a destruir, a violentar, a perseguir, a hacer vandalismo y herir a los demás de todas las maneras posibles... Esas personas no deberían tener cabida en ningún país. Deberían crear su propio territorio independiente y ahí dedicarse a matarse unos a los otros, que sería mucho más saludable... Ojalá que el nuevo gobierno se ponga las pilas con estos imbéciles.
    Como pueden ver,  yo también estoy en espíritu de protesta, pero escribiendo se me pasa y vuelvo a ser la persona amable y pacífica de siempre, entonces no se preocupen. Y para terminar con este clima de motín, aquí va la de la semana: una historia verdadera que me dejó muy triste, pero también me enseñó lo que nuestra interferencia en ciertas situaciones podría lograr.


    Cuando lo vi por primera vez estaba en el medio de la vereda pidiendo "una contribución para los pobres" a los transeúntes que a esa hora pasaban rumbo a sus trabajos. No estaba tan mal vestido: blue jeans, camisa, sweater, y una chamarra bastante nueva, botines todavía lustrados, cabellos cortos, y barba hecha. Hablaba bien, con un tono de voz agradable y educado, bien diferente del resto de la pandilla de alcohólicos que lo acompañaba y que se amontonaba desordenadamente en los bancos y canteros del paseo. No parecía ser su líder, pero era el único que conseguía acercarse a las personas y hablarles sin provocarles repulsión o miedo, tanto que muchos de los que abordaba se detenían y rebuscaban en los bolsillos o chaucheras para darle algunas monedas que el agradecía pulidamente, inclusive deseándole un buen día al benefactor. A mí me conquistó inmediatamente, sobre todo por la notoria diferencia que existía entre él y los otros... ¿Quién era? ¿Cómo había llegado allí? ¿Cuál sería su historia? ¿Qué lo había llevado a mezclarse con una banda de mendigos borrachos que perturbaban y ensuciaban el paseo?... Me comía la curiosidad en cuanto le daba algunas monedas, pero pensé que sería poco delicado empezar a preguntarle sobre su vida la primera vez en que nos veíamos, entonces sólo le deseé un buen día también y me alejé, esperando que al día siguiente estuviera allí para que pudiéramos conversar por algunos minutos.
    Efectivamente, a la mañana siguiente estaba en el mismo lugar pidiendo la "contribución" de las personas, simpático y gentil. Yo había comprado algunos panes y un poco de jamón y se los entregué en vez del dinero. El e quedó mirando fijo por algunos instantes, con unos ojos medio verdes y brillantes que por algún motivo me llegaron al alma, llenos de misterio y tristeza, y tomó la bolsa que le ofrecía con un movimiento de inesperada gentileza.
    -Muchas gracias, mi dama. Que Dios se lo pague- murmuró, sonriendo. En seguida, se volvió hacia los demás y exclamó: -¡Llegó el desayuno, cabros!...- y de repente se vio asustadoramente parecido a ellos.
    La pandilla se abalanzó sobre la bolsa que colgaba de su mano y en un segundo la rasgaron y se pusieron a devorar los panes con jamón. Los perros también se revolucionaron y empezaron a ladrar y a babear alrededor de ellos, recibiendo algunas migajas que se peleaban por engullir. El hombre no tomó ninguno de los sandwiches. Se volvió nuevamente hacia mí e hizo una pequeña reverencia, repitiendo con su voz aterciopelada:
    -Muchas gracias, mi damita, que Dios se lo pague.
    Yo le sonreí y murmuré cualquier cosa, sintiéndome estúpidamente tímida de repente, y empecé a alejarme, sabiendo que acababa de perder la oportunidad de conversar un poco y hacerle unas preguntas que calmaran mi creciente curiosidad. Pero bueno, con certeza mañana también estaría aquí.
    Sin embargo, todas las veces que nos encontramos, durante aproximadamente cuatro o cinco meses, siempre había algo que me impedía quedarme un poco más y entablar una conversación más "personal". Unos escrúpulos extraños tomaban cuenta de mí y de alguna forma me dolía querer saber su historia. Tal vez él no querría contármela. Tal vez lo considerase una intromisión, una falta de respeto de mi parte. Tal vez era suficiente verlo allí, en aquella situación, conviviendo con esa escoria sucia y hedionda, escandalosa, ladina. Porque, con certeza,él no era así. Tenía una nobleza intrínseca, indiscutible, que estaba totalmente fuera de lugar junto a aquella ralea. Y al mismo tiempo en que continuaba preguntándome quién realmente era y qué circunstancias lo habían arrastrado a esta situación, sentía que no podía violar su secreto porque sería como abrirle una herida... Entonces me contuve y sólo lo observaba de lejos.
    Pero a medida que fue pasando el tiempo, fui siendo angustiada testigo de su triste e inevitable decadencia. Primero fue la barba descuidada. Después el cabello largo y sucio. Luego la parca y la camisa empezaron a percudirse y a rasgarse, la mugre en los pantalones, los agujeros en los zapatos y las mangas... Su andar fue volviéndose inseguro, su voz ronca, las palabras confusas, la piel curtida y sucia. La mano que se extendía para pedir dinero se puso obscura, de uñas largas y negras, víctima de un temblor que parecía extenderse a todo su cuerpo, que enflaquecía dramáticamente... Empezó a faltar algunas mañanas. De lejos yo lo buscaba, pero aparecía cada vez menos, y cuando lo hacía se veía alienado, vacilante, inmundo, desamparado. Ya no hablaba con las personas. Se quedaba parado allí, como si no supiera dónde estaba, o deambulaba alrededor de los bancos y piletas hablando solo hasta que se dejaba caer en un banco y se dormía de cualquier manera. Al verlo así, mi antigua curiosidad se encogía, porque sabía que ahora ya no estaría tan dispuesta a escuchar lo que tenía que contarme.
    Un día no vino más. Yo continuaba dándole unas monedas al bando algunas veces, y de repente me daban ganas de preguntarles por su compañero, aquel bien educado y simpático,  el que hablaba bonito, pero ellos mal sabían quiénes eran y lo que hacían, entonces desistí. Simplemente, mi amigo había desaparecido.
    Una enorme tristeza me pesaba en el corazón al recordarlo, al repasar en mi mente el veloz y dramático proceso de su decadencia, de su entrega a un destino trágico que, con certeza, sabía que le aguardaba. ¿Será que habría podido salir de la historia que lo había conducido allí? ¿Habría tenido salvación? ¿Por qué había desistido? ¿Qué tan grande podía ser su dolor, su decepción, su fracaso, para impedirle intentarlo una vez más? ¿Quién le negó una mano? ¿Quién le cerró la puerta? ¿Quién no quiso escucharlo? ¿Cómo tuvo el coraje de saltar al precipicio?... Porque de ese salto sólo podía resultar la muerte, y estoy segura de que él lo sabía. Y así mismo se arrojó al vacío. ¿Quién debería o podría haberlo salvado? ¿Yo? ¿Su madre? ¿Sus amigos? ¿Sus hijos, su esposa? ¿El mismo?...
    Siempre queda algo de nosotros en las acciones de aquellos con quienes cruzamos, directa o indirectamente, por eso siempre podemos hacer algo por ellos, ya sea interviniendo o alejándonos. Pero tenemos que darnos cuenta de si somos ese alguien, y si lo somos, de cómo actuar y cuándo hacerlo, o no. Porque quedarse simplemente observando no sirve para nada.

