terça-feira, 9 de outubro de 2012

El cerezo

    A veces, las cosas parecen caminar tan despacio que dan la impresión de estarse arrastrando. Otras, van tan rápido que casi no nos damos cuenta de cómo suceden y de repente, ¡pam!, ya está todo solucionado y puedes seguir con tu vida feliz y tranquilo... Bueno, para nosotras el negocio anda más o menos así: un día intolerablemente lento, al otro sorpresivamente rápido. Es una verdadera montaña rusa -nada favorable para la glicemia o la presión- pero tengo certeza de que toda esta locura y esta ansiedad van a acabar valiendo la pena porque obtendremos nuestra recompensa, es decir, nuestro soñado departamentito propio... Falta poco, muy poco... Un profundo suspiro de paciencia y fé y ya estaremos allí.
    Y aprovechando esta onda veloz que se precipita sobre nosotros trayéndonos buenos augurios, junto con este sol radiante y la brisa perfumada, me siento aquí para postear la crónica de la semana, a ver si bajo la presión y la glicemia...


    -Encuadernación?...- preguntó la conserje del hotel, irguiendo las cejas, y tras pensar durante algunos instantes, sonrió y agregó: -Hay un lugar aquí cerca, en la calle Paris. Nosotros hacemos todos los anillados allá.
    Le agradecí la información con una sonrisa, pesqué la bolsa plástica con mis papeles y salí a la calle atrás de la tal imprenta. El día estaba precioso, soleado, el aire cristalino, a pesar de las ráfagas heladas que de repente barrían las esquinas y los recovecos, silbando por las paredes históricas y sus grietas y levantando  remolinos de hojas secas de las veredas de adoquines... Invierno con una amenaza de primavera, típico de Santiago... Me arrebujé en mi parca y subí por la calle que la mujer me había indicado, mirando bien para no perderme porque, como ella me había explicado, el lugar era chiquitito y medio escondido. Yo observaba los caserones de piedra con sus terrazas y balcones de rejas trabajadas, las ventanas primorosamente esculpidas, los garages imponentes, y no imaginaba dónde podría estar una imprenta, pues todo me parecía grande y majestuoso.
    Sin embargo, al poco tiempo de andar, divisé de lejos un letrero verde y blanco  en el que se leía: "Imprenta. GoGe fotocopias", apoyado en el costado de lo que parecía ser la cochera de aquel caserón. Me acerqué, percibiendo que otros pequeños establecimientos de todo tipo se habían instalado también en los garages o entradas de las casas, hasta llegar al lugar. Cuando lo ví, me quedé medio preocupada, pues pensé que la señora del hotel se había equivocado. Aquello no era más que un espacio minúsculo, sin mesón de atendimiento, apenas con una placa medio chueca de compensado separando al cliente de los funcionarios. Un escritorio arcáico, pesado, obscuro, un sillón probablemente rescatado de algún anticuario o de una casona en decadencia, estantes hechizas, paredes amarillentas, zurradas, manchadas. Era un espacio sombrío y estrecho, donde no había casi lugar para moverse entre aquela antigualla con cajones y el estante junto a la pared donde se amontonaban carpetas y hojas. Al fondo, después de un umbral medio cubierto por una cortina beige bastante sucia, podía verse la máquina impresora, enorme y anticuada, negra y extraña, como un gigante encarcelado. Un refrigerador, um computador viejo, papeles, máquinas menores, latas de tinta, trapos... Un desorden respetable y nada confiable... Un hombre alto y desgarbado, con un delantal manchado, anteojos y casi calvo, se inclinaba sobre la prensa, totalmente abstraido... Yo miré a mi alrededor, medio desconcertada, sin saber si debía irme o hacer algun tipo de ruido para que el hombre se diera cuenta de mi presencia. Y justo cuando estaba a punto de dar media vuelta y marcharme, apretando mis preciosos papeles contra el pecho como quien salva a un hijo de la muerte segura, una voz femenina surgió detrás de mí, desde algún rincón no muy lejano, y me saludó.
