terça-feira, 15 de setembro de 2009

Arrepentimiento

Bueno, estoy tratando de terminar de postear mis crónicas desde el viernes pasado y todavía no lo consigo. La internet continúa una porquería. Ayer había acabado de digitar esta crónica cuando la red cayó... Casi cometí hara-kiri! Llevé la mañana entera para escribirla, y todavía tenía que postear las otras tres que fueron publicadas en el diario y que dejé para atrás!... Bueno, ojalá que hoy no suceda ninguna tragedia virtual y pueda publicarlas todas (las del diario son bien cortas) antes de ir a trabajar. De todos modos, si no lo consigo, termino cuando vuelva, porque hoy salgo más temprano... Putz, pensé que los iba a dejar con harto material para leér en el fin de semana y al final, estoy posteando las crónicas en pleno martes!... Computador es la mejor cosa del mundo, lo admito, excepto cuando dá panne, o cae la conexión o, peor, aparece uno de esos letreritos fatídicos que dice, sin más ni menos: "Este computador ejecutó una operación ilegal y el programa será cerrado"... Operación ilegal???? Pero qué mierda es esa?... Y así, sin mostrar la menor compasión por el pobre mortal que estaba redactando su próxima obra de arte, la cosa se desliga y uno pierde todo lo que pasó horas escribiendo, quemandose los neurónios y aguantando un tremendo dolor de espalda... Bueno, no por acaso, el computador es solamente una máquina, pero bien que algún genio podría ponerle algunos sentimientos, no?...
Y aquí va la crónica de la semana pasada, más las otras tres de brindis... antes de que esta cosa invente de botarse en huelga de nuevo. Bueno, nadie puede alegar que no estoy intentándolo!...

