segunda-feira, 3 de setembro de 2012

Un oasis

    ¡Ahora tengo tanto material para postear aquí que está empezando a resultarme difícil escoger qué texto colocar! ... Pero no me estoy quejando, porque mi inspiración está a mil por hora. Las historias y las reflexiones saltan delante de mí a cada paso, las lecciones, los personajes. Descubro que este país es altamente instigante e inspirador, no sólo por las novedades y la diversidad, sino también porque me hace sentir cómoda, relajada y muy perceptiva. Tengo todo el tiempo y la tranquilidad del mundo para parar y observar a mi alrededor y, como deben suponer, esta situación es el paraíso para un escritor.
Entonces, aquí vá la crónica de esta semana, el corazón latiendo, feliz y realizado, aguardando la próxima aventura.

    Aprovechando el lindo día de sol en pleno invierno, mi hija y yo salimos a pasear por uno de los tantos parques que hay en Santiago. Pescamos el metro y nos bajamos en la estación Salvador, cuyas escaleras emergen hacia el Parque del Bicentenario... Fué casi una escena de película cuando terminamos de subir los peldaños: árboles, prados verdes, canteros llenos de flores coloridas, estatuas, bancos, senderos de arenilla y, coronando todo, la fuente rectangular, enorme, con sus magníficos chorros de água que parecían pugnar por alcanzar el cielo. A nuestro alrededor gorriones, chincoles, palomas, tórtolas y zorzales; familias sentadas en el pasto, estudiantes con sus notebooks, sus ropas estrafalarias y sus gestos exagerados, con ese aspecto de quien acabó de salir de la cama, parejas caminando lentamente, de manos dadas, respirando hondo el temprano aroma de los cerezos que amenazaban abrir como en una explosión... Perros, niños, globos, grupos danzando, saltando en skate, fiesta de cumpleaños improvisada, señoras sonriendo en los bancos, caballeros abstraidos leyendo el diario. Hasta quien parecía ocupado y con prisa ralentaba el paso cuando entraba en el parque y daba una ojeada a su alrededor como para percatarse y apreciar, ni que fuera brevemente, la belleza del lugar, su tranquilidad, su colorido y aquel relajamiento que invitaba a la reflexión, a la conciencia, a abrirse por algunos momentos y esperar algún tipo de milagro...
    Yo, acomodada en uno de los bancos, preguntándome cuántos podría descubrir mientras estuviéramos allí, frente a la fuente que humedecía el viento, de repente, al mirar más allá, me percaté de la presencia insolente de los buses, los carros, los edificios modernos, las tiendas iluminadas, las veredas vertiginosas, barullentas, ocupadas por ese mar interminable de personas... Pestañeé un par de veces, sorprendida, porque el contraste entre ambos lugares me pareció realmente asombroso. ¿Cómo era posible que a cincuenta metros de este oasis verde y apacible  en que me encontraba corriera esa especie de universo paralelo,  voraz, acelerado, indiferente y agresivo? ¿Qué era lo que los separaba con tanta clareza? ¿Nosotros? ¿Los otros? ¿La calle? ¿El universo? ¿O tal vez algún tipo de ley divina o natural? ¿O entonces hombres geniales y altruístas que proyectaban, construían y nos regalaban estos oasis para que no enloqueciéramos ni olvidáramos nuestra condición humana, para que recordáramos cuál era el verdadero mundo?... Con certeza visionarios que deseaban que no perdiéramos el contacto con esta realidad, con lo natural, con lo vital. Los hombres idealistas e ingenuos que proyectaban y realizaban estos espacios para sus hermanos, los hombres pragmáticos y desconfiados... ¡Era mucha bondad de su parte!.
    Entonces, poco a poco, se me fué ocurriendo que nosotros podríamos hacer lo mismo, pero dentro de nosotros mismos, o en algún rincón de nuestra casa: crear un oasis, un refugio, un santuario de descanso con todo lo que nos es más precioso. Un espacio de revigorización, de paz, de transformación. En medio de nuestra vida agitada y llena de problemas y angustias, necesitamos encontrar un lugar en el cual podamos proyectar y construir este oasis, este tiempo de reencuentro, de evaluación y retorno al equilibrio, a lo que verdaderamente importa, porque es solamente desde allí que podremos desarrollar una nueva mirada, es de allí que podremos sacar la fuerza, la alegría, la fé, la salud física y emocional, espiritual, es allí que nos renovaremos, nos reinventaremos, recomenzaremos después de cada caída. Porque así como la metrópolis monstruosa y devoradora nos ofrece indistintamente sus plazas, parques, fuentes y paséos que nos recuerdan nuestro derecho a parar, a  cambiar, a disfrutar, así como la selva de concreto se compadece de sus habitantes brindandoles cuadros de la primavera, de globos  y chiquillos inocentes, de  esculturas poéticas, canteros de pensamientos y violetas, de  árboles centenarios que renacen cada septiembre, así nosotros, nuestros mayores jueces y verdugos, debemos construir y preservar dentro de nosotros este oasis, estos canteros floridos, estas fuentes cristalinas, los perros, los globos, los chincoles, los senderos claros y los cielos azules. Así, cuando andemos abogiados, sombríos y resentidos por lo menos podremos zambullirnos en ellos y encontrar el coraje, la paz, la clareza y el optimismo que necesitamos para continuar adelante o, quién sabe, para perdonarnos y recomenzar.

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