domingo, 6 de setembro de 2009

Universo rural

Es casi un milagro que esté, finalmente, consiguiendo postear esa crónica, porque parece que con los dos últimos temporales que cayeron por aquí, la internet quedó una porquería (o mi servidor está dejando mucho que desear en la calidad de su servicio) y está super lenta o, simplemente, no conecta... Desde ayer que estoy tratando de publicar las crónicas y revisar mi corréo y nada!... Entonces, aprovechando este momento milagroso de conexión, voy a postear mis crónicas, porque si llueve otra vez como ayer, estoy frita. Entonces, aquí vá, antes de que acontezca alguna otra tragedia.

Sólo cuando leo los cuentos y novelas de Oscar Castro consigo darme cuenta del tamaño de mi nostalgia del campo chileno, de sus colores, de sus perfumes y voces, de sus recuerdos. Cholqui, Melipilla, El Carmen Alto, Maipú, Pomaire... Caminos flanqueados por álamos, casitas de adobe y cercas de madera adornadas con cardenales y rosales, olor de albahaca y mata en el aire, los rayos del sol filtrándose por entre las ramas de los eucaliptus y las parras, desparramandose generosamente por las plantaciones de trigo que ondulan como un océano dorado bajo el impulso del viento constante y juguetón. Las casas más prósperas con sus galerías de madera y los sillones de madera y paja alineados junto a la pared, el bordado de filigrana de los visillos blancos en puertas y ventanas, las cocinas y sus hornos a leña; ristras de ajo, pimentón y ají colorado y verde, de charqui y longaniza colgadas del techo, los perros echados al sol, el compás lento y poderoso, casi majestuoso de los huasos en sus cabalgaduras. Olor a empanada, a cazuela, a arrollado, a tierra y bosque... La plaza central del pueblo, verde y medio desordenada, un poco pretenciosa, ruidosa y animada, los viejos en la puerta de los bares y en los bancos de madera conversando acerca de todo un poco y contando historias; la iglesia de primoroso campanario, obscura y fresca, de coloridos santos de yeso en altares de madera esculpida, reinando soberana sobre los jardines, los transeúntes, los carros y los chiquillos que corren y gritan entre los canteros floridos. Tiendas modestas, baratas, coloridas, verdulerías exhibiendo sus productos frescos en cestas de mimbre, todavía sucios de tierra; la heladería, la panadería, la estación de bomberos que todo día anuncia el medio de la jornada con su escandalosa sirena. Calles estrechas, casas silenciosas, discretas, perfume de vida, de simplicidad, de tranquilidad, un qué de inocencia que ya se perdió en las ciudades...
El patio central de la casa de mis tíos, donde van a dar todos los cuartos, atravesando la galería de ventanas rectangulares con visillos blancos y el suelo de baldosas. El jardín del fondo, donde hay canteros ordenados y lozanos de cebollines, perejil, cilantro, albahaca, lechuga y ají, los paltos y duraznos, los naranjos y limoneros olorosos, la parra y la pimienta. Deambulando entre la huerta y la tierra, entre los cardenales, calas y violetas, las gallinas y los perros dividen el espacio y el sol, los tiestos con água y comida, los rincones frescos y tranquilos cerca del antiguo horno de barro y la choza para almacenar madera. Son animales satisfechos, perezosos, alegres y no muy limpios, felices... Y aquella inmensidad verde alrededor, coronada por la mole lilácea, soberana y protectora, de la cordillera y sus nieves eternas y sobre ella un cielo limpio y sin secretos, la tierra salpicada aqui y allá por las típicas moradas de los colonos, por tractores amarillos y rojos, rebaños pastando y por los grupos de sauces que indican la existencia de algún arroyo.
Penetrando por los caminos de tierra se siente un aire de misterio, de expectativa, de fuerza virgen y preparada para estallar en mil formas de vida. Las voces del bosque mudan, se vuelven más intensas y próximas, de una realidad desconcertante, un aroma salvaje toma cuenta del paisaje y parece que nuestro corazón se llena de libertad y paz, de certeza, de poder, pues todo allí parece acoger, convidar, revelarse, invadirnos, transformarnos en lo que realmente somos: hijos de la naturaleza. Es siempre como regresar a algún lugar conocido, ancestral, no contaminado. A veces, cuando viajamos en el auto durante las vacaciones, pasamos por escenarios tan parecidos a los del campo chileno, que llego a emocionarme, pues me traen a la mente todas aquellas imágenes, que guardo tan celosamente en mi corazón, de la tierra en la cual están plantadas mis raíces. Lo mismo me sucede cuando empiezo a leer los cuentos o novelas de Oscar Castro. Describe con tanta fidelidad y pasión las pequeñas villas de casas de adobe y callejuelas de tierra, los personajes simples y rudos, las creencias, el folklore y todo aquel encanto casi mágico en su sencillez y autenticidad, que me siento como si estuviese bien en el medio de cada escenario, de cada historia, en el corazón de cada personaje, totalmente sumergida en aquel universo rural que tan bien llegué a conocer y que hoy me provoca tanta nostalgia... Porque, al final de cuentas, uno no regresa a su patria por la familia o los amigos - que acaban desapareciendo con el paso del tiempo- por el clima o la comida. Uno vuelve por la tierra, por los lugares, por las raíces que mantienen intacta nuestra identidad y nuestra integridad.

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