segunda-feira, 27 de dezembro de 2010

Un nuevo bautismo

Y finalmente, después de casi quedarme turnia y con la espalda atrofiada de tanto hacer crucigramas en la sala vacía durante dos días, estoy de vacaciones!... Hoy día, oficialmente, empieza mi mes de descanso, mismo si, en verdad, ya dejé de ir a la Fundación el jueves pasado por cuenta del feriado de navidad. Pero también por cuenta de las fiestas, almuerzos y compras de última hora (a uno siempre se le olvida aquel pariente solterón, o el hijo de la prima, o el pololo de la hija de tu cuñada) más ese montón de parientes y sus hijos corriendo y gritando por la casa, solamente hoy estoy empezando a disfrutar de un descanso de verdad y retornando a mi dieta y a mi rutina literaria, gracias a Dios!... Me encanta mi trabajo, pero sinceramente, ya no estaba aguantando más. Ahora no quiero más pensar en piezas, textos, alumnos, aulas, proyectos, horas extra o cualquier otra cosa que tenga que ver con trabajo. Durante este mes pretendo olvidarme de que existe para dedicarme tan sólo a descansar, a escribir y a recobrar mi salud. Espero que la consulta del dia 10 me ayude en algo y salga de ella con algún diagnóstico y con algún tratamiento que -bravo!- alivie o -mejor todavía- elimine estos dolores (hoy, por ejemplo, la cosa está fea!)... Entonces, hasta allá, la cosa es mantener la calma y aprovechar de la mejor forma posible los días creando, paseando, escuchando música, meditando y viendo muchos filmes.
    Entonces, para empezar, aquí vá mi primera crónica de vacaciones.  Sólo espero poder mantener este ritmo cuando vuelva a trabajar, sobre todo si las predicciones de mi jefe se cumplen y tengo que trabajar más horas... Pero, por el momento, me importa un pito!...


    Estoy sentada en uno de los bancos de la placita que queda cerca de mi casa, bajo la sombra susurrante de un ipé florecido, y a mi alrededor nievan flores rosadas. Caen silenciosamente, una, dos, cuatro, cada vez que el viento hace estremecerse a las ramas... Las personas pasan apresuradas por la vereda, rumbo al mercado, sin fijarse en la belleza del asfalto sembrado de flores, sumergidas en sus pensamientos y preocupaciones. Las miro desde mi lugar y por un instante me siento en otra dimensión, una especie de fantasma de otro plano que existe y actúa en una época  y a una velocidad completamente diferentes, que tiene ojos y oídos exageradamente atentos y perceptivos, cuyo cuerpo posée una densidad, un propósito distinto de aquellos que pasan a mi lado... Desvío la mirada de la calle y la tiendo sobre el parque de juegos a mi izquierda, donde algunos niños corren, juegan, se columpian e inventan aventuras y desafíos entre los aparatos de metal viejos y depredados. A pesar de esto y de los agujeros en la cerca de alambrado, de la tierra sucia y de la basura -que aprovechan para crear armas, vehículos o baúles de tesoros- ellos juegan y se divierten como si estuvieran en el mejor y más moderno parque del mundo, llenos de energía y creatividad... Y de repente,  me acuerdo de mí misma y de mi hermana, cuando vivíamos en la base aérea de Antofagasta, en el norte de Chile, en pleno desierto, jugando en los rieles del tren que, como dos riscos solitarios en una página vacía, se perdían en el horizonte de sedosas dunas amarillas. O entonces descendiendo hasta la inmensa playa desierta en aquella destartalada y ruidosa liebre, espiando hacia el espacio allá afuera por sus ventanillas entierradas, con prisa para llegar allá abajo para buscar conchas y pececitos en las águas rasas y cristalinas... Cómo jugábamos entonces! El mundo entero nos pertenecía y estaba repleto de aventuras, desafios y descubrimientos! El desierto, la base de casitas de madera con jardines mustios y pequeñas huertas heróicamente mantenidas con el água racionada de los toneles, aquella inmensidad de arena y água azul eran nuestro reino y en él nos sentíamos seguras y motivadas para crear, para explorar y soñar... Miré nuevamente a los niños en el parque y de repente me pregunté cuándo, cómo y por qué los adultos nos olvidamos de jugar. Por qué al crecer tenemos que mirar a los niños para recordar cómo es, pues de alguna forma, en algún rincón escondido y casi olvidado, echamos de menos los juegos. Y mismo así, nos avergonzamos de acompañarlos, de abrir la pequeña puerta de su universo y aventurarnos en él. Será que nos asusta la inocencia, la credulidad, la cara limpia, la acción directa, la palabra pura? Será que estamos tan poluidos que pensamos que no merecemos un nuevo bautismo? Será que estamos tan fatalmente convencidos de que no tenemos más tiempo, de que nuestras oportunidades acabaron, de que la madurez no incluye el deslumbramiento, la creatividad, la ingenuidad, la honestidad que teníamos cuando éramos niños? Será que preferimos creér que toda la magia terminó y que sólo podemos lidiar con una realidad dura y seca?.. Pero por qué crecer tiene que ser algo tan ruin? Por qué todo lo que es especial tiene que ser abandonado por el camino, a lo largo del proceso de maduración? Por qué no podemos guardar -y usar- una parte de nuestra infancia para sostenerrnos, para inspirarnos, para buscar la felicidad cuando envejecemos? De qué vale el perdón de Dios si nosotros mismos no nos perdonamos por crecer y transformarnos en estas personas llenas de resentimiento, recelo y escepticismo? Es con su material que construimos lo que somos, lo que soñamos, lo que enseñamos y compartimos. Puede ser que ni siempre haya sido perfecta, pero la llama de la inocencia, de la fé y de la creatividad que la sostuvo y la alimentó es algo que no podemos dejar que se apague cuando crecemos.

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