domingo, 20 de setembro de 2009

Escoger el camino

A veces me quedo parada pensando en la cantidad de cosas que ya me sucedieron, por opción propia o por la mano del destino, y empiezo a pensar que mi vida daría una novela de las buenas, de esas que tienen mil reviravueltas y un montón de personajes fascinantes. Cómo es que podemos experimentar tanta cosa -voluntaria o involuntariamente- a lo largo de nuestra vida, que parece tan corta y transcurre tan rápidamente?... Mirándolo así, de repente me doy cuenta de la cantidad de oportunidades que nos son ofrecidas para que aprendamos, crezcamos, maduremos, mejoremos como seres humanos y llevemos a cabo la taréa que vinimos a realizar en este planeta. El mundo está lleno de personas, escenarios, acontecimientos, ciclos, procesos y encuentros que pueden ayudarnos a descubrir la verdad dentro de nosotros mismos; esa verdad que forma parte indivisible de la verdad de todos y que hace que la história acontezca... Y a veces, como ya sucedió conmigo, vamos a descubrirla y experimentarla en los lugares o situaciones más inesperados, junto a personas que jamás soñamos que pudiesen formar parte de nuestra vida, pero que, al final, pueden acabar transformandose en verdaderas revelaciones que nos acompañam el resto de nuestra existencia.
Como las monjas de esta crónica, por ejemplo, con quienes, como un regalo totalmente fuera de todas las reglas y convenciones, me fué permitido convivir.

