terça-feira, 29 de setembro de 2009

Una gota de nuestro espíritu

Definitivamente, estoy empezando a creér píamente que en estos últimos meses el clima no anda muy interesado en manifestaciones artísticas. Este fin de semana, justo en el momento en que, finalmente, tuve un tiempo libre para sentarme aquí y postear las crónicas y enviar el texto para el diario, cayó un temporal tan grande que la ciudad, simplemente, paró. Nos quedamos durante horas eternas sin água ni luz, tan sólo escuchando el vendaval, las ramas de los árboles siendo desgajadas y arrastradas por la calle, los alambres eléctricos zumbando y golpeandose unos contra los otros y la lluvia precipitandose implacablemente sobre tejados, muros y calzadas. Aislados en nuestras casas, sólo nos quedaba imaginar la catástrofe que estaba sucediendo allá afuera... El água escurría, tratando de disfrazarse de silenciosos hilos invisibles, por las paredes de mi sala e invadía el suelo por debajo de la puerta con insolente insistencia, los sillones y los cojines brillaban, salpicados por las gotas furiosas que penetraban a través de las rendijas de la ventana que, a pesar de estar cerrada, fué incapaz de contener la creciente furia del cielo. El temporal duró -en su fuerza máxima- unos cinco o diez minutos, pero fué suficiente para que casi destruyese la ciudad y nos demostrara que no somos nada y que toda nuestra tecnología es completamente inútil cuando la naturaleza decide tener una rabieta; entonces, sólo nos resta escondernos en nuestras frágiles casitas y aguardar que ella se calme... El paisaje, cuando salí a trabajar ayer en la tarde, era desolador. Peór: de dar miedo. Más de la mitad de los árboles cayó por tierra, llevando junto con ellos postes y cables eléctricos, tejados, rejas, muros y damnificando autos y veredas. Las calles estaban convertidas en un mar de troncos, hojas, basura, pedazos de ladrillos y tejas, ramas y barro. Mal conseguíamos caminar y los coches tenían que circular con todo cuidado para no tener algún accidente o atropellar a los transeúntes que eran obligados a andar por el medio de la calle...
Entonces -y con las cosas todavía funcionando por la mitad- es por esto que sólo hoy estoy consiguiendo postear mis crónicas, aprovechando que, a pesar de las nubes, no hay ningún temporal a vista... por lo menos por el momento. Lo que nos preocupa es que la meteorología dice que esta primavera vá a ser así mismo, entonces, tenemos que prepararnos y aprovechar los días de sol y calma, y comprar una buena cantidad de rodillos, escobas, baldes y traperos. Y también unas docenas de tejas, claro.
Y antes de que algo suceda y san Isidro cambie de idéa, aquí vá la crónica de esta semana.

