sexta-feira, 2 de outubro de 2009

El árbol chueco

Bueno, creo que finalmente estamos volviendo a la normalidad, a pesar de algunas caídas esporádicas y altamente irritantes de la internet, pero si consideramos la catástrofe que asoló a la región la semana pasada (todavía hay camiones recogiendo pedazos de tronco, tejas y ladrillos en las calles!) creo que podemos disculparla y ejercitar un poco nuestra paciencia y nuestra buena voluntad. Mis horarios en el trabajo fueron, una vez más (y espero que séa la última) modificados y ahora mi tiempo está mejor distribuído, empecé a trabajar con los bailarines de la fundación y a ensayar para los espectáculos de fin de año, cosa que me encanta hacer. Montar, ensayar y presentar hace que valgan la pena todos los disgustos que uno pasa el año entero con alumnos insoportables, salas de aula apocalípticas, directores a los que no les importa nada, injusticias, persecuciones morales, renuncios, exigencias y cobranzas absurdas... Pero cuando uno ve en el escenario a esa chiquillada toda presentando casi exactamente el espectáculo que uno idealizó -perdonando las pequeñas fallas de la inexperiencia, del nerviosismo o la simple y total falta de talento para la cosa- y escucha el aplauso fuerte, feliz y sincero del público (y a veces uno que otro elogio de los jefes) parece que el fracaso, la frustración, los resentimientos, el cansancio y la glicemia escalando montañas hasta el cielo no existen más y que todo el proceso que lo llevó a uno hasta ese instante de felicidad y gratitud era necesario para el crecimiento de todos... Siempre reflexiono acerca de cómo somos ciegos, porfiados y tenemos berrinches cuando estamos pasando por alguna situación difícil, pues no conseguimos percibir su significado y nos dedicamos a maldecir y a resistir, a lamentarnos y a morirnos de ganas de desistir para, al final, darnos cuenta de que las cosas no eran nada de lo que pensábamos y que toda la experiencia sólo nos enriqueció, nos volvió más sábios y compasivos, pacientes, dóciles y, sobre todo, humildes. En el último instante descubrimos a las personas y los acontecimientos con nuevos ojos y sentimientos, y ahí no nos queda sino agradecer y prepararnos para la próxima aventura, ahora más maduros y conscientes... A final de cuentas, es así que se aprende y se vive, no es verdad?.
Y antes de que piensen que ESTA es la crónica, aquí va la de verdad.

La primera vez que la ví no pasaba de una varita raquítica y desnuda, con unas cuatro hojas minúsculas de un verde pálido, casi transparentes, en la punta de su única rama. Indefensa de dar pena y ya levemente chueca, parecía buscar apoyo y protección en las barras blancas de la reja de metal que la rodeaba para defenderla del viento, de los perros y de los vándalos que, en esta ciudad, suelen divertirse quebrando las mudas de árboles o plantas que la municipalidad o los dueños de las casas plantan para sombrear y adornar calles y plazas. De lejos casi no era posible distinguirla, tan fina y descolorida era, y si no fuera porque el propietario estaba regándola el día en que pasé, con certeza ni habría notado su presencia, pues la reja de protección la escondía casi por completo. A la primera ojeada, me recordó a una princesa prisionera en una torre esperando a su príncipe libertador, agitando sus hojitas flacuchentas para llamarle la atención... Al verla así "enjaulada", pensé sobre lo que somos obligados a hacer si queremos preservar un poco del verde que la naturaleza tan generosamente nos ofrece, a despecho de nuestra inconsciencia y nuestras agresiones.
Las semanas pasaron y la muda progresaba un poco más a cada día. Nuevas hojas surgieron, esta vez más fuertes, de un verde promisorio y gruesas nervaduras, formando pequeños montoncitos en las puntas de las ramas que, por su vez, también crecían y aparecían con progesivo entusiasmo y robusteza.
-Ah, qué bueno!...- me decía a mí misma cada vez que pasaba delante de ella -Menos mal que esta aquí escapó de los chiquillos y de los perros! Vá a ser un árbol lindo que nos vá a salvar del sol asesino del verano con su sombra.
Sin embargo, poco a poco, empecé a notar que, a pesar de la reja, la muda estaba enchuecandose, casi imperceptiblemente, como si no quisiera que nadie se diera cuenta, en dirección a la casa en la vereda. Pasados algunos días el dueño, con certeza percibiendo lo mismo que yo, colocó un pedazo de bambú alto y fuerte, muy recto, a su lado, amarrándolo en el tronco en varios lugares con tiras de género para no lastimarlo, esperando que esto resolviese el problema... "Bueno", pensé al ver la armazón, "Por lo menos no usó alambre. Eso acabaría degollando el tronco."
