quinta-feira, 21 de maio de 2009

Casas

Acabé de escribirle a la editora de la Folha de Londrina que cuando me despierto inspirada soy peligrosa. Bueno, dicho y hecho: créo que, por fin, voy a poner al día las crónicas que salieron publicadas en el diario, entonces prepárense!... Vá a ser bueno para mí y bueno para ustedes porque van a tener lectura para todo el fin de semana. Yo me divierto escribiendo y ustedes se divierten leyendo, así la balanza queda equilibrada. Entonces, allá vamos!.

Las casas, así como nosotros, también van adquiriendo cicatrices a lo largo del tiempo. Se llenan de moho, hendiduras, manchas, descascados y remiendos; el corredor lateral o el pátio trasero van siendo tomados por cajas, muebles viejos, maceteros vacíos o trizados, soportes de metal, restos de material de reforma, herramientas y un montón de cachivaches que no sé por qué uno tiene pena de botar.
La construcción nueva y bien definida en la cual fuimos a vivir hace diez años fué transformandose, adquiriendo nuevos contornos, colores y olores por causa de nuestra permanencia en ella. Surgieron manchas, rincones, estantes, cuartitos, rejas, áreas, canteros y peldaños que poco a poco fueron cambiando su fisonomía original. Un plácido y condescendiente desorden se extendió por los cuartos, pues cada habitante fué arreglando sus cosas de acuerdo con sus necesidades o estados de espíritu (yo ya pinté la ventana de mi pieza con pintura acrílica para que pareciera un vitral!) Así, parece que cada parte de la casa tiene un pedazo de la personalidad de sus moradores, lo que le confiere un aire bien eclético y medio caótico que es tremendamente íntimo y lleno de significado.
La rutina doméstica impone rituales que van ocupando implacable y definitivamente los espacios, volviendolos por eso muy especiales y amados, como puertos seguros en medio de las mudanzas y correrías del mundo allá afuera. Todos los defectos y marcas que nuestra casa fué juntando con el tiempo -secuelas de nuestra existencia en ella- cuentan nuestra historia y muestran nuestra personalidad, uniendonos a ella con lazos de una fuerza que jamás imaginaríamos. Ni siempre son transformaciones planeadas o ocurridas de manera agradable, pero son, ciertamente, inevitables, pues nuestra casa -la construcción de cemento, fierro, madera y vidrio- no es insensible a nuestro existir. Si siempre dejamos nuestra marca por donde pasamos, imaginen cómo será entonces en el lugar en el cual vivimos por años y años!...
Me gustan las casas nuevas que huelen a pintura y argamasa, con sus jardines planeados y cada mueble y adorno en su lugar, pero, definitivamente, prefiero aquellas que tienen una historia que contar, que se enorgullecen -o no- de mostrar sus cicatrices, manchas y remiendos, sus hendiduras y cachivaches, sus puertas que crujen, sus terrazas desordenadas, sus cuartos llenos de personalidad y significado, de objetos queridos.
Hoy, cuando camino por mi casa, siento como si estuviera haciéndolo dentro de mí misma. Es mi territorio, mi refugio, parte de mi identidad, y me enorgullezco de cada marca que en ella dejé y aún voy a dejar, pues se trata de mi vida, de mi historia, que está transcurriendo entre estas paredes, transformándolas en un fiel reflexo de lo que soy. Casas nuevas están muertas hasta que su dueño les imprime su vivencia. Casas viejas están vivas porque ya existieron junto con el dueño y saben todo sobre él, volviendose el espejo de su alma.

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