sábado, 25 de julho de 2009

La callejuela

Ayer fué un día feliz, lleno de encuentros, palabras, miradas y sorpresas que sólo llenaron mi corazón de ánimo y fé, pues me dí cuenta de que basta decir "Sí" y enfrentar lo que nos toca con disposición y optimismo para que todas las nubes obscuras, resentimientos y recelos simplemente se evaporen... Fuí de sorpresa en sorpresa -o debería decir "milagro"?- sintiendome cada vez más leve y grata, más animada y llena de inspiración. Estaba, literalmente, en las nubes!... Hasta que tuve que decirle algunas cosas a alguien a quien amo mucho, sabiendo que lo haría sufrir, pero incapaz de esconder la verdad... Y hoy estoy así, angustiada y arrepentida -mismo conciente de que no decir nada podría causarle un sufrimiento mayor a esta persona- luchando contra el sentimiento de culpabilidad y recelo que flota sobre mí como una sombra. Trato de recordar el día de ayer, todos los regalos que recibí, los encuentros que tuve, los descubrimientos que hice, el corazón liviano y feliz, pero no está siendo fácil. Parece que la tristeza es siempre más pesada y poderosa que todas las alegrías y nos hace olvidar en un chasquear de dedos todas las cosas positivas que nos suceden... Entonces, llego a la conclusión de que, cuando se tiene un día como aquel, pleno de pequeñas felicidades que nos santifican y nos renuevan, tenemos que disfrutarlos y guardar en la memoria y el corazón todos sus pequeños detalles para poder apoyarnos en este recuerdo en los momentos difíciles. Tenemos que estar atentos a estos episodios, pues son breves y raros, como tesoros sin precio que nos sostienen en las horas negras. Espero que el milagro de ayer pueda sobrepujar la tristeza de hoy, pero mismo que esto no suceda, sé que todo lo que ocurrió y me llenó de felicidad aún está dentro de mí, vivo y real, y que será ciertamente un farol en mis noches obscuras.
Y es recordando uno de esos tantos capítulos tan especiales con los que Dios adorna mi vida que posteo la crónica de hoy.