Aquella tarde me quedé observando de lejos esta "operación rescate", con una sonrisa de solidaridad y simpatía por el hombre corpulento y calvo que sudaba a mares bajo el sol calcinante mientras cortaba y amarraba las tiras alrededor del tronco y del bambú. Realmente le importaba aquella muda!... Y era casi cómico, pues el arbolito prácticamemnte desaparecía entre la armazón de metal, la vara de bambú y los pedazos de género, pero el hombre parecía no estar en absoluto dispuesto a tener un árbol chueco frente a su casa. A final de cuentas, se dice que solamente a los poetas, a los pintores y a personas morbosas y depresivas -y a buena parte de la población japonesa- les gustan los árboles retorcidos que parecen luchar contra la propia naturaleza para seguir inclinaciones inexplicables que resultan en formas nuevas y exóticas, desconcertantes y, a veces, inconvenientes... Y como fuí comprobando a lo largo de los meses, ésta parecía ser una de ellas. Vuelta y media, el arbolito insistía en soltar unas ramas de formas excéntricas y nada armoniosas que escapaban por los agujeros de la reja y terminaban enroscandose en algún transeúnte desprevenido. Entonces, el dueño venía con más género o las tijeras podadoras y domeñaba esta manifestación de rebeldía de su protegido. Sin embargo, algunas semanas más tarde, allí estaba otra rama retorcida asomándose desafiante a través de la reja, casi llevando el bambú junto con ella.
Se estableció entonces un tipo de guerra silenciosa y obstinada entre el árbol y el propietario: así que el primero comenzaba a querer huír de la verticalidad que el segundo estaba tratando de imponerle, era inmediatamente admonestado y corregido con un bambú más grande o tiras más gruesas y, a veces, hasta con el serrucho. Yo pasaba todos los días delante de este silencioso y encarnizado campo de batalla y no conseguía evitar preguntarme quién saldría vencedor, y la primera respuesta que me venía a la cabeza era ese viejo dictado: "Árbol que nace chueco no se endereza jamás"... Ciertamente, el árbol conseguiría burlar al hombre con su interminable creatividad y capacidad de regeneración y, al final, él tendría que conformarse con la visión de un árbol chueco exhibiendose con insolencia frente a su casa... Y siempre me alejaba de allí con una sonrisa en los labios.
Los meses transcurrieron y yo cambié mi recorrido, pues en la avenida había más sombra, y dejé de acompañar la guerra entre el hombre y el árbol. Sin embargo, cuando el verano acabó, volví a mi antiguo camino y, cuál no sería mi sorpresa al encontrarme con la mudita, ahora un árbol alto y esbelto, de follaje obscuro y vigoroso, irguiéndose recto y majestuoso un par de metros por encima del borde la reja de protección. La vara de bambú todavía estaba ahí, junto a él, amarrada con las tiras de género, como un apoyo, una certeza y un alerta en caso de que cualquier idea de rebeldía pudiera por ventura insinuarse en la imaginación del árbol. Me quedé pasmada. El hombre había vencido, entonces, contradiciendo el viejo dictado!.
Justo en ese momento, el propietario surgió de la casa y vino a abrir el portón para salir con el auto, me vió parada allí contemplando su obra de arte y, todo orgulloso, se aproximó, sonriente.
-Pero cómo creció esta mudita!.- exclamé -Y está pareciendo una regla de tan derecha! Cómo lo consiguió?- le pregunté, genuinamente curiosa -Porque ví cómo era porfiada...
-Fué difícil, pero al final conseguí enderezarla. Gasté metros y metros de género y muchas varas de bambú, pero no la dejé crecer chueca.- me respondió el hombre, alargando una mano para acariciar las ramas finas y fuertes de su árbol.
-Pero por qué no lo dejó crecer solo?..- indagué entonces, queriendo saber la razón de su porfía, que a primera vista podía pasar por un gesto de represión, una pura demostración de poder y manipulación del proceso natural de las cosas.
El hombre cogió una hoja entre los dedos y la acarició, mirando hacia la copa que se erguía allá encima, balanceando suavemente al viento del atardecer.
