quarta-feira, 3 de outubro de 2012

El taxi y el paradero

    Después de algunos días bien fríos, aquí está nuevamente el sol, luminoso y cálido, dándonos ánimo y prometiéndonos días mejores. No sé por qué un cielo azul como el de hoy tiene el poder de levantarnos el ánimo, de renovar nuestra fé, de hacer que nos demos cuenta de lo lindo que es el mundo y de lo valiosa y rica que es la vida...
    Como pueden ver, hoy estoy poética (a pesar de estar preocupada y ansiosa por cuenta de esos terrenos que parecen estar demorando una eternidad para venderse) y créo que este espíritu lírico y la pequeña felicidad que revolotéa en mi alma se deben, justamente, a este cielo azul y al sol, que brilla con alegre insolencia, y tal vez también a mi nuevo corte de pelo, que me costó una fortuna pero que valió cada centavo... En un día como este, uno está convencida de que nada puede salir mal, ¿no es verdad?...
    Y aprovechando la temperatura  amena y la cabeza más liviana, me siento aqui en el salón del hotel antes de que se enfríe y postéo la crónica de la semana. Es otra larga, como verán. Ese negocio de no mandar más textos para el diario me está dejando muy suelta, pues no tengo más un límite de treinta lineas para desarrollar un tema... ¿O debería tenerlo?... Por favor, si me pongo muy latosa y extensa, avísenme!...