sábado, 15 de março de 2014

"Como decía san Francisco"

    Ahora parece que al otoño se le acabó toda la timidez y está instalándose de frentón. ¡Qué frío hoy en la mañana!... Pero es el curso natural de las cosas, entonces lo único que nos queda por hacer es empezar a sacar la ropa más gruesa y poner una frazada en la cama. Ya volverán los días de sol y calor, pero el frío y la lluvia son necesarios, como ya dije... Entonces, ¡a prepararse una tacita de té con una sopaipilla calientita!
    Y para acompañar esta colación, aquí va la crónica de la semana.


    Paso por ellos casi todos los días. Desde lejos los diviso serpenteando por el sendero de arenilla de la plaza: el hombre más viejo empujando el carrito cubierto con una lona verde (por lo que todavía no he conseguido descubrir qué es lo que venden) y la mujer ciega a su lado, agarrada de la manilla. Siempre vienen conversando animadamente, ella con los ojos verdes perdidos en la nada y el hombre con expresión seria, preocupado para que no tengan ningún accidente. En la mitad del recorrido dan una paradita y él se sienta en un banco para descansar por algunos momentos. Ella se acomoda a su lado, sin dejar de hablar, con aquella especie de sonrisa vacía estampada en la rostro de media edad, piel blanca, cabellos ondulados y rebeldes que empiezan a blanquear. No sé si son padre e hija, amigos, marido y mujer o tan sólo socios, pero me gusta ver cómo él la cuida y la acompaña a pesar a pesar del evidente esfuerzo que debe desplegar para hacerlo. Tampoco sé en qué calle o esquina tienen su puesto, ni si permanecen el día entero allí o tienen un horario para volver a casa... Los encuentro solamente en este tramo de mi caminada. Después desaparecen entre la multitud y sólo volveré a verlos mañana, en la misma cuadra, a la misma hora...
    Y continúa a llamarme la atención cómo estas personas -los trabajadores pobres, principalmente los ambulantes- se ayudan mutuamente, cómo son esforzados y creativos. Sé que la necesidad los empuja a no desistir, a encarar el frío, el calor, la lluvia, la enfermedad y la intemperie cada día, pero de todos modos es conmovedor observar cómo son solidarios y se mantienen animados e pesar de todas las dificultades que con certeza enfrentan  cada día. El que tiene más lo comparte con el que no tiene y el que no tiene un producto le indica al cliente a aquel que lo tiene para que no se pierda la venta, seguro de que el favor le será devuelto. Y, efectivamente, así sucede. Yo lo he visto.
    Esta gente mantiene una especie de sociedad paralela en la cual unos cuidan de los otros sin recelos ni cobranzas, comparten, socializan, se ayudan como pueden. Viéndolos así, parece que no cultivan envidia ni celos unos de los otros, mostrándose más bien unidos en un común y gigantesco esfuerzo para una mejoría general, porque parece que si uno prospera, todos lo harán. No tengo nada contra quienes tienen más, pero a veces me da la sensación de que éstos podrían aprender alguna cosa de esta gente menos afortunada porque, desgraciadamente, parece que uno se pone mezquino y egoísta cuando le va bien y le empieza a crecer esa sensación de que si comparte o reparte, su riqueza y su poder se van a acabar, que le va a faltar algo en algún momento, que se va a arrepentir, que nunca más van a parar de pedirle, que se van a aprovechar de su buena voluntad... La verdad es que, como decía san Francisco, cuanto más se tiene, más se preocupa uno en preservar, en aumentar, en guardar, en acumular y esconder para que nadie le venga a pedir... Pero, ¿qué es lo que tanto cuidamos, en realidad? ¿Nuestra imagen? ¿El poder que las posesiones nos dan?¿El status que adquirimos? ¿Nuestra seguridad material? ¿El futuro de nuestra familia?¿Nuestro propio futuro?... Y una vez más viene a mi cabeza la pregunta que me persigue hace años: ¿Qué es lo que realmente importa?... Y más, ¿qué es vital para nosotros como seres humanos? ¿Lo que tenemos? ¿Lo que somos? ¿Lo que guardamos , o lo que damos? ¿Con cuánto nos sentiremos seguros y felices? ¿Existe realmente ese límite? ¿Y será que sabremos reconocerlo y respetarlo?...