-Ah, m'hija...- dijo, soltando un suspiro -Se yo lo hubiera dejado crecer de cualquier manera e invadir la vereda con las ramas, con certeza la municipalidad habría aparecido para cortarlo, no importa cuánto me gustara o quisiera tenerlo frente a mi casa. Si un árbol está estorbando o dañando la vereda o poniendo en peligro a las personas, ellos vienen y la derriban sin pestañear y ni siquiera ponen otra en su lugar.
Lo contemplé, admirada, y una sensación cálida me invadió, como si me encontrase delante de un verdadero héroe.
-Pero le tiene tanto cariño así a este árbol?...
-Es que me traje la muda de mi hacienda, allá en el sur, y es de un tipo que me encanta, porque dá unas flores perfumadas y una sombra bien fresca... No iba a dejar que lo cortaran porque estaba chueco si podía hacer algo al respecto!...- me respondió el hombre, riendo -Imagínese, uno tiene que pelear por lo que es correcto y tiene que esforzarse para proteger lo que ama!.- agregó, con aire convencido.
-Es verdad, ví que usted usó todos los medios posibles para mantenerlo derecho.- dije, ahora mirando al árbol con una sensación diferente, como si el susurro de su follaje estuviera confirmando las palabras del hombre.
-Y resultó!.- exclamó éste, orgulloso -Yo no iba a largar mi árbol, que me costó tanto traer de tan lejos, para que creciera solo, de cualquier manera, corriendo el riesgo de tener que ser cortado!... Usted ya vió? Está dando las primeras flores!.- agregó, empinándose y separando las hojas de una rama cercana. Pequeños brotes de color lila y amarillo aparecieron, y un tenue perfume dulce penetró por mis narices -No es lindo?...- inquirió él, respirando hondo -Usted vá a ver el próximo año, esto vá a ser un cuadro!.
Sintiéndome tomada por una avalancha de sensaciones y pensamientos, concordé con él y le aseguré que todo su esfuerzo había valido la pena, pues seguramente aquel árbol sería un regalo para los ojos y el olfato. En seguida, me despedí y fuí caminando lentamente calle arriba, mientras escuchaba el rugido del motor del auto del hombre saliendo del garage... Me acordé de la primera imagen que tuve del árbol, aquella muda raquítica y desnuda, con algunas hojas pálidas y asustadas temblando en la punta de su única rama. Entonces, me detuve nuevamente y viré la cabeza para ver su imagen actual: un árbol recto y orgulloso, frondoso, susurrante, que seguramente se volvería abrigo de pájaros y refresco de hombres, que había sobrevivido incólume a la reja y al bambú, a las tiras de género, a los vándalos y a los perros... Y cuando el viejo dictado vino de nuevo a mi mente, pensé: "Este hombre, con su amor y su dedicación, desafió y quebró la tradición. Ahora puedo afirmar -porque fuí testigo- que ni todo árbol que nace chueco, no se endereza jamás."... Sonreí y retomé mi camino, y de repente se me ocurrió que si pudiésemos usar el mismo amor y la misma perseverancia, la misma lealtad, rectitud y paciencia que este hombre demostró con su árbol cuando se trata de personas, sobre todo de aquellas que parecen no tener remedio, que están chuecas o sueltan ramas sin propósito, hasta peligrosas, que insisten en desafiar a las reglas, a los objetivos, a la bondad y a la propia vida retorciéndose en busca de ilusiones que solo las decepcionan y las lastiman, no tendríamos tantos perdedores en nuestra historia. Si tuviésemos la misma creatividad y comprensión, el mismo cariño y confianza de aquel hombre, si las considerásemos como seres preciosos que merecen ser enderezados y guiados para que no sean derribados, podados, mutilados, arrancados y dejados de lado, cuánta tristeza y fracaso serían borrados de nuestra vida! Cuántas lágrimas y angustias serían ahorradas!... El hombre no había sido aquiescente con los caprichos del árbol, sabiendo lo que ellos podrían acarrearle, y había hecho de todo para mentenerlo recto, salvandole así la vida, pero en ningún momento había olvidado cuánto lo amaba y cuánto deseaba verlo crecer y fructificar... No podemos convenir con los errores, claro, pero tenemos que entenderlos -hasta porque nadie erra intencionalmente- perdonarlos y abrir nuevas puertas, mostrar otros caminos y soluciones para quien parece no tener salida. Pues este árbol y este hombre me enseñaron que un ser humano "chueco" no es un caso perdido y que no podemos abandonarlo a su suerte... Varas de bambú y tiras de género no faltarán para darle una nueva oportunidad.

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