terça-feira, 13 de novembro de 2012

"El perrito blanco"

    Bueno, y como dicen por ahí: quien espera siempre alcanza. Y aquí estoy yo, cómodamente instalada en el sofá de la sala mientras mi hija está en el centro haciendo sus diligencias, tecleando por primera vez en nuestro nuevo, super, suave, veloz y liviano notebook absolutamente nuevo... Aaaah, ustedes no imaginan -aunque tal vez sí porque casi todo el mundo tiene algún tipo de computador- lo delicioso que es poder escribir cuando y donde quiera, sin tener que bajar hasta el hotel para congelarme o quedarme con dolor de espalda dos días a fin de enviar un e-mail o postar las crónicas. Fuera eso, ahora voy a estar bien más ocupada poniendo mi diario al día y produciendo todos los textos que se me están ocurriendo para que así no me lo pase el día entero viendo tele y comiendo porquerías. ¡Prometo que esta será la última crónica que saldrá atrasada!... Es que estaba aguardando la llegada de esta preciosura para postearla, y cuando ella finalmente entró por la puerta de nuestro departamento, discreta, elegante y blanquisima (ya la apodé de Blanca Nieves) casi salí saltando por el corredor. Menos mal que no lo hice, porque ya hay suficiente gente extraña en este edificio...
    Entonces, para hacerle justicia a esta pequeña ultra mega putz belleza, aquí va la de esta semana:


    El día amaneció glorioso, cálido, cielo azul, cerezos y almendros espiando la primavera con sus pequeños y aún tímidos botones que ya anhelan llenar de color y perfume las calles, plazas y parques... Salí a la calle a hacer una diligencia y se me llenaron los ojos de lágrimas delante de esta selva de concreto alucinada y voraz que también empieza a transformarse con el cambio de estación: banderas chilenas en todos los kioskos, vitrinas, taxis y balcones, los geranios de los postes echando su verde nuevo al viento, los chincoles, gorriones y tordos alborozando en las ramas todavía desnudas, como llamando a la savia para que corra más de prisa. Perros perezosos tendidos al sol, ropas más livianas y coloridas, voces animadas, sandalias, camisetas, helados, ventanas abiertas, cortinas danzando, gatos estirándose en los alfeizares...
    Caminaba por la calle sonriendo como una boba, sintiendo el viento que jugaba con mi pelo y mi ropa como si fuera la primera vez, con el pecho rebosante de esta felicidad gratuita y luminosa que tan a menudo toma cuenta de mí desde que llegamos... ¿Cómo podía ser tan bueno? ¿Cómo podía ser tan lindo? ¿Cómo podía sentirme tan bien?... ¿Soñaba? ¿Actuaba? ¿Me mentía a mí misma? ¿Cuánto tiempo más iba a durar esta magia? Pues a mí me parecía que no iba a acabar jamás. Estoy totalmente convencida de que nunca más voy a dejar de sentirme feliz, agradecida, llena de expectación por las aventuras que me aguardan todavía, valiente, optimista. Creo que nunca dejaré de ver lo bonito, lo bueno, lo especial, cada milagro que Dios pone en mi camino. Mis ojos no van a cansarse de esta cordillera, de estas calles, de las personas. Todo esto es como un constante milagro para mí, un descubrimiento permanente y pretendo hacer todo lo posible para que continúe así hasta mi último aliento.
    Y de repente, al llegar a este punto de mis cavilaciones, tuve un sobresalto, porque inesperadamente me pregunté: "¿Y hasta cuándo seré capaz de disfrutar todo esto?"... Pues la conciencia de que estoy envejeciendo se hace presente, amenazante, real. ¿Cuánto tiempo de esta salud física y mental me queda? ¿Será que algún tipo de invalidez me va a impedir continuar viviendo así? ¿Va a enajenar mi percepción o mi capacidad de expresarme y producir, de mantenerme activa y participativa? ¿Va a confinarme a una silla de ruedas, a la cama de un hospital, a un cuarto de casa de reposo?... Me cuido y me vigilo lo mejor que puedo, pero ¿quién sabe el mañana?... Dudas angustiosas, opresivas, sombras en un día de sol, preguntas sin contestación... ¿Cuánto tiempo voy a poder disfrutar de nuestro apartamento? ¿Por cuánto tiempo voy a poder trabajar todavía, valerme por mí misma?... Allí tenía el futuro incierto, implacable, fuera de control. Por un momento todo pareció parar, nublarse, perder el  sentido. "¿Entonces para qué tantos planes?", me pregunté, desanimada, "Cuál es la respuesta, la reacción, a no ser resignarse? ¡Pero resignarse no es vivir! ¡Es vegetar y esperar la muerte!"...
    Llegué al departamento cansada y triste, medio descorazonada y asustada, pues me había dado cuenta de que no se puede escapar de la vejez y sus consecuencias, y mucho menos de la muerte... Me tiré al sofá y prendí la televisión para ver si me distraía de estos pensamientos negativos. Pasé los canales una y otra vez. Nada interesante, nada diferente, si bien tenía la sensación de que, en aquella hora, ni el más entretenido de los programas me habría sacado de mi melancolía y pesimismo... Sí, estaba aquí, finalmente había regresado a casa, pero ¿por cuánto tiempo?... Debía haberlo hecho antes, ahora tenía certeza.
    De repente un perro galgo gris, flaco y con mirada huidiza llenó la tela de la televisión. Llevado por el "líder de la manada", César Millán, que tiene un exitoso programa donde se dedica a rescatar y dar un nuevo hogar a perros abandonados y problemáticos, se acercó a otro perro, éste pequeño y peludo, de un blanco inmaculado, con un collar rojo vivo. El dueño del perrito blanco, que estaba recibiendo al galgo gris mientras le encuentran  un nuevo hogar, dijo que no quería quedarse con ningún otro animal porque ya había sufrido lo suficiente con cada uno de los que se le habían muerto. Confesó que estaba siempre vigilando a su perro, angustiándose y deprimiéndose al notar cómo envejecía tan rápidamente, preocupándose con cualquier síntoma o cambio y ya sintiendo su pérdida... Entonces, César lo miró, sonriendo comprensivamente, y le respondió:
    -Mira, los perros viven cada día, un día de cada vez, porque para ellos no existe el mañana. En realidad, es el ser humano el que se preocupa y se aflige con el futuro y con la muerte. Al perro le basta el día de hoy.- y riendo suavemente, concluyó: -Nosotros deberíamos aprender de ellos, ¿no te parece?.
    Yo me quedé mirando la pantalla, con el control todavía suspendido en una mano. Sin darme cuenta, estaba prendiendo el aliento. Las imágenes continuaron: otros animales, otros casos... Pero yo me había quedado con la visión del perrito blanco tranquilamente echado en la alfombra, ojillos cerrados, respiración calma, cuerpo relajado. Era la imagen de la felicidad, de la paz y la despreocupación. El cuadro de la confianza, de la satisfacción y la gratitud por otro día, otra comida, otro paseo, un nuevo amigo...
    Bueno, si necesitaba alguna respuesta para sosegar mi angustia y mi desánimo y resolver mis dudas, este perrito blanco acababa de dármela.

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