sábado, 31 de outubro de 2015

"El don del alimento"

    Como he andado mucho por las calles estos últimos días me he dedicado a observar y a hacer anotaciones, entonces, como pueden suponer, la próxima semana habrá cuentos nuevos... ¡Esta ciudad nunca deja de sorprenderme, de encantarme, de  inspirarme! Está llena de historias y personajes, de situaciones, paisajes y anécdotas, de lecciones que no me canso de descubrir, aprender y que me encanta compartir. Es realmente imposible para alguien como yo no darse cuenta de todo este universo humano que palpita y se mueve incesantemente a mi alrededor, que me habla, me toca, me enseña. Todo esto lo guardo en el corazón y en unas hojas sueltas, y cuando llega el momento en que está maduro, cierro los ojos para traerlo de mi mente y mi alma a mis manos y de allí al teclado, respiro hondo y me siento a escribir... ¡Y espero que ustedes lo estén disfrutando también!
    Y como hoy es mi hija quien va a hacer el almuerzo, aprovecho para postar las crónicas de la semana mientras ella llora picando cebolla.


    Me encanta ir con mi hija a La Vega a comprar nuestras verduras y frutas y a almorzar. Es un rico ritual de los jueves que, además de todo, me libera de cocinar y lavar platos. Pero no sólo me gusta porque los precios son baratos, la calidad excelente y la comida fresca y deliciosa, sino porque me encuentro con toda esa gente trabajadora y esforzada, siempre de buen humor, que es el mejor retrato de los chilenos... Me gusta especialmente cuando llegamos a nuestro restaurante favorito (uno de los más populares, con comida típica chilena) con sus mesas manchadas y algo grasosas, sus cubiertos destartalados y sus sillas dispares y medio duras, y nos vemos rodeadas por otros comensales -clientes antiguos o nuevos, turistas, barrenderos y trabajadores de la propia Vega- y por los deliciosos y tentadores aromas que se escapan de la cocina. Todos hablan y ríen, se saludan, se echan bromas, trotan de aquí para allá con platos de cazuela, estofado, pescado frito y porotos con rienda, pan, pebre, bebidas... Es un clima alborotado y feliz, atareado, humilde pero limpio y acogedor, y me encanta ver a las personas comiendo, porque lo hacen con ganas, con placer, sin siutiquerías. Se llenan la boca y mastican con satisfacción, con gratitud, sintiendo que su hambre -quien sabe de mucho más que de comida- va siendo saciada cucharada a cucharada. El cuerpo y el alma se entibian, despiertan, agradecen. El plato, más que generoso, parece envolverlos con sus aromas patrios y humeantes, con el cariño y la experiencia de quien lo cocinó...
    Miro a esta gente y siento lo sagrado de este ritual, mismo que ellos no se den cuenta, y el don del alimento me invade con todos sus significados. Todos comemos juntos, en una misma mesa, como una inmensa familia, y cada bocado nos acerca más, nos iguala, alimenta nuestros sueños, nuestra fe, nuestro coraje.

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