domingo, 3 de maio de 2015

"En la cabecera de la mesa"

    Bueno, la crónica de hoy es, en realidad, uno de mis cuentos cortos (lo escribí hoy en la tarde) pero me pareció apropiado publicarlo aquí por causa de la fecha que viene el próximo domingo: día de las madres. Mi día y el día de muchas de ustedes. Entonces, como un homenaje anticipado, aquí va la crónica de esta semana, con sabor a cuento.


    Hoy ella estaba sentada en la cabecera de la mesa, que se encontraba dispuesta con su mejor mantel y vajilla, las copas de cristal y un arreglo floral en el centro, como se hacía para las grandes ocasiones. Desde que se levantó no la habían dejado hacer nada, ni lavar un plato o arreglar una cama, mucho menos barrer o meterse a la cocina. Parecía que repentinamente su casa había sido invadida por un ejército y ahí estaban los hijos, nietos, yernos y nueras corriendo para arriba y para abajo limpiando, ordenando, encendiendo ollas y sartenes, escondiendo fuentes misteriosas en el refrigerador y paquetitos de papeles y moños coloridos en la pieza de alojados. Su marido andaba por ahí como bola huacha, con esa cara de complicidad que tan bien le conocía cuando se trataba de abogar por los hijos y sus travesuras. Se paseaba ceremoniosamente por el patio con su cigarro y de vez en cuando venía alguien a preguntarle algo y se quedaban cuchicheando y sonriendo, echándole unas miraditas  de conspiradores que ya la estaban hartando... ¡Como si no  ella no supiera de lo que se trataba! Todos los años era la misma cosa... Y a ella le encantaba. Era su día de reina y le emocionaba ver a la familia esforzándose para que ella así se sintiera, para que no tuviera ningún trabajo, ningún disgusto, ninguna tristeza o inquietud. Había flores, regalos, discursos, platos especiales, postres, canciones, emociones desbordándose de los corazones en palabras simples y sinceras, había abrazos apretados, besos mojados, sonrisas luminosas, agradecimientos, promesas, arrepentimientos, reconciliaciones... De todo lo que era bueno, noble, verdadero y profundo había ese día. Esos rostros que la contemplaban ahora desde sus lugares decían todo lo que ella deseaba escuchar. ¡Y cuan bien los conocía! Cada uno de ellos, con sus penas y alegrías, sus éxitos y sus fracasos, sus conflictos, sus proyectos y sueños. Conocía sus defectos y cualidades, sus fortalezas y debilidades, sus mentiras y sus verdades y por eso mismo los amaba, siempre los amaría. Porque eran suyos, sangre de su sangre, carne de su carne. Porque los conocía más íntimamente que nadie y su corazón siempre tenía las puertas abiertas para recibirlos.
Por eso le encantaba el caos y la alegría de este día. Le encantaba estar sentada en la cabecera y recibir todo ese cariño que, para ella, era el mejor regalo de día de las madres.

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