domingo, 28 de dezembro de 2014

"El puente"

    Sinceramente, con todo esto de las fiestas de fin de año y la presencia e mi hijo y su polola ando con la cabeza medio volada, pensando más en lo que voy a cocinar para regalonearlos, adónde vamos a ir a pasear, qué lugares puedo mostrarles, cómo puedo hacer para que se sientan cómodos, relajados y contentos, que en escribir...Pero supongo que todas las madres del mundo me entenderán y me disculparán. Hasta había pensado no postear la crónica de esta semana, pero hoy día ellos se fueron a pasear solos al Pueblito de Los Domínicos, entonces tengo un tiempo a solas y ociosa, por lo que voy a cumplir con mi "deber" semanal y publicar la crónica. De repente tengo la sensación de que ya lo hice, pero como no estoy segura, aquí va. Si es de nuevo, discúlpenme, si no, disfrútenla... Ya saben, madre con el corazón repleto de felicidad es así mismo. ¡De repente hasta se le olvida su propio nombre!...

    Ellos empiezan a montar sus puestos de cajones, cestas y mesas ya en el puente que hay en la cuadra anterior al gran mercado de abastos. Lo pescan a uno medio desprevenido y, a pesar de la cantidad de gente que hay allí, no se muestran muy contentos... Y cuando uno atraviesa al otro lado y entra en el mercado se da cuenta por qué: Claro, es que son como los renegados, los marginados, los que no tuvieron suerte... Cruzo entre ellos y sus voces que se elevan, estentóreas, proclamando sus mercancías, y los imagino llegando bien temprano en la mañana con sus productos y empezando a armar sus puestos, siempre con un ojo puesto al otro lado de la avenida, donde están los privilegiados: "Tirso de Molina", la veguita, ladrillos rojos, techos blancos, terrazas, patio de comidas, baños, boxes con escaños de cemento para acomodar los productos. Las posibilidades de lucro son obvias... Y ellos aquí, de este lado, a la intemperie en verano e invierno, sin ninguna comodidad, con sus mercaderías amontonadas, mustias al sol, quemadas por el frío, no tan bonitas ni abundantes como las de aquellos otros suertudos. Desanimados, ni miran a la gente que pasa, como avergonzados de su derrota. Ellos ya saben la expresión de desdén e indiferencia que tienen algunos, porque sus cebollas no son tan grandes, su cilantro no está tan lozano, las papas y manzanas están medio machucadas y sucias, los limones son chicos, los ajos un poco viejos... Pero también son más baratos, si a uno no le importa demasiado la calidad, lo que hace que algunos venzan su desconfianza y se detengan para comprar alguna cosa. Y ellos los atienden con una sonrisa medio chueca, sin mirarlos a la cara, ofreciendo sus productos con falso entusiasmo. Claro, ¿quién puede estar contento arrinconado en el puente? Son obligados a disminuir su lucro para poder vender y mal pueden pagarse una marmita o un sandwich de algún sucucho por ahí cerca. A veces viran la cabeza -porque, curiosamente, todos los puestos están de espaldas a la veguita, o de alguna forma en que no puedan verla- y le echan una ojeada envidiosa y anhelante al Tirso de Molina con sus techos blancos que parecen pirámides patas para arriba u hojas de volantín que van a salir volando en cualquier momento, mariposas surrealistas con sus agujeros y sus palomas siempre hambrientas... Ah, si ellos estuvieran allá, otro gallo les cantaría. Darse una vuelta por ese mercado es como entrar en el paraíso. ¿Y los restaurantes del segundo piso? Los aromas de sus cocinas parecen desparramarse por el aire y golpearlos con crueles imágenes mientras ellos se comen sus marmitas frías de arroz con brócoli y espinazo de pollo... ¡Huele tan bien, y todos allí parecen tan prósperos y contentos! Nadie pasa a su lado como si no existieran, como si fueran el balde de las sobras de la veguita. No, allí todos se detienen y preguntan, sonríen, conversan, y lo más importante: compran y se van satisfechos. Y los vendedores vuelven felices a sus casas al final del día porque saben que mañana habrán más clientes y su sustento estará asegurado.
    Pero a estos de afuera los espera la incertidumbre y el dolor de ser -y de saberse- los segundos, los que llegaron después y se quedaron con lo que los otros no quisieron, sabiendo que los clientes van a pensarlo mucho antes de sacar sus billeteras para llevarse sus productos, pues saben que ellos son los parias, los que se quedaron afuera... No alcanzó la plata, no les dieron el préstamo, les faltó un documento, otro llegó antes... Entonces sólo les quedó el puente, la bienvenida pobre al palacio de los afortunados.

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