terça-feira, 25 de agosto de 2009

Patria

Esta semana estoy usando prestado el computador de la Fundación para postear mis crónicas, ya que el monitor del mío se quemó el sábado en la mañana, justo en el momento en que me senté para escribir. De repente soltó un ruido tan horrible que pensé que iba a explotar. Casi me dió un ataque cardíaco!... Lo apagué inmediatamente y telefoneé a la asistencia técnica, que me dijo que con certeza era el monitor que se había quemado. Lo llevé para allá y hasta ahora no me dieron una respuesta sobre si será posible salvarlo o si tendré que darle un honroso funeral y salir para comprarme otro monitor, lo que, claro, está completamente fuera de mi presupuesto. Menos mal que mi hija se propuso a ayudarme, porque una escritora, como ustedes saben, no puede en hipótesis alguna, quedarse sin computador. No es que haya perdido la costumbre o el talento de escribir a mano -por señal, llevo un cuaderno y una ibreta de apuntes a mano, en los casos en que no e stoy cerca de mi computador- pero no se puede negar que un teclado suave y veloz ayuda bastante en la creación... En realidad, debería haberme comprado un computador nuevo hace tiempo, porque este que tengo está muuuuuy viejo, pero como ustedes saben, mis finanzas...
Y como el computador de la fundación tiene horario de trabajo limitado, sin más demoras vamos a la crónica de esta semana.

De lejos da para oír sus voces, mismo si están hablando en un tono bajo, cabezas inclinadas una hacia la otra, cuerpos menudos muy cerca, risitas y más comentarios... Las dos señoras japonesas, vistas así, conversando en la vereda delante del portón de la casa, escoba en la mano de una y bolsa de compras en la mano de la otra, parecen no estar realmente aquí, en esta ciudad, en este país. Parece que aquellos sonidos extraños y entrecortados que salen de sus labios finos y arrugados las transportan instantáneamente a su tierra natal, a otras épocas, a otra cultura. Se sienten en casa todas las veces que se expresan en su lengua materna, olvidándose por algunos minutos de que son extranjeras y que una distancia asustadoramente grande las separa de su hogar... Conozco a las dos, pues suelo encontrarlas con frecuencia durante mis caminadas matinales -hora en la cual ellas se dirigen a la academia- o cuando voy al mercado, que todos los martes y jueves ofrece unas aulas de gimnásia para la tercera edad. Allá están ellas, siempre juntas, riendo y conversando como dos gueishas, una muy delgada y de cuerpo ya curvado por los años, siempre apoyada en su bastón, y la otra, bajita y regordeta, habladora y risueña. Me quedo admirada al percibir cómo, a pesar de estar tan bien integradas al resto de las señoras brasileras que van a las clases, de alguna forma mantienen un tipo bien definido de frontera, de límite que las otras no consiguen transpasar. Hay algo especial, secreto, que es solamente suyo, que las hace diferentes y las separa de este universo donde el resto de los no-japoneses habita, y esta percepción es más acentuada cuando varios de ellos se reunen en algún local... Se crea entonces una atmósfera toda especial y nosotros, los de fuera, conseguimos vislumbrar algo de su mundo, de su herencia, de su comportamiento natural, ancestral. Nos llegan ecos de una historia muy antigua, de costumbres milenarias que hasta hoy son consideradas leyes y respetadas como tales, sobre todo por los más viejos. De alguna forma indefinida, pero muy clara, su fuerza nos toca, nos transpasa y nos impone respeto. Sin embargo, lo más curioso es que, delante de ellos, nosotros nos sentimos, repentinamente, los extranjeros, tal es la fuerza de la patria que ellos traen consigo y cultivan en este suelo extraño.
Y al percibir esta fuerza, esta especie de recreación de la tierra madre cuando se reúnen, o mismo estando solos, me pregunto si con todos los extranjeros sucede lo mismo o si son estos japoneses quienes poséen algún tipo de poder especial para hacer que esto ocurra. Será que yo misma conservo la idiosincracia, el idioma, las costumbres, los paisajes, sonidos y aromas de mi país con fuerza suficiente como para que se manifieste con semejante claridad delante de los otros? Será que, si nos reunimos, conseguiríamos recrear nuestra pátria sólo con el poder de nuestro amor por ella?... Cuándo somos, realmente, extranjeros?... Yo creo que si podemos llevar con nosotros la esencia de nuestro país, mismo a los lugares más remotos y diferentes, nunca nos sentiremos como tales, pues seremos capaces de integrarnos a la cultura y lenguaje de otros y al mismo tiempo conservar nuestras raíces, que serán alimentadas justamente con la recreación constante de la tierra natal en nuestro hablar, nuestras acciones y pensamientos, en el escenario en el cual nos movemos, en el tratamiento que dispensamos a los otros. Todo en nosotros puede mostrar quién somos y de dónde procedemos, sin por eso agredir a la tierra que gentilmente nos acoje.
Pienso que extranjero es, realmente, aquel que se olvidó de su patria y no se adaptó a la nueva tierra, permaneciendo así en una espécie de limbo cultural y afectivo en el cual se siente agredido y abandonado, sin un puerto donde atracar, un rumbo para seguir, alguien a quien acudir.
Podemos vivir en estos dos lugares al mismo tiempo, sin perjuicio para ninguno de ellos, porque lo que está en el corazón no estorba lo que está fuera de él, al contrario, sólo lo enriquece.

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