Me acuerdo del perfume de jazmín flotando en el aire mientras caminaba lentamente por el patio florido del convento. El Sagrado Corazón abría sus brazos sobre nosotros como para recibirnos, darnos ánimo y consolarnos. Aquella estátua en medio del patio principal era como una promesa, un recuerdo del amor y la dedicación de las mujeres que allí vivían sus vidas sencillas y silenciosas, de su compromiso y fidelidad, de su lucha y sus sacrificios... Yo observaba todo a mi alrededor, sin poder creér que, por alguna de esas líneas muy chuecas que Dios a veces suele escribir, estaba realmente allí dentro, atrás de los altos y severos muros del monastério, conviviendo con las religiosas y su rutina, mismo sin tener certeza de por cuánto tiempo permanecería allí. Por algún motivo -que hasta hoy me sorprende y me encanta, pues estar en el interior de un convento de clausura era algo que me atraía desde pequeña- este privilegio me había sido concedido durante la primera entrevista con la madre superiora y yo no podía dejar de sentirme agradecida y feliz, maravillada, ya que aquel era un hecho sin precedentes y quebraba todas las severas reglas de la orden... Y así, a despecho de todo esto, allí estaba yo, paseando -casi bailando, para ser más exacta- por las dependencias del convento, cruzando con aquellas mujeres de hábito negro y andar silencioso, mirada discreta y serena, voces pequeñas y gestos contenidos, una tranquila e innegable felicidad estampada en sus rostros, embriagada por esa fuerza dulce e invisible, pero casi palpable, que dominaba todo el lugar, tal como yo imaginaba que sería... El sol, el cielo azul, las palomas en el tejado y el campanário; las pequeñas, sombreadas y perfumedas hermitas donde podíamos escondernos para tener nuestro encuentro con lo divino; las sábanas albas tendidas en las cuerdas, brillando y meciéndose bajo el impulso del viento como alas de ángeles juguetones, el tañido solemne de la campana, el aroma de pan y sopa saliendo de la cocina... Todo parecía diferente, tan claro y cercano, tan real, tan poderoso!. No me cansaba de contemplar aquel paisaje, aquel universo comandado por la fuerza espiritual, y podía sentir de manera casi concreta esa especie de frontera que marcaba el límite entre el monasterio y su atmósfera sobrenatural y el mundo allá afuera. De repente, éste parecía tan lejano e irreal, tan sin sentido! No lo necesitábamos!... Lo mismo ocurría con las rejas cuadriculadas del coro y de la sala de visitas. Veíamos a las personas y hasta conversábamos con ellas, pero parecían estar tan lejos! Se enraizaban en nuestros corazones, pero de una forma diferente, pues los amábamos no sólo como amigos o parientes, sino como a seres humanos. Allí dentro nos volvíamos capaces de comprender que no escogemos a quien amar, porque todos merecen ser amados, y que podíamos hacerlo a través de la fuerza de nuestros espíritus. Esto era un don maravilloso!
Existía allí dentro un algo todo especial, celosamente guardado, resguardado, cultivado y compartido, y el mundo exterior no podía invadirlo con su locura y su crueldad. No había temor, sino una poderosa e inquebrantable convicción. No vivíamos en un clima irreal, sino sobrenatural.
Frecuentemente, acostada en el colchón de paja mientras miraba la luz de la luna y las estrellas en el limpio cielo nocturno, me preguntaba, admirada: "Pero cómo puede ser?"... Se llevaba una vida ordinaria, llena de quehaceres domésticos y obligaciones religiosas. Se tenía horário rígido para todo -inclusive para el silencio- no existían preferencias o excepciones. Se trabajaba en la huerta, en el bordado, en la lavandería, en la cocina, en el jardín, en el aséo o en la decoración de la iglesia, y todas hacían un poco de casa cosa con alegría y disposición. No existían altercados, resentimientos o envidias, sino diferencias que eran sabiamente resueltas por la madre superiora y la obediencia y humildad de las hermanas. La vida transcurría de la forma más prosáica posible!... Y sin embargo, había algo en el aire, en los edificios imponentes y severos, en los jardines perfumados y los corredores, en los gestos, tonos y miradas de las monjas, que me transportaba a otra dimensión. Me preguntaba cómo esto era posible, ya que en el fondo todas eran mujeres iguales a mí -y yo no soy ninguna santa!- con su carácter, sus problemas, sus miedos y debilidades, sus derrotas y victorias, destinadas a errar mil veces en un solo día... Entonces, de dónde provenía esa aura poderosa y transparente que teñía todos y cada uno de sus pensamientos, palabras e intenciones y todo el ambiente en el cual se movían?...
Hasta hoy no había conseguido responder a esta interrogación, pero ahora empiezo a entender qué es lo que era esa fuerza, ese carisma innegable que guiaba cada gesto, cada paso, cada inspiración y palabra de estas mujeres. Esta fuerza extraordinaria venía del peso, de la lealtad, de la perseverancia de su opción, de la conciencia y responsabilidad que cada una de ellas tenía con respecto a este camino llamado vocación. Ahora que yo misma escogí mi senda y acepté -mismo sin saberlo, en un acto de pura fé y amor- todo lo que él implica, me siento de alguna manera bendecida, inspirada, fortificada y resguardada -o por lo menos, alerta- contra las ilusiones del mundo. No necesito las paredes del convento -si bien a veces las echo mucho de menos- pues buena parte de las veces consigo (mismo que demore un poco y pase algunos malos ratos) distinguir aquella frontera que las rejas mostraban y que nos recordaba lo que era verdaderamente importante. Mi vida continúa llena de banalidades, de errores y engaños, de flojera, de vanidad y debilidad, sin embargo, hay algo, esta percepción, esta claridad, esta tranquilidad que está presente en todos mis momentos, inclusive en los más obscuros y solitarios.
Escoger un camino, después de haberlo descubierto y comprendido, y recorrerlo tal como aquellas monjas lo hacían, nos dá una fuerza descomunal, una fé que nada derriba. Al hacer nuestra opción abrimos puertas, descorremos cortinas, encontramos caminos y los medios para recorrerlos. Y no hablo solamente de opciones profesionales, sino de vida, de crecimiento, de humanidad. Las primeras hacen parte de las segundas. Dentro del monasterio, todos los que están allí hicieron la misma elección y actúan con un mismo propósito, por eso sentimos esa fuerza inmensa, esa claridad y convicción. Hay que vivir para ser capaz de escoger. Y después, hay que vivir esta opción.
Sin embargo, no se engañen, porque elegir no trae ni paz ni felicidad instantáneamente. No, al contrario: el tiempo que sigue es de sufrimiento -pues debemos cortar viejos lazos y encontrar nuevos para que cualquier cambio verdadero acontezca- es de lapidación en el crisol del abandono a la verdad que sabemos ser nuestra. Es un tiempo de pura perseverancia, de probación, de lucha contra nuestras propias mentiras y trampas. Es tiempo de sombras profundas y, al mismo tiempo, de instantes de gracia infinita. Tiempo de misericordia, de nudez, de fealdad, de transformación, de perdón, de revelación... Sin embargo, en medio de todo este aparente cataclismo, algo sobrevive, martilléa sin cesar en nuestro corazón atormentado: la certeza de nuestra opción. Ella nunca nos abandona. Es como un farol, una roca, el cimiento indestructible sobre el cual estamos construyendo los resultados de nuestra elección. Elegir es actuar y volverse finalmente alguien, tomar su lugar en la historia de la creación. Es ser humano con todas las oportunidades que le fueron destinadas.

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