Se abría una pequeña puerta de metal, que gemía vergonzozamente en sus goznes enmohecidos, medio escondida entre las inmensas paredes de los edificios vecinos y, doblando a la izquierda, se penetraba en aquel largo y estrecho corredor de muros desnudos y carcomidos, de una altura que parecía tocar el cielo. Nuestros pasos ecoaban siniestramente y, no sé por qué, hablábamos cuchicheando. El estruendo del centro iba quedando lentamente para atrás, como que engullido por aquel espacio que parecía suspendido en otra dimensión. En la noche, sólo una ampolleta amarillenta iluminaba mezquinamente aquel túnel vacío y aterrorizante.. Se tenía la clara impresión de que cualquier cosa podría suceder allí! Era tan largo y silencioso, tan severo e irreal!...
Caminábamos durante una eternidad hasta divisar un caserón de piedra negra, de ventanas con cortinas blancas siempre cerradas y la imponente puerta de madera maciza y clavos de fierro en imperturbable silencio. El garage vacío me daba la impresión de ser la bocaza de algún monstruo. Todo tenía un color diferente, un sonido distante y hueco... Qué era lo que nos esperaba?...
Entonces, doblando nuevamente a la izquierda -y desviando de las mandíbulas de metal del garage- nos encontrábamos con la reja del portón de la casa de la tía Virginia... El timbre hacía eco allá en el fondo y, después de algunos momentos, allá venía ella por entre las rosas y vides, pálida y sofisticada, envuelta en sus vestidos flotantes y discretamente floreados, a recibirnos. El portón de metal se abría con un largo chirrido y y entonces el sol volvía a brillar, y había gorriones, palomas, zorzales, chincoles, mariposas y abejas zumbando como en un carnaval. El cielo estaba allá encima nuevamente, flanqueado por los edificios de mil ventanas, balcones y outdoors. No era que volviésemos a la realidad sino, más bien, que entrábamos en otro mundo. Era como uno de esos regalos que vienen uno dentro del otro, en cajas adornadas. Teníamos que cruzar un laberinto para llegar hasta él, pero la aventura valía la pena, ciertamente. Allí dentro era todo tan leve y nostálgico, tan antiguo y frágil! El tiempo transcurría en otro ritmo, con una intensidad y un sabor diferentes. Había una pereza, una aristocrática sensualidad que nos envolvía, nos besaba dulcemente. Cada cuarto escondía alguna deliciosa sorpresa: un jarrón de cristal con una única rosa en todo su esplendor. Una vieja y robusta cocina a leña. Un pulido piano vertical con su toalla de encaje lila. Un sofá tapizado con seda listada. Una mecedora. Revistas antiguas, copas de helado de nescafé con leche y cucharillas de plata trabajada... La vieja dama y su todavía más vieja nana -la mama Carmela- nos atendían con una clase indiscutible, sus voces resonando armoniosamente en la atmósfera lánguida y y perfumada...
Todos los cuartos de la casa daban para el jardín -era una típica casa colonial- y tenían paredes de un color indefinido, ventanas adornadas con visillos de encaje y primorosos marcos de madera esculpida. Un regador levantaba de la tierra mojada aroma de clavel y violeta, menta y jazmín; las rosas centelleaban al sol, bajo la parra generosa y cargada de racimos obscuros. A lo largo de la tarde historias y más historias se sucedían. Nuestra curiosidad nunca estaba satisfecha, así como las ganas de nuestra tía de contar las peripécias de su juventud. Ella y su nana habitaban en un mundo ya desaparecido, de esplendor y tabús, pero que ellas conseguían resguardar perfectamente dentro de aquellas paredes descascaradas, en medio de la enorme y feroz metrópolis. Yo me quedaba maravillada contemplando ese escenario y sus personajes, sintiendo cómo el clima me envolvía como un largo y cálido abrazo del pasado... Sin embargo, era todo absolutamente real. Aquel era el precioso secreto de nuestra tía, el tesoro que escondía y cultivaba al final de aquel corredor pavoroso e interminable, bien en el medio de una selva de piedra. Aquello era de una belleza, de una delicadeza emocionantes, tan opuesto a la prisa y a la brevedad del exterior, casi como un monasterio donde quedasen las dos últimas religiosas, encargadas de mantener su espíritu hasta el instante final...
Yo siempre me pregunté cómo fué que nuestra tía consiguió crear y mantener aquel ambiente surreal y perfecto, aquella aura de serena distinción y felicidad, de aristocrático equilibrio y firmeza... Y entonces me dí cuenta de que ella misma estaba en cada detalle allí dentro: era ella transformada en pared, en jarrón, en ventana, cortina, seda, alfombra, rosa, parra, cuadro. Todo lo que había sido y todavía era se extendía por cada rincón, tenía su color, su voz, su risa cantarina, el brillo de su mirada.
Nosotros, los seres humanos, poseémos el don de reflejar lo que somos en todo lo que nos rodéa, en nuestras ropas, en nuestra comida, en cada elección de nuestro escenario personal. Le damos a todo lo que nos pertenece nuestro único, intransferible y original carisma, y es así que se créa un ambiente, un universo personal. Era de esta manera que la tía Virginia había construído y conservado el suyo. Puedo afirmar hoy que es así que nuestro hogar debe ser, que en cada partícula tiene que llevar una gota de nuestro espíritu, volviendose una expresión fiel de nuestra propia identidad. Por eso ele nos pertenece solamente a nosotros, es único e insubstituible. Definitivamente, somos el lugar donde estamos; tenemos el poder de transformar un escenario en aquello que somos y así contar nuestra historia y dejar nuestro legado.

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