quarta-feira, 12 de setembro de 2012

El ciego

    A pesar de que las tardes se ponen frías y de que me pesqué un tremendo resfriado, los días continúan gloriosos, tranquilos, felices y llenos de aventuras. Es verdad que tuve que quedarme una semana encerrada, tosiendo y estornudando, lo que significó una disminución de inspiración porque, sinceramente, los remedios que tienen aquí para la gripe son como medio fatales de tan fuertes. ¡Le descongestionan a uno hasta el pensamiento! Pero le adormecen la inspiración, literalmente, porque me lo pasaba las tres cuartas partes del día dormitando en el sofá, fuera dormir como tronco en la noche... Menos mal que ya estoy mejor, entonces pude bajar hoy para pasear y echarle pan a las palomas del Paséo Bulnes y después venir al hotel para postear la crónica de la semana. En todo caso, como la mitad de Santiago está también tosiendo y estornudando y tomandose tazas y tazas de té con miel y limón, no me siento tan abandonada en mi desgracia que, gracias a Dios, ya está en el fin.
    Entonces, aquí vá, mientras la ciudad se llena de banderitas chilenas y los pajaritos vienen a comer migajas en la ventana de mi departamento...


    Venía el ciego caminando en pleno Paséo Ahumada, cinco y media, seis de la tarde, cuando las oficinas terminan su trabajo y todos los funcionarios se lanzan a la calle, semejantes a una marejada ensordecedora y desordenada, para la happy hour o la cena en casa con la familia... Con su bastón blanco al frente, surcaba aquel océano de personas con una seguridad asombrosa. Nadie lo acompañaba, sin embargo, él parecía saber perfectamente hacia dónde se dirigía. Yo estaba en la esquina, junto con mi hermana, esperando el semáforo para atravesar, cuando lo ví surgir por detrás de un remolino de abrigos, bufandas, bolsas, maletines y carpetas, alto y delgado, vestido con unos bluejeans zurrados y vários sweaters, camisas, chalecos y chaquetas sobrepuestos, todos igualmente gastados.  Sin embargo, el toque más original de su atuendo era ese gorro, mezcla de boné y pasamontañas, medio enrollado con una bufanda colorida (en realidad, no conseguí descubrir si la bufanda y el gorro formaban parte de una misma cosa) que le cubría el rostro hasta la nariz. Sólo podía adivinarse que era ciego por el bastón con que iba tanteando el suelo delante de él, pues sus ojos permanecían sombreados por la viscera del gorro.
    Al reparar en él, le dí un codazo a mi hermana, señalandole al hombre, que se acercaba rápidamente:
    -¡Mira a ese ciego!- cuchicheé - ¡Con qué facilidad y seguridad se mueve!...
    Mi hermana no pareció impresionarse con mi comentario, pues estaba distraída con otras cosas, pero yo lo seguí con la mirada hasta que desapareció en medio de la multitud y no pude reprimir una silenciosa exclamación de admiración.
    Lo que me dejaba tan atónita no era sólo su habilidad para desplazarse sin tropiezos en este mar humano que también se movía, sino la osadía con que lo hacía. Su andar era decidido y firme, sin miedo. Parecía saber perfectamente por dónde iba. Sabía hacia dónde iba. Las personas a su alrededor eran como "males necesarios"  o "efectos colaterales", no conseguían desviarlo ni detenerlo. Al contrario, se apartaban de su camino, pero no solamente por causa de su bastón blanco, que les avisaba que debían hacerlo, sino por la actitud del ciego, por ese gesto imperativo, seguro, entero con que avanzaba por la calle... ¿De dónde venía? ¿Cuál era su destino? ¿Sería ciego hacía mucho tiempo? ¿Cómo parecía haber superado tan diestramente su discapacidad? ¿Cómo se sentiría caminando en medio de estas calles tumultuosas del centro? ¿Había alguien esperándolo en su destino? ¿Vivía solo?... Miles de preguntas revoloteaban en mi cabeza...
    Cuando finalmente desapareció, percibí que éstas no eran realmente importantes, ya que no era su origen o su destino lo que había que notar o averiguar, sino su manera de recorrer el trayecto entre estos dos puntos: sin miedo.
    Continuamos caminando por el Paséo Ahumada en dirección a nuestro departamento, esquivando la oleada que venía en sentido contrario, temiendo un encontrón, un pisotón, un tirón de la cartera, una mano tonta en el cuerpo;  evitando miradas, escrutando el suelo para no tropezar o pisar algo desagradable, para no meter el taco en una rejilla... El tráfico rugía, feroz, desesperado para llegar a la casa, los edificios parecían árboles de pascua, en el aire danzaba el vaho desordenado de la multitud, abrazandonos hasta casi quitarnos el aliento...
    En poco tiempo alcanzamos el edificio, tomamos el ascensor y ya estábamos en el departamento, sanas y salvas, exhaustas, hambrientas. Prendimos la tele y nos desparramamos en el sofá. ¡Cómo era bueno estar en la tranquilidad de nuestra casa, protegidas!...
    Pero en la noche, tendida en mi cama, rodeada por el silencio y la penumbra, mis pensamientos se volvieron hacia el ciego. Y me pregunté por qué él no tenía miedo. Quise saber qué era lo que le daba ese coraje... Y nosotros, ¿a qué es lo que le tenemos tanto miedo? ¿Por qué tenemos miedo?.. ¡Nosotros vemos!... Y en ese momento deseé tener el valor de aquel ciego que, mismo no viendo la calle, a los autos, a las personas, solamente escuchando su fragor y percibiendo su calor y su movimiento, avanzaba osadamente, sin sentir pena de sí mismo, sin apocarse por los sonidos, los olores, los toques; sin perder el rumbo, cierto de su destino.
    Sólo espero que después de este encuentro yo séa capaz de enfrentar los problemas, los desafíos y las aventuras que me aguardan tal como este hombre que, en su ceguera, parecía ver mucho más que todos nosotros.

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