quinta-feira, 27 de dezembro de 2012

"La santita"

    Una navidad preciosa junto a la familia, ¿podría querer más?... Tal vez que mi hijo  menor hubiera estado con nosotros, pero gracias a mi hermana recibí el mejor de todos los regalos, porque de su casa pude llamarlo por teléfono a Brasil y escucharle la voz... ¡ Ay, corazón de madre, que no se muere de emoción sólo porque tiene la fuerza de un titan!... Pero fuera esta tristeza, todo el resto fue simplemente perfecto, tal como me lo había imaginado y aún mejor. Familia, amigos, cena, risas, recuerdos, el arbolito reinando, iluminado, lleno de paquetes misteriosos, todos aguardando ansiosos la medianoche para abrirlos... Me sentí niña, hermana, madre, amiga, tía, todo al mismo tiempo, como una sinfonía llena de emociones que no pensé volver a sentir. No así. No junto a estas personas amadas... Sí, con certeza puedo decir que el niñito Jesús me trajo el regalo que le había pedido: felicidad.
    Y como estaba tan feliz, acabé olvidándome de postear la crónica de la semana pasada, entonces, antes de que me entusiasme de nuevo y la felicidad me deje inutilizada literariamente, aquí va la de esta semana. En todo caso, creo que siempre es mejor no escribir de tanta felicidad que no hacerlo de mucha tristeza, ¿no es verdad?...


    Indudablemente, esta es una santita muy milagrosa. Basta ver el altar donde un cuadro suyo está entronizado, en la nave izquierda de la iglesia centenaria: está siempre rebosante de flores -especialmente rosas- de todos los tipos y colores, en primorosos y caros arreglos dentro de cestillas o floreros, en ramilletes envueltos en celofán o en modestos dúos o tríos, o hasta una sola amarrada con una cintita. Hay también arreglos de flores falsas, que pretenden durar tanto cuanto el agradecimiento  del devoto, pero la mayoría son naturales y mueren al cabo de algunos días, recordándonos a la humanidad frágil y efímera que viene a pedir sus gracias... Y como son tantas -y para que la santita no se confunda ni se sienta agobiada- hay dos personas encargadas de ir cambiándolas, para que así todos tengan oportunidad de expresar su gratitud. En los bancos y reclinatorios colocados frente a su altar siempre hay gente sentada o arrodillada, expresión concentrada, fervorosa, mirando el rostro etéreo del cuadro con fe y adoración absolutas y desvergonzadas. Mirada de intimidad, de esperanza, de sinceridad. Son como niños alrededor de una madre que todo lo entiende y que por todos se sacrifica e intercede. Mamá poderosa esta, que casi se ahoga en los pétalos de agradecimiento de sus hijos porque siempre les alcanza el milagro, la cura, el trabajo, el préstamo, la carrera, la casa.
    No hay misa durante la cual yo no haya visto a por lo menos diez o quince personas entrar, acercarse al altar -con bicicletas, paquetes, niños, carritos de feria y hasta perros- y depositar emocionadamente allí una flor con un agradecimiento o una petición. El sermón del padre puede ser el más inspirado del mundo, pero yo no consigo dejar de prestar atención a esta pequeña y constante procesión que transita modestamente por la nave izquierda... Desde mi lugar (porque siempre trato de sentarme cerca del altar, desde donde puedo verla) sonrío, conmovida, y me quedo contemplando a la religiosa angelicalmente retratada, que parece que va a salir de ahí en un éxtasis interminable de felicidad y paz... Entonces la imagino en su época: una mujer simple, obediente, fervorosa, que no deseaba otra cosa a no ser encerrarse en un claustro para alabar y servir a su Dios, para sacrificarse por los que habían perdido el camino. En realidad, ella no quería ser santa, nunca soñó con un altar, un cuadro, una reliquia o un ejército de devotos. No era nadie, sólo una buena mujer, una religiosa vieja y humilde, que pasó sus últimos años desterrada en una celda apartada del convento por causa de lo que parecía algún tipo de enfermedad repugnante y que al final se reveló una marca divina. Una persona que, en su insignificancia histórica (en esa época) hacía el bien a su alrededor, hasta donde le era posible, sin mayores ambiciones, sin jamás sospechar que hoy tendría un altar lleno de flores y fieles agradecidos. No, definitivamente, la posibilidad de la fama futura no era lo que alentaba sus acciones, sino la conciencia clara de lo que era correcto, misericordioso, justo.. Y yo me pregunto: ¿será que nosotros necesitamos la publicidad, los elogios, los homenajes, los seguidores, el reconocimiento, para actuar correctamente? ¿Hacer el bien por el bien no es bastante? ¿Por qué pretender abarcar y convertir al mundo entero? ¿Por qué vivir esperando una gran señal para empezar a hacer el bien? ¿Por qué si no es grande parece que no vale la pena ni comenzar?... ¡Pero si es con un grano de cemento que se empieza un rascacielos! Esta santita no quiso conquistar el mundo sino, simplemente, hacer su parte, actuar con compasión y justicia allí en su conventito, entre sus hermanas. Ese era el entorno que tenía para hacer el bien y lo aprovechó al máximo. ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos en nuestro entorno? ¿O vivimos esperando algún tipo de evento sobrenatural que sea el fiador y motor de nuestras buenas acciones?... No, el mundo no es nuestro escenario, apenas un pedacito de él, pero si todos decidimos hacer el bien en el que nos toca, a lo mejor podemos empezar a vivir el paraíso aquí.




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