quinta-feira, 9 de julho de 2009

La puerta

Definitivamente, decidir tomar una actitud -cualquier actitud- a respecto de una situación determinada, buscando salidas positivas que de alguna forma van a enriquecer nuestra vida, es la cosa más cierta a ser hecha. No importa cuán malo pueda parecernos algo en un dado momento, siempre podremos hacer que la experiencia nos resulte provechosa, mismo si tenemos que aprender a través del dolor (que, por suerte, no dura para siempre). Sin duda -y yo lo he comprobado- siempre, siempre existe un punto positivo, un lado iluminado, una ventaja, un detalle por el que vale la pena continuar sonriendo y teniendo fé. Ya sé que parece cosa de libro de auto-ayuda, pero créanme, es la más pura realidad. En medio de la noche más obscura y fría aún existe una partícula de luz, un aliento de calor, pero tenemos que creér en esto y buscarlo de corazón, conseguirlo y disfrutarlo con profunda gratitud y fé. Así, por más profundo y terrible que séa el agujero donde estamos prisioneros, seremos capaces de sobrevivir, de volver a la superficie, a la felicidad, al equilibrio. La cosa es no desistir y, así como la famosa Pollyanna, tratar de encontrar en todo algo para sentirnos contentos.
Este sermón todo no es gratis, créanme, sino el resultado de mi propia experiencia en estos últimos meses de tantas frustraciones y humillaciones profesionales, pues siguiendo mi propio consejo, he conseguido mantenerme animada y creativa, llena de optimismo e confianza, agradeciendo cada nuevo día y todos los regalos que Dios pone en mi camino... Porque nada sucede en vano, realmente nada.
Y aquí vá la crónica de esta semana, larga como siempre:

Todos los dias cruzaba con ella durante mi caminada matinal, más o menos en el mismo lugar, el área sombreada y ruidosa de la gasolinera en la avenida. Desde lejos ya la divisaba, envuelta en su viejo abrigo café, el cabello preso en una cola de caballo medio despeinada, la cartera en el hombro y una bolsa de nylon en la mano, los mismos zapatos negros, ya medio deformados y sin brillo de tanto uso, y ese andar que pendía para un lado, como si quisiera adivinar de antemano lo que había a la vuelta de la próxima esquina. Pasos rápidos y automáticos, firmes a pesar de la aparente falta de equilibrio, boca apretada en un gesto de severidad que era complementado por su mirada de ceño fruncido y pupilas esquivas... Yo ya la conocía, era madre de una de las alumnas de la escuela de ballet de la Fundación y siempre pasaba junto a ella cuando iba a mi sala de dibujo, sentada sola en el murillo del espejo de água, esperando que su hija saliera de la aula. Ella y otras madres estaban siempre por allí tejiendo, conversando, haciendose confidencias domésticas y comentando el último capítulo de la novela, intercambiando recetas y comparando el progreso de las hijas y la eficiencia de las profesoras. Al verlas se diría que eran viejas compañeras de colegio en su reunión anual, tan animadas y alegres se mostraban. No obstante ella, del otro lado del ruidoso grupo, permanecia quieta y silenciosa, urgando alguna cosa dentro de su vieja y descascarada cartera, o en los bolsillos, cabeza baja, rodillas juntas y piés para adentro... En realidad, toda su actitud parecia estar vuelta hacia algún lugar lejano y muy bien protegido dentro de ella misma: manos enlazadas u ocupadas cerca del cuerpo, espalda inclinada hacia adelante, hombros encogidos, cuello para abajo, rostro vuelto hacia la falda, brazos pegados al tronco. Parecía que su figura menuda era demasiado grande para caber en el espacio en el cual se encontraba, o que alguna fuerza invisible la obligaba a permanecer toda encogida, comprimiendola como si tratase de hacerla desaparecer de nuestros ojos... Sin embargo, a pesar de este óbvio aislamiento -que las otras madres entendían como una placa luminosa de "apártese, no quiero conversar" y respetaban sin preguntar- yo la sorprendí algunas veces espiando muy disimuladamente al grupo risueño y hablador que llenaba el ambiente con sus voces y aspavientos a pocos metros de ella. Sin que percibiera, su cuerpo se inclinaba en dirección a la rueda de mujeres y el cuello se estiraba algunos milímetros en la tentativa de escuchar la conversación, las manos cesaban su interminable tejido invisible y se quedaban en la falda como antenas, dedos rígidos y abiertos en la tensión de decifrar y juntar las palabras que conseguía capturar... Desde la ventana de mi sala, protegida por la sombra del interior, yo observaba a la mujer, tratando de entender por qué no se levantaba de allí y se acercaba luego al grupo de madres, integrandose en su conversación, ya que nada parecía impedírselo. Pero ella estaba simplemente petrificada, endurecida de la misma forma en que caminaba por la calle en mi dirección todas las mañanas, cara de pocos amigos y ojos llenos de recelo, casi agresivos, como diciendo: "No me encara porque te doy un puñete!". Claro que, igual a esas madres, nunca siquiera me pasó por la mente saludarla, a pesar de que la conocía, pues no quería invadir su fortaleza sin ser convidada ni saber cuáles serían las consecuencias de mi iniciativa... Pero entonces, por qué ella estaba ahí, estirandose toda para participar, ni que fuera de lejos, de la animada reunión de las otras madres? Qué era lo que estaba faltando para que saliese del murillo y fuese a conversar con ellas? Cuál era la señal que necesitaba? Será que veía otra fortaleza inviolable -fuera la suya propia- en el grupo de mujeres a la cual no se acercaría sin ser llamada?... Las miré atentamente, pero no me parecieron en absoluto amenazantes o poco acogedoras. Totalmente intrigada por lo que ocurría, fuí hasta la puerta de la sala para observar mejor. La mujer continuaba en la misma postura, pero noté que había cambiado ligeramente de lugar, deslizando algunos centímetros por el murillo hacia el grupo. Yo, simplemente, no creía lo que estaba viendo!...
Entonces, de improviso, en un relámpago, entendí lo que estaba sucediendo: aquella mujer -por alguna razón que no conocía, pero que debía ser muy fuerte- estaba tan trancada dentro de sí misma que, si alguien no viniera a abrirle la puerta, sería capaz de quedarse ahí el resto de su vida, a pesar de las ganas que tenía de salir, y que demostraba a cada segundo... Pero, cómo se abría esa puerta? Cuál era la llave? Y era para abrirla de par en par o solamente entreabrirla para no asustarla?... Pero en el momento en que juntaba valor para tomar alguna actitud, la puerta de la sala de ballet se abrió y un tropel de niñitas, todas de collant rosa y moño adornado de flores, salió como la caballería al rescate, gritando y saltando, arrastrando mochilas, abrigos, bufandas y ropas, subió la rampa del garage y corrió en dirección al grupo de madres. La mujer, sobresaltada por el ruido, se enderezó como si hubiera sido sorprendida en elgún tipo de acto reprobable, y se volvió rápidamente hacia su hija que, saltona y de mejillas coloradas, se acercaba riendo. La acogió con un breve beso, pescó su mochila, la sostuvo de la mano y, sin decir nada ni mirar a nadie, se alejó apresuradamente por la calle, desapareciendo de mi vista en un pestañear... Miré a mi alrededor, a las madres y sus hijas en aquel alegre reencuentro, y de repente me pareció que aquella otra mujer jamás había estado sentada en el murillo, tan invisible a nuestros ojos quería parecer.
Sin embargo, no paré de pensar en ella el resto del día y finalmente, antes de dormir, pensé que había entendido cuál era la puerta -una bien pequeña, por señal- que podría abrirle. Dependía de cuándo sería nuestro próximo encuentro.
Y esto sucedió al día siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar, la gasolinera de la avenida. De lejos ya la reconocí y, respirando hondo, me preparé. Pensé en sacarme los anteojos obscuros, pero se me ocurrió que a lo mejor ella no se sentiría capaz de enfrentar mi mirada, entonces me quedé con ellos puestos... "Esto más está pareciendo un asalto!", pensé mientras la mujer se me acercaba, Me enderecé y preparé la más simpática de mis sonrisas y, en el segundo en que cruzó conmigo, la miré a la cara y solté el "Hola, buenos días!" más casual y relajado de toda mi vida, de la misma forma que lo diría si la encontrase todos los días y ella fuera una de mis mejores amigas... Tomada totalmente de sorpresa, la mujer casi paró, salió de su ritmo, hasta enderezó el cuerpo, y fijó sus ojos espantados en los míos por una fracción de segundo. En seguida, en una mezcla de tensión y alivio y con una levísima pincelada de placer en la expresión, me respondió con un apagado "Buenos días" que solamente Dios y yo escuchamos, y siguió su camino. Yo, tan sorprendida cuanto ella por el éxito de mi empresa, continué el mío sintiendome el propio superman. Y mientras terminaba mi caminada con una alegre leveza crepitando en mi pecho, pensaba: Cuántas veces la puerta para traer a alguien al mundo no es más que un simple y despreocupado "Hola!"? Por qué estamos siempre esperando que el otro dé el primer paso? Por qué no arriesgar y extender la mano primero? Cuántas personas viven atrás de puertas, paredes, redomas, mirando con ansia y frustración hacia el mundo allá afuera, pero sin coraje de aventurarse en él sin el apoyo de alguien? Cuántas están esperando ese "Hola!", esperando que les abramos la puerta y las invitemos a salir, a compartir, a descubrir junto con nosotros? Cuántas se sienten incapaces de dar el primer paso y se quedan allí, dependiendo de nuestra sensibilidad y buena voluntad para empezar a hacer parte de la historia, para vivir su propia aventura, que tal vez séa mucho más importante de lo que imaginamos?... Cuántas veces nuestro corazón murmura: "Andam extiende la mano, cruza la frontera, dí algo, demuestra lo que sientes, dá una oportunidad" y nosotros lo ignoramos porque pensamos que nos va a dar demasiado trabajo, nos va a obligar a comprometernos, nos va a robar tiempo y tal vez hasta dinero. Le damos la espalda y nos alejamos sin siquiera considerar la posibilidad de abrir esa puerta, de hacer ese gesto mínimo - un "hola!", una sonrisa, una mirada- que podría sacar a alguien de la soledad y el silencio y traerlo a la vida."
Continúo cruzando todos los días con la mujer, y continúo saludándola alegremente. Ni siempre ella me responde, pero su mirada siempre encuentra la mía, por una fracción de segundo, y puedo ver en ella una pequeñita luz, el minúsculo clarón que mi "Hola, buenos días!" enciende en ella, y esto me deja feliz, porque tengo la certeza de que, con el tiempo, de esta chispa puede nacer una llamarada que será capaz de iluminar y calentar todo su mundo y abrir definitivamente ela puerta de su prisión.

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