sábado, 8 de março de 2014

"Ganas de crecer"

    Bueno, parece que el otoño se anduvo asustando y decidió recogerse por algunos días más. Dejó el calor regresar y aquí estamos, con todas las ventanas abiertas, de camiseta sin mangas y bermudas, ahora tomando té helado, las perritas desparramadas en la terraza aprovechando el vientecito que corre en el piso 29... Bueno, si el otoño se siente medio tímido todavía, no importa, démosle un poco mas de tiempo para que se prepare bien y nos brinde con sus cuadros de hojas rojas y amarillas. Nosotros continuamos aquí, firmes, esperando todo, inclusive uno que otro temblor... ¡Ah, fuera ropas y zapatos muy feos, puedo decir que los temblores y terremotos son el único defecto de este país maravilloso!... Pero como le aguantamos algunos defectillos a aquel que amamos, se lo perdono.
    Les recomiendo un té de menta heladito en estos días, es refrescante y saludable, sobre todo cuando te espera una larga jornada frente al computador...¡Ah, y antes de que se me olvide: mañana hay cuento nuevo! Y esta vez es completamente mío, y así lo será de aquí en adelante. Espero que les guste, porque para mí ha sido un delicioso reencuentro con mi idioma natal.
    Y aquí va la de la semana. Tengo la sensación de que a lo mejor ya la publiqué, o entonces me gustó tanto que la tenía guardada especialmente y por eso pienso que ya la posté. En todo caso, puede haber quien no la leyó todavía, entonces...



    Aquí en Valparaíso las plantas crecer en los lugares más inusuales e inhóspitos, en agujeros y paredes, armonizando con las cuestas, escaleras y elevadores, en este interminable sube y baja del paisaje. No se atienen más a lo horizontal para echar raíces, sino que están escalando muros y escalinatas, balcones, árboles, creciendo y floreciendo a pesar de lo inusual, de las aparentes dificultades, del descuido de las personas. ¿Agua? Sólo la de la lluvia, un poco de rocío, la humedad de la neblina, algún balde con el agua del trapeado. El viento salado y corrosivo no las asusta, los crueles rayos del sol del verano no las amarillean, y las manos que a veces las arrancan no tienen poder contra sus raíces firmemente afincadas... Son realmente de admirar.
    Esto me hace pensar que no se crece solamente en suelos bien adobados, en tierras horizontales y bien planeadas, en maceteros o canteros bien cuidados dentro de jardines seguros. También se crece en lo vertical, en lo quebrado, lo insospechado, lo irregular; contra el viento y la escasez de agua, a pesar de la falta de atención, de la intemperie... Se pueden soltar raíces en cualquier lugar donde se vislumbre un pedazo de tierra, una oportunidad, no importa cuán pequeña parezca, y a esta chance uno se agarra, en este suelo se trabaja, se persiste, se lucha para permanecer y dar frutos, para ocupar nuestro lugar y hacer nuestra parte.
    En una arista de la pared de zinc oxidado, colgando sobre el precipicio de alguna calle cerro abajo está este racimo verde e insolente, vigoroso, lozano, porfiado, aguardando su momento de florecer. Si pudiera, tomaría cuenta de toda la pared, de la cuadra, de la ciudad, tantas son sus ganas de vivir y crecer.

