terça-feira, 25 de setembro de 2012

Nubes

    Hoy día no voy a extenderme mucho en el preámbulo porque el texto de esta semana es enoooorme, lo que significa que mi inspiración está a todo vapor, lo que por su vez significa que estoy perfectamente insertada en este ambiente, lo que, finalmente, quiere decir que estoy maravillosamente feliz... ¿Para qué quieren saber más? Estoy llena de alegría, de buenas intenciones, de buenos presentimientos, de optimismo y serenidad y, a pesar de que dicen que los artistas trabajan mejor o producen más cuando son terriblemente infelices, tengo que discordar. Ya creí en esta "leyenda urbana", pero hoy véo que no es siempre así. Por lo menos, en este momento no se aplica a mí... Gracias a Dios!.
    Y sin más demoras, aquí vá la de la semana, sino va a quedar muy larga.



    Siempre he creído que a las nubes les gusta engañarnos, así como nos engañan los problemas que a veces se nos aparecen en el camino... ¿Y cómo fué que llegué a esta conclusión?, se preguntarán ustedes. Bueno, fué la primera vez que viajé en avión, ya adulta. Y fué así que ocurrió:
    Cuando llegué al aeropuerto el día estaba nublado y frío, un viendo gélido se colaba por todas las rendijas y nos hacía estremecer. La pista de aterrizaje parecía húmeda y todo el ambiente era extrañamente lúgubre y pesado, lento, preñado de silenciosos recelos.
    -Parece que tendremos turbulencia durante el viaje- anunció con aire sombrío una mujer sentada junto a mí, y se revolvió incómoda dentro de su abrigo.
    -Puchas, no hay nada más desagradable que tener turbulencia en el despegue. ¡Es terrible! Parece que el avión se va a desmontar!...- expresó el caballero en pié junto a su equipaje, con ojos grandes y temerosos.
    -Es verdad- acrecentó otra mujer, más lejos, escudriñándonos atrás de sus anteojos - Parece que te vas a venir al suelo ahí mismo!...- y soltando un suspiro quejumbroso agregó: -Yo agradezco a Dios toda vez que llegamos a tierra firme. ¡Imagínense, ya perdí tres parientes en accidentes aéreos!...- y se persignó devotamente.
    -Es lo que se puede hacer.- concordó el señor junto a las maletas, con aire fúnebre -Encomendarse a la Virgen y a los santos.- e hizo un gesto de resignación.
    Siguió un enorme silencio de mal agüero y todos nos quedamos mirando hacia el cielo cargado que en pocos momentos estaríamos cruzando. Tal vez algún chistoso habría soltado el típico comentario: "Y bueno, si nos caemos no tenemos de qué preocuparnos. Del suelo no pasamos!"... Pero créo que en aquel día ninguno de nosotros se habría reído.
    Yo, a cada minuto más rígida en mi asiento, preferí distraerme del ominoso silencio y de las caras sombrías (¿por qué siempre tiene que aparecer alguien para hacer comentarios lapidarios en los aeropuertos cuando el clima está malo? ¿No bastan nuestros propios e inconfesables terrores aéreos?) mirando las vitrinas de importados, aspirando los olores tentadores de las cafeterías, el va y viene de los pasajeros arrastrando o empujando equipajes de todos los tipos, formas y colores (¡lo que las personas transportan a veces puede ser absolutamente bizarro!) los afiches de las compañías aéreas, los uniformes de las azafatas, las noticias en la televisión... Pero mis ojos se negabam sistemáticamente a posarse en la pequeña pantalla que anunciaba los aterrizajes y despegues, porque nuestro fatídico vuelo era el próximo. Sabía que era inútil, una infantilidad de mi parte, pero la visión de aquel cielo gris e inmóvil sobre nuestras cabezas me hacía desear cualquier otra opción en vez de embarcar.
    Y como si no bastase esta preocupación externa, viajaba con bastante exceso de peso: disgustos, dudas, preocupaciones, algunos fracasos estruendosos, peléas, decisiones difíciles, pesimismo y una incierta tristeza por haber tomado algunos caminos errados y dicho cosas que podría haberme callado... Sí, definitivamente no sería un viaje placentero, pues no había nubes de tormenta solamente en el cielo, sino también en mi corazón, que estaba obscurecido por ellas.