    -¡Buenos días, querida! ¿En qué puedo ayudarla?.
    Y juro que era una de las voces más amables y alegres que había escuchado en mucho tiempo, totalmente anacrónica com aquel ambiente lúgubre. Tanto, que me hizo detenerme como si me hubiera lanzado un lazo. Inmediatamente me dí vuelta,  curiosa por ver el rostro dueño de aquella voz casi mágica.
    -Buenos días.- repitió ella -¿Qué se le ofrecía?
   Me quedé mirándola durante algunos segundos antes de responder, totalmente sorprendida. Porque la imagen realmente no correspondía en absoluto al escenario: delante de mí estaba una señora de unos 50 y pocos años, de cabello rubio perfectamente peinado, piel clara y ojos brillantes, maquillaje discreta, labios rosados, unos aritos pequeños, collar de perlas, uñas pintadas, un par de anillos sobrios. Vestía con elegancia y sus botas brillaban bajo la falda lisa. Pequeña y delgada, lo que más llamaba la atención -fuera su voz- era su sonrisa, que mostraba unos dientes blancos, algo disparejos. Cuando sus labios se entreabrían parecía que todo allí dentro se iluminaba, se volvía cálido y acogedor. Tuve la sensación de que la conocía desde siempre,  deque podía confiar en ella, de que nos íbamos a entender muy bien...
    Sin dudarlo ni un segundo, volví atrás y le presenté mi bolsa.
    -Necesito hacer fotocopias y anillar estos papeles- le expliqué, sonriendo también.
    -¡Cómo no!- respondió, tomando las hojas con movimientos leves y diestros. En seguida les echó una ojeada, como para evaluaros -Queda listo en una hora..- concluyó, volviendo a mirarme.
    Y aquellos ojos eran tan sinceros, tan acogedores, tan envolventes, que yo no quería salir del frente de ellos. Su voz cantarina y animada, sus gestos claros y graciosos y aquella absoluta disponibilidad hacia mí y mis necesidades me habían conquistado por completo, instantáneamente.
    Entonces me pregunté:"¿Cómo será que se volvió así? ¿Cuáles fueron las experiencias que la transformaron un esta mujer tan cálida y positiva? ¿Qué era lo que la animaba? ¿Por qué tenía esa sonrisa?... ¿Será que fueron solamente vivencias buenas? ¿Suerte, una vida feliz, saludable, financieramente estable, próspera? ¿Alguna creencia religiosa? ¿Algún amor?"... Sin embargo, también se me ocurrió que tal vez fuese lo contrario: que el sufrimiento la había lapidado para que aprendiera a percibir y aprovechar cada momento positivo, cada encuentro, cada gota de felicidad que encontrara en su camino. Tal vez había aprendido a través del dolor que la sonrisa y la amabilidad son como semillas que, cuando lanzadas, se multiplican y dan flores y frutos que retornan a quien las plantó. Tal vez una imperecedera esperanza en los hombres, en el destino, en el buen combate, anidaba en su corazón y sostenía su cuerpo, de esa esperanza y gratitud que renacen cada mañana y se refuerzan a lo largo del día por la percepción y la asimilación de la belleza que nos rodéa, por la conciencia de cada pequeño milagro que sucede durante nuestra jornada. Quizás creía en ángeles, en el paraíso, en la buena fé, en la compasión. Quizás se sentía tan agradecida y afortunada que deseaba compartir su dicha con todos nosotros, quería que supiéramos cómo es bueno estar vivo, poder ver, escuchar, sentir, se comunicar, ser amable, sonreír, estar dispuesto a acoger... La imprenta era pequeña y féa, sí, pero en ese instante yo tenía la certeza absoluta de que mi encomienda sería ejecutada con total perfección, porque sería hecha con todo el amor y el brillo que esta mujer irradiaba.
    "¡Puchas!", pensé, mientras me alejaba "¡La sonrisa de esta señora podría hacer florecer un jardín en pleno invierno!"
    Y cuando levanté la cabeza ví, en la vereda bien al frente de la imprenta, un cerezo lleno de flores abiertas que embalsamaban el aire.

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