Doblo la esquina, tomo un largo aliento y empiezo a subir la calle, travando una lucha de puro heroísmo contra el viento helado que avanza contra mí y se mete cruelmente por cada rendija de mi ropa... Es muy temprano y en mi camino encuentro estudiantes yendo al colegio, autos apresurados con choferes de cabello mojado y perfume de loción de barba, recicladores empujando sus carritos y haciendo una animada fila delante de la usina de reciclaje, que todavía no abre. Mientras esperan, cuentan sus peripecias y comparten una botella de vino barato y un paquete de galletas, de las cuales sus fieles e inmundos perros reciben también su parte... En el final de la calle por la que subo, encogida y con el corazón acelerado, véo la carretera y los galpones de las pequeñas empresas del otro lado, camiones estacionados, un grupo de personas tan encogidas como yo debajo del mesquino techo del arruinado paradero del bus, ciclistas y pedestres dirigiendose a sus trabajos, más niños y adolecentes a camino de la escuela, perros arriesgando la vida entre parachoques y neumáticos amenazantes, vehículos llenos y un mar turbulento y ensordecedor de vehículos que parece no tener fin. De un lado y de otro vuelan, como enloquecidos, bocinando, chirriando las ruedas, zigzagueando, ultrapasando, amenazando a los peatones sin el menor escrúpulo desde sus monstruos motorizados, sintiendose dioses cuyas prioridades son la cosa más importante en este mundo... Abismada delante del espectáculo, me detengo por algunos segundos y contemplo aquel caos tan cerca de mí, preguntandome fugazmente cómo conseguimos existir y dividir el espacio con toda esta polución, esta agresión, esta prisa fuera de control. Sin embargo, no tengo tiempo ni disposición para buscar alguna respuesta. El mundo se transformó en esto mismo y lo mejor que podemos hacer al respecto es tratar de mantener nuestro pequeño espacio personal limpio de todo aquello, cada uno a su manera. De repente, si un día juntamos todos esos espacios podríamos tener un mundo perfecto, o por lo menos uno mejor... Suelto un suspiro, preguntandome cuántos de esos pequeños territorios serían necesarios para cambiar la historia de la humanidad, y retomo mi caminada. Avanzo algunos metros más y finalmente doblo en la próxima calle. Es una callejuela estrecha y sorprendentemente silenciosa, de solamente una quadra , flanqueada por pequeñas casitas populares de rejas y muros antiguos, jardines algo desorganizados y autos modestos metidos casi con calzador dentro de los garages llenos de plantas y sillas de plástico. Algunos ostentan enormes árboles que cubren la casa casi completamente, como gigantes protectores. En la mayoría de ellos hay columpios hechos de cuerda e neumáticos, mensajeros de viento y aquellos bebedores para colibrís que parecen margaritas o rosas... Perros viejos y muy limpios huyendo del frío echados al sol, que apenas anuncia su calor, radio prendida, olor de porotos, de carne -probablemente alguna marmita siendo preparada- voces animadas, el aroma del café y del pan acariciando la vereda, saludos de una ventana a la otra... En aquel pequeño y modesto pedazo de paraíso todos se conocen, pues viven allí desde siempre. No hay niños -fuera los nietos que aparecen en los fines de semana- entonces el ambiente es sereno y lleno de una acogedora rutina que llena los días de paz y certeza. Voces bajas, gestos más lentos, conversaciones banales, pequeñas novedades, a veces un rosario al anochecer, un intercambio de recetas, el lavado de la vereda... Está la pareja de japoneses, ya muy viejos, que viven en la casa de la esquina y que coleccionan todo tipo de diarios y revistas. Tienen una antena de televisión en el tejado, pero por lo que parece, ambos prefieren sentarse cómodamente en los sofás gastados de la minúscula y atollada sala y, escogiendo minuciosamente entre sus tesoros, pasar el tiempo libre leyendo. Está el ejecutivo, ya maduro, que vive en la otra esquina y que todas las mañanas, después de sacar su pequeño automóvil del garage -que también es el área de servicio- arregla cuidadosamente las sillas de metal, alineandolas contra la pared, enchufa la máquina de lavar y pone el tapete en la puerta de entrada para solamente después entrar en el carro y salir. Está la numerosa y algo desorganizada familia de la casa en el final de la calle, donde siempre hay alguien entrando o saliendo, bicicletas en el portón y ropas colgadas para secar: muchos pantalones, sábanas y toallas, zapatillas, calcetines y camisas, lo que me indica que hay una mayoría masculina viviendo allí, fato que explica la falta de orden, de plantas y de cortinas en las ventanas... Está la vieja señora y su viejo perrito, ambos de pelo ya blanco y andar lento y un poco inseguro, que cultiva café en el jardín del frente y lo tuesta en el pequeño horno de ladrillo y metal en el fondo de la casa, impregnando la calle con el delicioso aroma de los granos girando dentro del recipiente. Ella está siempre conversando con el perro, contandole las novedades, preguntandole cosas, comentando las noticias de la televisión, secreteandole sus planos y sentimientos; y él la escucha sin pestañear ni quitarle los ojitos, ya empañados por las cataratas, meneando la cola y siguiendola por todos lados, alegre y satisfecho por saberse su único y fiel confidente... Y está la casita verde en la cual, acabé de descubrir, vive "Patitas", un perro mezcla salchicha y vagabundo que, al menor descuido, escapa para deambular por la vecindad, lleno de energía y buen humor, anunciando siempre su presencia por el ruido de sus patitas en el asfalto (por eso le dí ese nombre, pues no conozco a sus dueños entonces no sé cómo se llama) En la casa del lado vive ese señor alto y corpulento, ya de edad, rostro afable y gruesos anteojos, que está siempre trabajando en el jardín, podando una rama aqui o cavando un cantero allí, aserruchando el árbol de la vereda del frente para que nadie se golpée la cabeza al pasar, colgando una orquídea nueva en la terraza o pasando una mano de tinta en el muro manchado de lluvia. Bien temprano pesca la tijera de podar, la lata de tinta o el hazadón y ya está allí fuera, mirando con aire crítico su última obra, a veces con un vaso de água o café en una mano y una gorra del Colo-colo en la otra...
Es apenas una calle, una callejuela estrecha y callada que casi nadie debe conocer, insignificante comparada con el tamaño de la ciudad, con pocos habitantes, todos viejos y aparentemente sin gracia, sin nada que dicer o enseñarnos a nosotros, que vivimos en el mundo fuera de esta callecita que parece sacada de algún libro, un mundo agitado y siempre lleno de novedades, de competición, de poder y luchas, ruidoso, vertiginoso, feroz, insensible... Una calle vieja y anónima que me recibe todas las mañanas cuando doblo la esquina, todavía asustada por la visión casi infernal de la carretera y su movimiento insano, y me abre sus brazos tranquilos y amigos, una calle donde me siento acompañada, segura, equilibrada, donde encuentro personas verdaderas y simples llevando sus vidas pequeñas pero plenas. Esta cuadra me coloca de nuevo en lo que debería ser el mundo real, la vida real, las personas reales, pues su experiencia y su solidez, las opciones de quien vive en ella provienen de historias ricas y simples que serán vividas hasta el último momento con la misma honestidad y llaneza de hoy.
Las casas, los árboles, las vereda los olores, los gestos y las voces no significan solamente compañía y solidariedad mútua entre estos vecinos, sino también un trago de renovacicón y lucidez en el inicio de cada uno de mis días.

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