    ¿Qué hacer entonces?... Respirar hondo, agarrar la maleta y entrar lo más dignamente posible en la fila de embarque y después por el finger hasta el interior del avión, donde encontraría mi asiento, me abrocharía el cinturón y me sumergiría en una espécie de auto-hipnosis hasta llegar a mi destino.
    Así pues, me senté, resignada, y le dirigí una última y suplicante mirada al cielo nublado. El avión empezó a carretear, viró, entró en la pista, se detuvo por algunos momentos y finalmente arremetió como una fiera furiosa, empezando a elevarse... Casi inmediatamente fuimos tragados por una neblina densa que hacía temblar las alas del avión (claro, mi ventanilla daba precisamente encima de una de ellas) y que borró todo el paisaje a nuestro alrededor... En seguida, mientras nos elevábamos, la aeronave era inmisericordemente zamarreada para arriba y para  abajo y todos mostraban sus peores y más blancas caras de pavor, a pesar de la sonrisa de Colgate de las azafatas, que conseguían moverse por el estrecho corredor como hadas bienhechoras.
    "Es un castigo", pensaba yo, aferrandome a los brazos de mi asiento. "Esto es como el resumen del desastre que es mi vida en este instante. No véo nada, parece que nada depende de mí y soy zarandeada sin piedad por las circunstancias y las personas. ¿Qué puedo esperar? ¡Este mal tiempo no pasará nunca!", y dejé escapar un resoplido de disgusto e impotencia.
    En ese momento, la voz del capitán, alegre y educada, nos dió la bienvenida ( ¿A ESTO?) se disculpó por la turbulencia (como si pudiera haberla evitado) y nos anunció que alcanzaríamos la altura para ir a velocidad de crucero, séa lo que ello significara... El avión arremetió nuevamente, en un esfuerzo que tapó mis oídos, y de repente, un rayo de sol fulgurante entró por mi ventanilla... Sorprendida, me enderecé y me atreví a mirar hacia afuera... Las nubes se deshacían velozmente y poco a poco empezó a aparecer un cielo azul, esplendorosamente despejado, cristalino; un horizonte infinito sembrado de rayos dorados se abrió delante de nosotros. Yo contuve el aliento. Aquel azul parecía penetrarme por completo y yo sentía que, literalmente, alguna cosa -aquel peso, aquella obscuridad en mi corazón- se trizaba, crujiendo, y empezaba a disolverse... ¡Entonces, más allá de las nubes negras y la turbulencia el sol brillaba e iluminaba todo! No podíamos verlo desde abajo porque el mal tiempo nos lo impedía, mas estaba allí, aguardando que subiéramos, que tuviéramos el coraje de ultrapasar la tormenta para volver a disfrutar su luz y su calor.
    Y mientras esbozaba una sonrisa, que se mezcló con algunas lágrimas furtivas, pensé: "Deve ser así con nuestros problemas también. Tenemos que pasar por ellos, no quedarnos parados o escondernos, llenos de malos presentimientos. Debemos tomar una actitud, tenemos que ultrapasar las sombras, las lluvias y vendavales, y alcanzar el sol nuevamente, pues él está ahí, siempre está. Ni las nubes ni las dificultades deben amedrentarnos, pues somos como aquel avión que, gracias a la potencia de sus turbinas y a la firmeza de sus alas, consigue elevarse por encima del mal tiempo y volar serenamente hacia su destino.
    Así, cada vez que el día amanece frío, con presagio de lluvias, o el viento helado sopla y no consigo ver mi cordillera amada; cuando los problemas, las incertidumbres, el desánimo o el miedo se ciernen sobre mi corazón, yo me acuerdo de aquel viaje, de aquel avión que, pasando incólume por la turbulencia anunciada, consiguió alcanzar altura suficiente como para reencontrar el sol.

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