domingo, 27 de abril de 2014

"Los dos más felices del planeta"

    Ya sé que les había prometido un cuento nuevo, pero con la llegada del frío he andado medio flojita, tengo que confesarlo. Parece que la inspiración se le pone tímida a uno. Ahora, si a esto le sumo el andar pensando en cómo resolver algunos problemas familiares prácticamente insolubles, la cosa se pone realmente fea... Pero como no me gusta prometer y no cumplir, esa semana me voy a esforzar y voy a sentarme aquí, ni que sea con un guatero en la falda, guantes y gorro, y voy a escribir ese cuento, porque no saco nada con querer que el número de visitas a mis blogs de historias aumente si no publico nada, ¿no es verdad?... Entonces, ¡manos al trabajo!.


    Hoy día vi a un perro feliz. El pequeño beagle venía saltando y ladrando delante de su dueño, un joven alto y moreno, de bigote y complexión fuerte, que lo sujetaba del arnés mientras sonreía. El cachorro parecía un remolino, era una permanente explosión de felicidad y meneo de cola. Corría por la calzada, saltaba a los canteros y olisqueaba todo, perseguía a las palomas y se acercaba insolentemente a los otros perros que también paseaban por el parque a esa hora, dispuesto a hacer amistad con todos. Corría y cabriolaba a su alrededor, ladrando alegremente hasta casi dejarlos sordos. Su dueño lo contemplaba con un aire mezcla de indulgencia y orgullo y, de vez en cuando, el beagle le echaba una ojeada, como para certificarse de su aprobación. Mirándolos desde lejos formaban una pareja bien dispar: El, muy grande. El cancito, muy pequeño.
    Luego llegaron a una parte del parque donde había sólo pasto y unas enormes piedras esparcidas haciendo las veces de esculturas, ya todas rayadas. En ese momento, dejé de verlos porque viré hacia el lado opuesto, pero cuando terminé de dar mi vuelta trotando los vi de nuevo. Ahí estaban, divirtiéndose de lo lindo: el joven había encontrado una rama y se la arrojaba lejos. El perrito salía disparado, ladrando, y la recuperaba, trayéndosela de vuelta a su amo, todo orgulloso... Así estuvieron un buen rato, ambos totalmente abstraídos del tumulto de la ciudad, de la prisa y la indiferencia. Jugaron al pillarse, a las escondidas, a hacerse el muerto, tomaron agua, se tendieron en el pasto y rodaron, fingiendo una pelea... Eran todo un espectáculo, uno disfrutando de la compañía del otro, aprovechando este tiempo, entregándose sin recelos a la realidad y felicidad del momento. Nada los preocupaba a no ser el presente y el cariño que estaban viviendo y compartiendo.
    Viré por el último recodo del sendero de arenilla y ambos quedaron atrás de mí. Sonreí, al mismo tiempo feliz y medio triste... ¡Cuántos momentos así, mágicos, dejamos escapar a lo largo de nuestra vida! ¡Cuántas veces los aplazamos, los echamos a perder, los olvidamos, no nos los permitimos porque no recordamos que también estamos aquí para ser felices! ¡Cuántas oportunidades perdemos de compartir nuestra alegría o la alegría de los otros!... No sé si aquel joven era pobre, rico, si estaba enfermo, desempleado, lleno de conflictos y problemas que resolver. Sólo sé que, en ese momento en que lo vi, era el tipo más feliz del planeta. Y su perro también.

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