quarta-feira, 22 de fevereiro de 2012

"Tendría el coraje?"

    Y después de la fiesta, el regreso a la realidad, desgraciadamente... No es que yo haya disfrutado el carnaval propiamente dicho, sino los cuatro maravillosos días de descanso, que realmente estaba necesitando, entonces para mí también es una lata tener que regresar a trabajo, sobre todo encontrándome en esta situación de "casi-saliendo", lo que significa que no tendré nada muy específico que hacer. Menos mal que mi jefe me consiguió esta substitución en la tienda de artesanía porque la señora que trabaja allá vá a salir de vacaciones, si no me lo iba a pasar estos dos últimos meses hibernando en mi sala vacía. Y esto solamente hasta que empezaran las clases de teatro, y como no tengo la menor intención de quedarme viendo las aulas de los nuevos profesores, me iba a quedar sin un lugar para pasar el tiempo... Bueno, pero como todo es para un bien mayor, me lo estoy tomando com mucha calma y buen humor, optimismo y paciencia. Sólo espero que después de toda esta fiesta los papeles de mi divorcio vuelvan a correr y resolvamos de una vez por todas este asunto... No es que esté desesperada -ya pasé esa etapa- pero estamos con esta historia hace algunos meses, y cuanto más tiempo pasa, más caro sale y, sinceramente, no estoy con ganas de gastar más de lo necesario porque voy a necesitar todo el dinero que pueda reunir para poder empezar mi nueva vida. Paciencia no me falta, ni fé o persistencia, y quiero que todo se solucione de la mejor forma para todos, entonces no me angustio más con las demoras... Pero que preferiría que todo se resolviera luego, bueno, eso es verdad...
    Entonces, aprovechando esta última mañana libre, aquí vá la crónica, medio atrasada, pero... Cosas del carnaval!.


    De lejos reconozco su silueta delgada, de andar resoluto y zigzagueante, las abas del chaleco flotando al lado del cuerpo como dos alas quebradas (y usado tanto en el frío inclemente del invierno cuanto en el calor insoportable del verano) cabellos largos y erizados como una esponja de acero zurrada e barbudo, rostro cavado y quemado por la intemperie, espaldas curvadas hacia el suelo, acompañando los ojos obscuros y medio alienados que recorren con obcecada porfía cada centímetro de la vereda en busca de colillas que, sin la menor ceremonia y con una vaga expresión de deleite, va recogiendo, limpiando cuidadosamente y guardando en el bolsillo de la camisa. Pasa por los transeúntes medio que esquivándolos, siempre apresurado, con gestos pesados, como queriendo avisar para que nadie lo perturbe o lo interrumpa en su misión. Como un can de caza  experimentado, parece olfatear la nicotina a distancia, ya séa al pié de un árbol, en medio del pasto, en la salida del bar, debajo de las mesitas de la fuente de soda, junto al banco en el paradero del bus... No es la primera vez que cruzo con él durante mis caminatas, y siempre trato de no establecer contacto visual, pues la primera vez que lo hice pareció sentirse profundamente insultado y agredido y me devolvió una mirada al mismo tiempo tan furiosa y avergonzada, que a partir de entonces decidí desviar los ojos todas las veces que me aproximase... Sin embargo, a pesar de esto, no consigo ignorarlo, tan fuerte es la impresión que me causa.
    Un poco antes de cruzar conmigo, pasa frente a una panadería y, de repente, se detiene delante de la lata de basura colocada en la calle y, agachándose bruscamente, no pesca una colilla, sino un pote de yoghurt descartado que, con un gesto intempestivo, casi automático, se lleva a la boca, bebiendo de un trago lo que sobró en él. En seguida, lo arroja de vuelta  a la lata y continúa su camino, dando una furtiva mirada a su alrededor como para verificar si nadie estaba observándolo.
   Al ver esto casi me quedo paralizada, porque hasta ahora lo había visto recoger puchos, nunca comida, lo que significa que no sólo le encanta fumar y no tiene plata para comprar cigarros, sino que también pasa hambre... No consigo evitar que el corazón se me encoja cuando pasa a mi lado dejando ese rastro que huele a miseria y desencanto, a obscuro resentimiento e indiferencia contra todo y todos y que penetra por mi nariz hasta mi cerebro y dibuja imágenes sombrías y sin esperanza. Porque a pesar de su expresión de orgulloso disgusto puedo adivinar la locura sin destino que lo rodéa y un extraño sentimiento de culpabilidad me invade, porque en ese instante recuerdo mi mesa llena, mi armario bien surtido, el techo que me abriga, la cama que cada noche me acoge... Y de repente me pregunto qué es lo que este hombre pensaría si yo lo llevase hasta mi casa y le mostrara mis posesiones, si le ofreciera  una parte de ellas. Será que me creería? Será que aceptaría? Será que conseguiría adaptarse?... Pero hay otra pregunta más importante todavía: Será que yo tendría realmente el coraje de llevarlo allá y abrirle las puertas? Y las puertas de mi corazón?...
    Entonces bajo la cabeza, avergonzada.

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