sábado, 1 de março de 2014

"Terrazas"

    El verano empieza a despedirse lentamente: mañanas más frías, tardes con viento y nubes, algunas hojas amarilleando en los árboles. Creo que en algunos días voy a tener que agregarle una frazada a mi cama... Pero no estoy disgustada o triste, porque cada estación tiene su encanto. Me encantan las calles forradas de hojas amarillas y rojas y el dramatismo de los árboles desnudos, el té caliente, la estufa prendida, el chamanto en el sofá, las perritas con sus capas de polar, la sopita frente a le tele... Y después todo florece de nuevo y se llena de color y perfume. Es bueno el invierno porque así apreciamos todavía más la llegada de la primavera y del verano. El invierno climático y a veces espiritual nos prepara para el renacer, siempre.
    Y con una tacita de té al lado, aquí va la de esta semana:


    En un edificio de departamentos las terrazas toman el lugar del jardín, mismo si dramáticamente más chicos que éstos, y allí -como en los patios traseros de las casas- se puede descubrir buena parte de la historia de una familia. Bicicletas -bien engrasadas o llenas de polvo y moho- colgadores de ropa revelando las intimidades de sus habitantes, juguetes, cajas, plantas -lozanas y bien cuidadas o mustias y amarillentas en maceteros descascarados- juegos de mesa y sillas de plástico o metal, ceniceros, colgantes de bambú, vidrio o aluminio, enrejados para proteger niños chicos y animales... En algunas se organizan fiestas, en otras se lee, se digita, se habla al celular por horas. Algunas reúnen amigos o niños que se las arreglan para inventar un mundo de fantasía en el cual vivir sus aventuras. Otras poseen pequeñas huertas o primorosos jardines en miniatura. En unas pocas, perros aburridos le ladran a todo y gatos perezosos se estiran al sol o se esconden del calor. Hay algunas jaulas con canarios o conejos (esas son las excéntricas) y en las más tristes se amontonan cajas de cartón, colchones, arreglos florales decrépitos y restos indefinidos de que se llenan de tierra en su abandono... A esas terrazas nadie se asoma porque se transformaron en paliativos para la falta de espacio, entonces no forman realmente parte de la vivienda. Es como un apéndice feo y abarrotado de trastes que todos quieren olvidar.
    Pero otras veces, las terrazas son como la continuación de la sala, entonces los moradores abren las cortinas sin recelo -quien sabe hasta con algo de orgullo- y podemos ver un poco de su vida, sus rutinas, sus tesoros; podemos escuchar sus voces y atisbar sus rostros y cuerpos, sus movimientos, la interacción entre ellos...
    En Brasil, yo solía espiar por las ventanas de las casas cuando pasaba frente a ellas o entonces intentaba divisar alguna parte de sus patios traseros para tratar de adivinar quiénes eran sus habitantes, qué hacían, lo que tenían, lo que vestían, cómo celebraban sus fiestas, o pasaban los fines de semana. Los jardines del frente eran casi siempre bastante descuidados, sin ningún paisagismo; un montón de plantas, pasto y tierra desordenadamente esparcidos y llenos de maleza y piedras pintadas con cal que en algún momento trataron de definir límites pero que fueron vencidas por el descuido. Como casi siempre hacía calor, puertas y ventanas permanecían buena parte del día abiertos de par en par, entonces no era difícil descubrir alguna cosa sobre las personas que vivían allí. Aquí son más discretos, medio desconfiados, tal vez porque están demasiado cerca unos de los otros. Quizás la ciudad es muy grande y hay tanta gente que se sienten invadidos mismo estando dentro de sus casas. Aquí no hay plantaciones de maíz o soya al final de la calle. Hay más avenidas, más edificios, más autos, construcciones que nacen intempestivamente y se van irguiendo, insolentes, tapando la vista del cielo y de la cordillera, ayudadas por esos dragones ruidosos que estiran sus cuellos peligrosamente por encima de sus cabezas... Sí, aquí lo único que les resta son las terrazas, mezquinos rectángulos de aire y espacio en los cuales todavía pueden jugar a tener un jardín y salir a aliviarse del encierro diario.