sábado, 30 de março de 2013

"Aprender a pescar"

    Bueno, no se puede negar que viajar tiene dos lados: el de la emoción y la expectativa, y el de la ansiedad y el desorden. Son pasajes, dólares, maletas, bolsas, ropas y zapatos, documentos, tantas llamadas y reservas que parece que van a enloquecernos antes mismo de subir al transvip que nos llevará al aeropuerto... Eso, fuera la noche que se pasa sin dormir porque el vuelo que se podía pagar sale a las 7 de la mañana y hay que estar a las 5 en el aeropuerto, mismo habiendo hecho el check- in por internet... Pero claro que todo esto desaparece en el momento en que se llega al aeropuerto internacional y uno se mezcla con toda esa gente con cara de viajero cosmopolita, lleno de maletas finas y tenidas a la moda (ninguna muy a propósito para viajar, pero, en fin...) y siente ese olor a cafecito y a pan con jamón y queso derretido flotando en el aire. La sofisticada y siempre calmada voz femenina que anuncia los embarques, las salidas y arribos de los aviones, nos envuelve y nos guía a través de aquellas distancias inconmensurables, entre un portón y otro, empujando nuestro carrito cargado de maletas y bolsas, pasaporte y pasaje en la mano, ojos bien abiertos, atravesando valientemente ese océano de gente de todos los colores, tamaños  e idiomas rumbo a nuestra fila de embarque. ¡Y qué decir cuando finalmente entramos por la manga que nos coloca en la puerta del avión!... ¡Y cuando éste finalmente se eleva del suelo! ¡Qué emoción, cuántas mariposas en el estómago! ¡La aventura comienza!...
     Sin embargo, a despecho de todo esto, que nos hace sentirnos casi como astronautas yendo a otro planeta, y de todo lo bien que podamos pasarlo turisteando, comprando, conociendo gente y lugares nuevos, lo mejor de todo, lo que nada supera todavía, es el regreso a casa. Porque si bien salir es siempre una aventura llena de posibilidades y encuentros, volver a la patria, a la casa de uno, es la mejor parte de cualquier viaje.



    Dice Dios, disfrazado de garzon en una fuente de soda, a una mujer que se encuentra en serios problemas matrimoniales:
    -¿Pero cómo cree usted que Dios atiende sus plegarias? ¿Usted piensa que si le pide paciencia El se la va a dar inmediatamente, como si le apretara algún botón?... ¿O será que, en vez de eso, le va a proporcionar ocasiones en las cuales usted deba practicar la paciencia para así aprender a cultivarla? Si usted le pide coraje ¿piensa que lo va a obtener  en un tronar de dedos o, en vez de eso, Dios le va a enviar ocasiones en que tenga que practicarlo?... ¡Usted también tiene que poner su parte para que los milagros acontezcan!." ("El todopoderoso").
    Las personas -yo entre ellas- tienen la tendencia a creer que ser atendidas en sus oraciones significa un cambio radical e instantáneo, algo completamente sobrenatural en lo cual no tenemos participación alguna, pero en realidad, esta forma de pensar y esperar sólo vale en casos extremos, ya que, según me estoy dando cuenta cada vez más, Dios no es del tipo que te da el pescado. No, con El la cosa es aprender a pescar, no recibir el pez gratis, sin hacer ningún esfuerzo. Nosotros tenemos que lanzar la red... Lo que me parece más que correcto, ya que es solamente de esta manera que aprendemos y crecemos, nos volvemos mejores y más compasivos, pues quien lucha para obtener algo siempre será mucho más comprensivo y tolerante con los otros que aquel que recibió todo sin esfuerzo alguno. Dios siempre nos oye y siempre nos atiende, pero nosotros debemos estar atentos a sus respuestas, a las señales, a las personas y situaciones que nos coloca delante cuando nos encontramos en medio de algún problema, ya que la respuesta, la solución, puede aparecer bien delante de nuestras narices y podemos dejarla escapar porque estamos esperando algo sobrenatural, fácil, inmediato. Tenemos que entender y aceptar que nosotros tenemos que cooperar para que cualquier milagro suceda. No basta sólo pedir, porque ni siempre Dios realiza sus obras sin nuestra ayuda -en realidad, casi nunca. Nosotros estamos siempre involucrados- sino que las efectúa a través de nuestra percepción, de nuestra docilidad y confianza, de nuestro poder de decisión y aceptación. Somos nosotros, en verdad, quienes, con nuestra voluntad, ponemos en movimiento la energía divina, pero no sólo porque pedimos, sino porque podemos -y debemos- actuar junto con ella. Al final, Jesús dijo: "Si tienes fe del tamaño de un grano de mostaza, le dirás a ese monte: "Ve y arrójate al mar", y el monte te obedecerá.