domingo, 28 de agosto de 2016

"La recompensa"

        Bueno, parece que la primavera anduvo arrepintiéndose de llegar y los días fríos volvieron, para nuestra tristeza. Nubes, viento y algunos rayos de sol, pero con mucho frío... Bueno, tendremos que tener paciencia porque, a final de cuentas, todavía estamos en Agosto, entonces, técnicamente, es pleno invierno. Ya volví a ponerle el sweater a mis perritas, a llenar el guatero, encender la estufa y usar ropa gruesa... Pero esa previa de primavera valió la pena y ya me dejó muy animada y, a pesar del frío, mi inspiración continúa funcionando, entonces luego tendré nuevos cuentos.
    Y bien abrigada, porque hoy la cosa está fea, aquí va la crónica de esta semana:


    Primero me dio la tremenda lata cuando en el reglamento del condominio apareció repentinamente un ítem que prohibía que los perros fueran al patio -a pesar de que yo dejaba todo limpiecito y hasta recogía las heces de los otros perros y la basura que algunos indios tiraban por la ventana de sus departamentos- porque eso significaba que tendría que salir a la calle antes de que el sol apareciera (porque de ahora en adelante, a lo que parece, no vamos a cambiar más el horario, entonces, en invierno nos vamos a levantar a obscuras) toda despeinada, de cara lavada y ojos hinchados y tal vez con ganas de ir al baño -en el patio hay baño- para darme vueltas hasta que las  perritas hicieran sus cosas y regresar de nuevo para salir a hacer mi caminada diaria... Me pareció una injusticia y una estupidez (¿para qué sirven los patios entonces, además de que los niños jueguen ahí un rato?) pero como no quería pagar multa por desobedecer el reglamento ni llevarme un tirón de orejas en público en la próxima reunión de residentes, decidí acatar y resignarme a salir a la calle...
    Los primeros días fueron bien estresantes, porque no me sentía confortable y andaba a tirones con las perras, apurándolas, bostezando, con frío -porque las paredes altas del patio contienen bastante el viento helado de la calle- y pendiente de mi intestino, porque esa era justamente su hora de funcionar. Pero a medida que la semana fue transcurriendo, como que me fui relajando, me fui acostumbrando y hasta hallándole gracia. No había tanta gente como en el paseo de la tarde, el frío no era tanto, mi intestino se acomodó tranquilamente al cambio de ambiente y horario y, al final, me di cuenta de que cuando salía a caminar estaba en la misma facha que cuando paseaba con las perras. La única diferencia era que no estaba más de condoritos o pantuflas, sino de zapatillas.
    Entonces, bastante más serena -porque cualquier cambio de rutina me mata de stress- y animada, retomé mi costumbre de observar a las personas y el paisaje a mi alrededor, y me encontré con nuevos y fascinantes personajes e historias, otros colores y aromas, un pulso diferente, nuevos sonidos. La ciudad aparecía llena de matices desconocidos e intrigantes. Pero lo mejor fue que descubrí que puedo ser testigo de la salida del sol cada día -a no ser que esté nublado- y de la paulatina y hermosa transformación del escenario a mi alrededor con la llegada de la luz. Un espectáculo impagable.
    Cada día me convenzo más de que los cambios siempre suceden para nuestro bien - mismo que no sea inmediato o que no nos demos cuenta en ese momento- y que el aceptarlos y vivenciarlos con docilidad, optimismo y coraje siempre tiene su recompensa.

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