sábado, 5 de abril de 2014

"El zorzal"

    Bueno, estoy descubriendo que entre un remezón y otro, todavía es posible inspirarse y escribir, así como cocinar, barrer, salir a pasear con la perritas y hacer todas las cosas de un día normal. Porque no se puede parar, ya que la vida continúa a pesar de todo. Desgraciadamente -y a pesar de lo que algunos idiotas andan diciendo por ahí- no se puede predecir cuándo vendrá el próximo temblor, entonces hay que seguir adelante, pues no podemos detener nuestra existencia a espera del próximo movimiento de la tierra. Los chilenos somos valientes y porfiados, las ganamos todas, a todo nos sobreponemos, por eso continuamos, con fe y optimismo; nos levantamos, vamos a trabajar, nos ocupamos de la casa, de los hijos, del negocio, de la empresa... Es así que se aprende y se crece, desafiando a la adversidad y torciéndole la mano, por eso este es un gran país. ¿Tenemos unos terremotos y pasamos unos tremendos sustos? Sí, pero nada nos hace querer cambiar de tierra, porque amamos esta cordillera, este mar y estos bailes del suelo que de repente nos dejan con el corazón en la mano. Es que todo lo demás en este país es maravilloso. Y como saben, nadie es perfecto, entonces podemos perdonarle este "defecto" a nuestra patria. ¿No le perdonamos cosas peores a quienes amamos? Entonces...
    Y en cuanto la tierra permanece sin moverse (sobre todo en el norte) aquí va la crónica de la semana:


    Siempre que paso debajo de un árbol y escucho el inconfundible canto de un zorzal, ergo la cabeza y lo busco con la mirada, sonriendo. Porque este pajarito feo, de plumaje café, ojos desorbitados y enorme pico amarillo, patas largas y desgarbadas y movimientos siempre nerviosos y nada graciosos, es muy especial para mí. Su trino es algo como la voz de un ángel en medio de la obscuridad. El sonido de la salvación, de la realidad palpable y amigable.
    Recuerdo perfectamente la primera vez en que percibí su canto en mi vida: cuando tenía unos doce años y me enfermé de paperas. Me dio una fiebre tremenda que me mantenía tirada en la cama, sin ganas de tomar ni agua y dormitando el día entero. Mi pobre mamá llegaba del trabajo y se iba a quedar conmigo, me medía la fiebre, me hacía engullir un poco de sopa o jalea, llamaba al médico, me ponía compresas frías y traía la tele a mi pieza para que me distrajera un poco. Se lo pasó una semana durmiendo a los pies de mi cama, toda chueca y cubierta apenas por una frazada, porque como en la noche me subía la fiebre, de repente me asaltaban unos delirios que me dejaban aterrada, como ese de que el empleado de una vecina estaba espiándome por la rendija de la persiana con unos ojos rojos y murmurando palabras ininteligibles. En realidad, el pobre tipo no era más que un hombrecillo flacuchento, con cara de rata, dientes chuecos y pelo grasoso, bajito y encogido, que vestía siempre de azul y caminaba como si alguien lo estuviera persiguiendo. Tenía algo muy siniestro, pero nunca se le habría ocurrido pararse en mi ventana para meterme miedo.
    Pero la cosa es que a mí se me puso entre ceja y ceja que él estaba allí, observándome, esperando el momento en que me encontrara sola en la pieza para escabullirse dentro y hacerme algo terrible... Cosas de mocosa con cuarenta grados de fiebre... Pero como no sosegaba y lloraba de miedo cuando el cielo obscurecía, mi madre decidió irse a dormir a los pies de mi cama. Sin embargo, y a pesar del alivio que su presencia y su calor me producían - mismo con la incomodidad de tener que encogerme para que ella cupiera- mi miedo continuaba y  mal conseguía dormitar por algunos minutos, pendiente de la rendija en mi ventana, en donde continuaba viendo la silueta maligna  de aquel hombre... Sentía la noche transcurrir con una lentitud angustiosa, rodeada por ese silencio aplastante que parecía sofocarme, y me tapaba hasta la cabeza para que sus dedos pegajosos no me encontraran, rezando para que terminara luego y la luz del sol me trajera el alivio...
     Y una mañana, a lo lejos, tal vez en las ramas del tilo en la calle, escuché un gorjeo, alto y claro, imperioso como una diana llamando a la madrugada. Era poderoso y al mismo tiempo melodioso, dulce, y parecía atravesar la naciente claridad como una flecha y entrar directo a mi pieza, a mis oídos, a mi corazón, causándome una maravillosa sensación de alivio, de seguridad y, principalmente, de realidad. Era el canto del zorzal... Y, efectivamente, poco después podía ver los primeros rayos del sol llevarse aquella sombra en mi ventana. La pieza clareaba y ya podía distinguir las cosas que conocía tan bien y que me eran tan queridas: el escritorio, la máquina de escribir, los afiches y las plantas... Mi madre despertaba también, me preguntaba cómo había amanecido, me ponía el termómetro y se iba al baño a prepararse para ir a trabajar. Poco después pasaban mi padre y mi hermana para ver cómo estaba, llegaba la empleada y la casa se llenaba con el aroma del café, el pan tostado y los huevos revueltos con tocino. Yo continuaba en mi cama, relajada y confortable, segura.  Y de repente, a partir de ese día, ya no tuve más miedo de que llegara la noche, porque ahora tenía  certeza de que el zorzal estaría allí, cantando para ahuyentar mis pesadillas y anunciándome la llegada de un nuevo día.
    Por eso, siempre presto mucha atención cuando empieza a amanecer, porque todavía necesito escuchar, entre la algarabía de los gorriones, los trinos del zorzal en las ramas de los árboles, porque ellos me traen el nuevo día, las nuevas expectativas y promesas, el ánimo, el coraje, el optimismo. Sus notas melodiosas y poderosas alejan todo mal de mí. 
    ¿Quién necesita un despertador mecánico cuando se tiene a un zorzal en el árbol vecino?...

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