Estaba empezando a freír el arroz para el almuerzo cuando el interfono llamó; un toque largo, insolente, irritante. Sostuve la olla encima del fuego y me quedé escuchando durante algunos segundos, soltando un suspiro de disgusto. El toque se repitió, más insistente todavía.
-Por Dios!...- exclamé en voz alta -Parece que vá a salvar al padre de la guillotina! Calma!...
Solté la olla encima del lavaplatos y atendí, ya queriendo soltar unas palabrotas contra aquel que estaba en el portón interrumpiendo mis quehaceres.
-Hola, tía!...- exclamó una voz infantil, aguda e imperativa -Tía, no tiene nada para darme?.
Resoplé de nuevo y me armé de paciencia. Ya había visto a aquellos chiquillos corriendo y gritando en el medio de la calle mientras aseaba el hall más temprano. Y no tenían cara de bien educados en absoluto.
-Hoy no tengo, m'hijo.- le respondí con mi tono más educado y firme.
-Pero no tiene nada para ayudarme?- insistió la voz, con aire de escepticismo, lo que me dejó más irritada todavía.
Le dí una ojeada a la olla y al fuego encendido. El água hervía desesperadamente en la boca del lado. Será que el mocoso estaba sordo, o tendría que ver el água evaporarse antes de conseguir terminar aquella conversación?.
-Hoy día no tengo.- repetí, con más firmeza.
-Pero ni un pedazo de pan, tía?...- exclamó él, insolente -Tengo hambre!.
-Hoy no tengo, ya?.- le dije como si, en realidad, estuviera insultándolo o dándole unas cachetadas. Ahora sí que nuestra conversación había terminado.
Entonces, con una voz sorprendentemente dócil e inocente, me respondió:
-Bueno.- y colgó el interfono.
Aliviada, coloqué el auricular en el gancho y volví a mi almuerzo, poniendo la olla en el fuego y revolviendo con fuerza e ajo y el arroz, agregándole un puñado de sal y apagando la jarra con el água antes de que se transformara en una nube y escapara por la ventana abierta... Sin embargo, en el instante en que iba a vaciarla en la taza, me detuve, y el recuerdo del chiquillo en el portón me vino a la mente. Pero no fué su rostro lo que apareció delante de mí, sino su voz diciendo: "Tengo hambre!", y en seguida, tan resignada y gentil: "Bueno."... En un impulso instantáneo, solté la taza y la jarra y fuí rápidamente hasta la despensa donde guardamos las compras. Me acordé que el día anterior había puesto unas galletas de miel con chocolate en el vidrio y que habían sobrado algunas en el paquete. Abrí la puerta, me agaché y lo pesqué, corrí hasta el portón, rogando para que los chiquillos todavía estuvieran por ahí, lo abrí y salí a la calle. Uno de ellos ya estaba frente al portón de la casa vecina, del otro lado de la calle, y el otro se alejaba, corriendo y haciendo piruetas, hacia la casa siguiente, después de los terrenos vacíos. El chiquillo se volvió de repente, como si supiera que yo estaba allí, y su rostro moreno y delgado, dientudo y de grandes ojos obscuros, se iluminó con una sonrisa. Giró de un salto y se me aproximó ejecutando una espécie de danza cómica. Yo, totalmente sin gracia -no sé muy bien por qué motivo- le sonreí y extendí el paquete de galletas.
-Mira, encontré estas galletas que sobraron ayer. No son muchas, pero...- tartamudeé, y agregué, tomada por una curiosa y leve sensación de felicidad: - Puchas, pero tú corres rápido, hey? Ya estabas casi en la esquina!...
El chiquillo soltó una risita y pescó el paquete, sus ojos negros brillando debajo de las cejas despeinadas.
-Gracias, tía..- dijo, y acrescentó, con aquel mismo tono de voz de antes -Me encantan las galletas de chocolate.- dió media vuelta y salió corriendo a toda velocidad en dirección al otro chiquillo que, curioso, ya se acercaba.
Yo sonreí al verlos zambullirse, felices y hambrientos, en el paquete de galletas, y entré en la casa para terminar mi arroz. Sin embargo, tenía la sensación de que aquel episodio me había dejado suficientemente alimentada por el resto del día. Luego, corté la lechuga, la rúcula y el repollo, rallé la zanahoria, piqué los cebollines y el cilantro, pelé y corté los tomates y puse las bandejas verdes y coloreadas en la mesa. Revolví el pollo, preparé los brócolis en la mantequilla con ajo y los tapé para que no se enfriaran, le dí una espiada al arroz, tierno, blanco y oloroso, y coloqué el jarro con jugo helado en la mesa.... Todo esto con esa sonrisa de gratitud y serena felicidad estampada en la cara, el corazón leve y un qué de alas de ángel revoloteando por la cocina iluminada... Y de repente pensé: "Cómo es bueno el arrepentimiento! Cuánta cosa buena nace de él!"... Y me acordé de todas las veces en que, en un impulso más allá de la razón, de la comodidad o de la seguridad, me arrepentí de una actitud y decidí ayudar a alguien, aproximarme, escuchar, abrazar, hablar, entregar en vez de cerrarme y dejar a alguien con la mano extendida. Y cómo fué buena la sensación que siguió a mi cambio! Cómo me quedó claro el poder que poseémos para decidir, para reconsiderar, para tomar otras actitudes, para cambiar de opinión y ayudar a los otros con gestos que, a veces, para nosotros, no significan gran cosa y no nos cuestan casi nada, apenas algunos momentos de buena voluntad.
Arrepentirse es abrir nuevas puertas, optar por otros caminos, ofrecer o aceptar nuevas oportunidades, es volver atrás sin retroceder. Si es verdad que nuestro corazón tiene dos lados -uno bueno y el otro malo- que tenemos la oportunidad a cada momento de escoger cuál de estos dos lados debe actuar, y que tenemos la consciencia de lo que es cierto y errado, entonces, nuestras oportunidades de hacer el bien son infinitas, mismo que empecemos el día errando, pues siempre tendremos la chance de redimirnos, de renovarnos en el segundo en que nos arrepentimos... A veces, la acción movida por el arrepentimiento es más verdadera aún que aquella que nació de la bondad natural, pues vencer el error y transformar el corazón puede ser más valiente y tener más mérito que actuar con rectitud de inmediato... Porque es de los pecadores que Dios está más cerca.

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