terça-feira, 7 de fevereiro de 2012

"La Brasilia del albañil"

     Y con las idílicas vacaciones casi terminando -vuelvo al trabajo mañana!- y simplemente aterrada con estas temperaturas infernales, sofocantes y despiadadas que andan haciendo, aquí estoy, escribiendo un martes en vez de haberlo hecho el viernes o el sábado, pero en fin, por lo menos escribiendo... Es que la simple idéa de volver a la Fundación me deja desanimada, sobre todo porque ésta ya no significa nada para mí y porque, ciertamente, no voy a tener mucha cosa que hacer, ya que dudo que mi jefe -otro motivo para estar deprimida- me ponga a trabajar en algún proyecto, ya que dejaré el trabajo en abril. En verdad, conociéndolo bien, no sé si se vá a dedicar a atormentarme hasta mi último día en la fundación, o si me vá a ignorar solemnemente, cosa que yo preferiría... No le quito si un segundo de aprendizaje, realización y felicidad que viví  allí, pero ahora las cosas cambiaron tanto que no hay nada más que me haga querer quedarme. Créo que, como todo en nuestra existencia, el ciclo aquí terminó, entonces llegó la hora de seguir adelante y buscar nuevos caminos, experiencias y realizaciones que continúen enriqueciéndome y enseñándome, pues sin esto estacionamos, nos pudrimos, morimos, y yo estoy demasiado joven todavía (sólo 55!) para permitir que algo así me suceda!.
    Entonces, aquí vá la última de las vacacioes. También es laaaarga, pero espero que tengan paciencia y la disfruten.


    Salí para dar mi caminada vespertina por la vecindad (ahora que estoy de vacaciones camino en la mañana como ejercicio y en la tarde como paséo) aprovechando que había llovido y estaba un poco más fresco, y decidí hacer un trayecto diferente, yendo por calles por las cuales no suelo pasar, para descubrir las novedades en las casas y jardines. Escogí una calle menor, viré la esquina y me encontré con varias residencias en reforma, todas con altos de ladrillos, tablas, fierros y montañas de arena e rípio ocupando la vereda y albañiles yendo de aquí para allá con mangueras, tambores, palas y carretillas con cemento y piedras, hablando alto y riéndose. El sonido chicharriento de una radio ecoaba por el aire y los perros de las otras casas acompañaban la cumbia con sus ladridos impacientes... En el primer instante pensé volver atrás. Permanecí algunos momentos parada en la esquina, contemplando aquel campo de batalla y sus soldados desharrapados y ruidosos, pensando que no era un ambiente muy apropiado para mis meditaciones, pero al final, concluí que si había escogido ese percurso distinto no era para huír de él, pues las novedades siempre son revigorizantes y llenas de sorpresas. Retomé la caminada entonces, y me fuí acercando a los albañiles y carpinteros. Casi llegando junto al primer grupo y por estar distraída mirando hacia el interior de la casa que reformaban, metí la rodilla en un auto estacionado, probablemente de alguno de ellos: una Brasilia vieja y estropeada, de un amarillo desteñido, lleno de remiendos, con sólo dos asientos al frente, de un vinil café blanquecino todo rasgado y sucio, neumáticos gastados y vidrios llenos de tierra. La trasera estaba tomada por todo tipo de cachivaches: palas, rastrillos, sacos de cemento, espátulas, cajas con baldosas, frascos de clavos y líquidos turbios, latas de cerveza, botines viejos, trapos, diarios y algunas tablas combadas. No tenía parachoques ni retrovisor... Alejandome dignamente del auto -y esperando que nadie hubiera visto mi encontrón con el parachoques- le dí una mirada a los albañiles, tratando de adivinar de quién  sería  aquella reliquia del siglo pasado. Tal vez de ese más viejo, que parecía ser quien comandaba el trabajo. O entonces de ese otro encima del tejado, con la cabeza envuelta en la camiseta para secarse el sudor, que se reía y hacía payasadas con un par de tejas en las manos. Podría ser el típico auto de segunda (en este caso de tercera o cuarta) que alguien como él compraría sólo para tener como moverse y dar aventón a los coegas o llevar a la familia a la misa o al almuerzo en la casa de la suegra... Miré el automóvil, decrépito y de neumáticios pelados, y pensé que con certeza el joven gastaría más de lo que ganaba haciendole reparaciones y cambiandole piezas a ese dinoosauro amarillo, pero créo que más importante que ese tipo de gasto, era el status que ele le proporcionaba. Era el único carro estacionado al frente de la casa, entonces era óbvio que solamente uno de ellos era el orgulloso propietario... Todavía tratando de adivinar quién sería el afortunado, pasé por el auto y le dí una última ojeada. Fué entonces que reparé que el parabrisas tenía coladas unas palabras, y decidí disminuir el paso para leerlas. Eran solamente dos, muy simples, de un color dorado ya medio grisáceo, pegadas medio chuecas: "Gracias Senhor"... Y en el primer momento me parecieron medio  absurdas, casi cómicas, entronizadas luego allí, en lo alto del vidrio de una Brasilia cayendose a pedazos. Cualquiera podría pensar: "Qué es lo que este tipo tiene que agradecerle a Dios? Mira el estado de ese auto!"... Y a pesar de esto, las palabras estaban allí. El dueño había gastado algunas monedas de su salário para comprar el adhesivo y colarlo bien al frente, para que todo el mundo lo viera. Era su modesto testimonio, su ingenua gratitud estampada en el vidrio del coche decadente... Pero, por qué estaba tan agradecido? Y por qué insistía tanto en mostrar esta gratitud a todos? El coche era realmente un chiste y la casa donde él y su familia vivían no debía ser gran cosa también, tal vez ni tuviera água potable y, con todo, ahí estaba él, agradeciendo, contradiciendo las apariencias...
   Suspiré profundamente y continué mi camino, no sin antes echarle una última ojeada al auto y esbozar una sonrisa medio sin gracia y emocionada, porque de repente pensé en cómo somos tan frívolos e ingratos, cómo no aprovechamos lo que conseguimos, cómo no le damos mérito a los pequeños éxitos -nuestros y de los demás- y nos olvidamos de agradecer por ellos, de disfrutarlos y compartirlos solamente porque son modestos, simples, porque no aparecen en los diarios o no son el comentario de la ciudad. Pensé cómo ese auto arruinado era un tesoro para ese hombre y lo imaginé cuidándolo, lavándolo, encerándolo, protegiéndolo de la intempérie, manejándolo por las calles de la ciudad como quien maneja un BMW. Me dí cuenta, otra vez, de cómo necesitamos poca cosa para ser felices y sentirnos agradecidos a la vida... Entonces, si este humilde albañil podía agradecer las bondades de Dios en el parabrisas de su carro de tercera, por qué no podría yo sentirme grata también por todo lo que tengo, por todo lo que soy por todo lo que puedo conquistar?...
    Quién podría imaginar que delante de una casa en reforma, acompañada por la música chicharreante de la radio y los ladridos de los perros, iría a encontrar este recado de Dios? Y si hubiera decidido volver atrás y hacer un camino diferente? Habría otro mensaje, o simplemente habría perdido éste?... Pero Dios está mucho más atento que yo, y me hizo meter la rodilla en una Brasília vieja y enmohecida para que despertara y empezara a prestar realmente atención en los bienes -materiales y espirituales- con que soy agraciada cada día, porque cada uno de ellos es un tesoro que merece ser cuidado, amado, disfrutado y compartido con los otros.

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