    A las seis y media de la tarde el taco era fenomenal, interminable... Bocinas, rugidos de motores, humo, impaciencia, insultos. Autos y buses se apiñaban, luchando por un espacio, por avanzar algunos centímetros, pero la cosa estaba tan féa que ni siquiera las motos y sus conductores contorcionistas conseguían pasar. Los transeúntes contemplaban a esta  multitud motorizada con una mezcla de horror y fascinación, algunos hasta se detenían para hacer comentarios y, probablemente, llegaban a la conclusión de que en ese momento era mejor tener dos piés que cuatro ruedas.
     Mi hija y yo, metidas en un taxi a camino de un ensayo con el coro de una escuela, nos sentíamos como sardinas en una lata, exprimidas por todos lados, viendo los minutos correr sin avanzar un metro siquiera. Con certeza íbamos a llegar atrasadas, ¡ y justo en el ensayo general antes de la presentación!... Pero no había caso, como refunfuñaba el taxista, entre un tirón y otro. A esta hora era el mismo infierno. Paciencia...
    El semáforo finalmente abrió allá adelante  y conseguimos adelantar un par de cuadras. En seguida, nuevo taco, nuevos bocinazos, insultos y caras furiosas. Menos mal que, por lo menos, el paisaje era bonito (Vespúcio hacia Vitacura) elegante, lleno de jardines y terrazas, de edificios modernos, de tiendas sofisticadas y canteros floridos. A nuestro lado, autos último modelo, rostros de facciones refinadas atrás del volante, ropas caras, un tenue aire de fastidio, de digna impaciencia estóicamente soportada con un cigarro, el celular o una água mineral. Del lado contrario, una fila interminable de buses verdes, naranjas y azules, y en la vereda los paraderos llenos de gente esperando.
    Llegamos a la última esquina antes de doblar hacia Vitacura, y la luz estaba roja. El taxista, que ya había tomado algun impulso, frenó en seco y soltó algunos improperios en voz baja. Mi hija y yo nos miramos y  dejamos escapar tan sólo un suspiro de resignación. Ya íbamos a llegar atrasadas de cualquier forma...
    Permanecimos estancadas allí por lo que pareció ser una eternidad, y durante ese tiempo se me ocurrió de repente prestar atención a lo que sucedía más allá de la ventanilla empañada del auto. Entonces, me fijé en las personas que se amontonaban en el paradero. Estábamos justo frente a él y realmente había una pequeña multitud aguardando allí: hombres, mujeres, adolescentes, niños de la mano de sus madres o en sus brazos, expresiones cansadas, grises, opacas. Ropas viejas, sobrepuestas sin ningún buen gusto, sólo para escapar del frío, botas, botines, zapatillas gastadas, chuecas, tristes, medias de lana, bufandas, gorros, guantes sucios y agujereados. Caras lavadas, rudas, cabellos de cualquier manera, sombreros viejos, abrigos zurrados... y bolsas, docenas de bolsas, paquetes, envoltorios, carritos, folletos con promociones de supermercados, cajas de cartón... Mirada así, mezclada con todos esos objetos, era una masa informe de cuerpos y facciones tan similares que parecían hermanos. Gente humilde, sufrida, sacrificada, porfiada, casi sin esperanza... Y al mirarlos, me pregunté, curiosa: "¿Qué es lo que hacen aquí?"... Miré a mi alrededor, a todos los edificios lujosos, cuyas terrazas daban la vuelta por todo el piso, con esos ventanales panorámicos a través de los cuales podìan vislumbrarse salas enormes llenas de plantas, espejos, lámparas de cristal, muebles y alfombras caras. Miré las veredas limpias, los jardines verdes, con un paisajismo inspirado, las calzadas sombreadas por árboles bien cuidados y frondosos. Ví los vidrios polarizados, el metal trabajado, el concreto caprichosamente moldeado, el fierro domado con tanta gracia y majestad... Todo allí era nuevo, impoluto, audaz, lleno de una insolencia y ostentación que intimidaban. En una palabra: caro. Miré nuevamente al grupo amontonado en el paradero: nadie alto, rubio, de ojos o piel claros, bien vestido, con joyas, ostentando ese aire de superioridad tan natural en aquellos que lo tienen todo... No, esta gente era lo opuesto y, definitivamente, no pertenecían a ese lugar. Pero, entonces, ¿quiénes eran? ¿Y qué hacían allí?.
    Ahí me dí cuenta: estos eran los que trabajaban para esos otros que vivían aquí. Nanas, meseras, jardineros, cocineras, porteros, lavanderas, ascensoristas, niñeras, secretarias... Por eso destonaban en medio del lujo, eran demasiado simples, incultos, feos, cansados, desesperanzados, contando las monedas para tomar el primero de los tres buses que los llevarían de vuelta a sus casas, alejandose cada vez más de ese mundo claro y perfumado donde pasaban la mayor parte de sus días. A las seis y media regresaban a la ración menguada, al espacio apretado, al jardín minúsculo, al barro, a la batéa de ropa sucia, al mantel de plástico, a sus cuentas, sus dolores, sus incertidumbres... Imaginé que debería ser como entrar y salir del mundo de Alicia en el país de las Maravillas, y esto no debía ser nada fácil, con certeza. Para mí, que estoy en el medio de estos dos mundos, ya me resultaba un choque esta diferencia, entonces imagino cómo sería para ellos...
    El semáforo abrió y el taxista, aprovechando una brecha, viró velozmente y dejó atrás el paradero y el pequeño universo que cobijaba debajo de él. Yo recosté la cabeza en el asiento y cerré los ojos porque, de improviso, toda esa opulencia me pareció de alguna forma insultante, porque no demostraba la menor conciencia de la existencia de esta otra "raza" que se movía todos los días en sus entrañas y a la que sólo le ofrecía -como una limosna- buses apiñados para que hicieran su travesía diaria atrás de su sustento... No, esto no podía ser justo...
    Entonces me pregunté, desconcertada, angustiada: " ¿Cuántos mundos existen  dentro de este en el que transcurren nuestras existencias? El mío, el del panadero, el del empresario, el de la profesora, del médico, del mendigo... ¿Y en cuántos de ellos somos capaces de existir, de producir, de aprender?"... Varios universos, varios papeles, muchas lecciones... No cerremos la puerta a las otras historias que acontecen paralelamente a la nuestra, pues nunca se sabe cuándo tendremos que entrar  en alguna de ellas o entrelazarnos con sus personajes, compartir experiencias con ellos, aprender su sabiduría y poner nuestro grano de arena para que juntos demos un paso más. Hoy estoy en el taxi. Mañana puedo estar en el paradero.
   

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