sábado, 4 de julho de 2009

El hombre paralizado

Esta semana está medio revolucionada porque mi hija está finalmente de vacaciones, entonces aprovechamos para salir juntas ayer (hacía seis meses que no lo hacíamos por causa de nuestros trabajos. Ella es reportera de televisión y yo... Bueno, ustedes ya saben como funcionan las cosas en mi trabajo) almorzamos fuera, fuimos al teatro e hicimos unas compritas (ay, más cuentas para pagar!). Cuando llegamos, estaba tan cansada y eufórica que no me sobraron ánimos ni inspiración para sentarme aqui a digitar cualquier cosa. Yo también estoy, de cierta forma, de vacaciones, porque como las escuelas no están funcionando, este mes solamente voy a cumplir mis horarios en la Fundación. También voy a aprovechar para rehacer mis rutinas de diabética, ya que tengo que experimentar un nuevo remedio, nuevos horarios y llevar la dieta más en serio, porque sino voy a tener que entrar en la insulina y eso es algo que no me atrae en absoluto. El problema es que, como fuí drásticamente rebajada en mi trabajo, ahora viven cambiandome los horarios y locales de trabajo, me tratan como si yo fuera una pelota de ping-pong que pueden tirar para donde se les antoje. Sólo que estos cambios son un pequeño drama para mí, porque tengo que vivir reformulando mis horarios de refecciones y remédios, lo que es pésimo para mi diabetis... En fim, dejándome de tantos reclamos, aquí vá la crónica de esta semana, mismo medio atrasada... O ustedes pensaban que los iba a dejar sin lectura este fin de semana?...

Todos los días, cuando paso frente a su casa, él ya está sentado en su sillón de mimbre leyendo el diario, el andador a un lado y, en una mesita o un pouff verde, su taza de café o una lata de cerveza. Es un hombre alto y corpulento, de cabello largo y ya raleando, ojos claros, siempre usando bermuda, camiseta y condoritos en los piés castigados por la enfermedad que casi le impide moverse. Cuando vuelvo del trabajo al atardecer, él continúa allí, desparramado en el sillón, unas veces dormitando, otras bebiendo cerveza, leyendo o simplemente mirando a la nada mientras la esposa, en la silla del lado, teje, cose o juega con la perra, que está siempre atrás de ella pidiendole su atención... A veces conversan, otras comparten el periódico, saludan a los vecinos o cruzan algunas palabras con el hijo, sin embargo, lo normal es que permanezcan en silencio, o que él se quede solo en el porche mientras ella se ocupa con los quehaceres dentro de la casa. Hace algunos años que se mudaron a aquella casa en la esquina y, al principio, el hombre salía para caminar, iba hasta el centro y era capaz de manejar el auto, pero a medida que el tiempo fué pasando la enfermedad lo redujo a la casi invalidez y hoy sólo se traslada penosamente de un lado para otro con la ayuda de un andador y solamente dentro de los límites de la casa. El resto del tiempo está sentado en aquel sillón de mimbre en el porche, viendo la vida pasar.
Cuando lo véo en la mañana, al salir para caminar, aún puedo distinguir una chispa de interés y ánimo en su mirada, pero cuando regreso en la tarde, la visión con que me encuentro es la de alguien aturdido, tomado por una modorra invencible, caído en el sillón, piernas abiertas, cabeza ladeada o caída sobre el pecho, totalmente apagado, física y espiritualmente... Lo saludo, como siempre, pero a veces ni siquiera se dá cuenta de que estoy ahí, no escucha mi voz -ni cualquier otra cosa a su alrededor- y continúa sumido en su soñolencia e inmobilidad... Al doblar la esquina y entrar en mi calle, con su imagen todavía en la cabeza, suelo preguntarme qué tipo de vida lleva una persona en sus condiciones, obligada a permanecer parada casi el tiempo entero, mirando siempre el mismo paisaje, necesitando de ayuda para levantarse de ese sillón y entrar a la casa o ir a cualquier lugar, pasando la mayor parte del día solo en el porche con sus pensamientos y sentimientos. Me pregunto si aprendió a sacarle algún provecho a la situación o si, sencillamente, fué engullido por ella y vive semi inconciente todo el tiempo. Nunca lo ví haciendo algún trabajo manual, recibiendo a un amigo, conversando con el hijo, siendo cariñoso con la mujer. Es como si viviera en un cuarto silencioso y obscuro que no le permitiera contacto con el mundo exterior. Pero será que se encerró allí por su propria voluntad, víctima de la frustracicón, del resentimiento, de la auto compasión, de la indiferencia? Será que fué incapaz de vencer la inmobilidad en que fué forzado a vivir y perdió el interés en las cosas y las personas que existen a su alrededor? Pretende borrarlas de su rutina así como siente que él mismo fué borrado por la enfermedad? Cuál es su reacción delante del desafío que enfrenta?... O no tiene ninguna reacción? Me siento curiosa por saber cómo es este hombre paralizado, lo que piensa, lo que deséa, lo que lo inspira, las cosas que ha aprendido a lo largo de su probación, si tendría alguna lección que enseñarme... Entonces pienso en nosotros, las personas normales, que podemos andar por ahí cuanto queremos, sentar, levantar, correr, subir, saltar o, simplemente, quedarnos parados en el medio de la plaza, o mirando una vitrina, en la fila del mercado, en la iglesia, en la panadería mientras esperamos que salga el pan caliente. Pienso en cómo -y a lo mejor por tener tantas posibilidades de movimiento- dejamos tanta cosa pasar, descartamos tantos sentimientos, tantas percepciones, tantos encuentros. Pasamos veloces y sin preocupación por las lecciones, por las personas, por las palabras y los gestos, por los milagros que nos rodean, por la felicidad y la paz. Tal vez necesitásemos un par de días sentados en un sillón de mimbre, como este hombre que no tiene otra opción, solos en un porche desde la mañana hasta la noche, para aprender a parar -física y mentamente- y darnos cuenta de que estamos vivos, de que existe un mundo de personas, paisajes, voces, acontecimientos y desafíos que no deberíamos desperdiciar, pues son solamente nuestros, hechos para nosotros, y que están allí esperando nuestra participación para que la historia séa más completa, más humana, para que tenha más oportunidad de un futuro mejor.
El hombre paralizado me recuerda que puedo moverme (qué suerte la mía!) sin embargo, también me recuerda que necesito parar de vez en cuando -por lo menos una vez al día- para sentarme en ese sillón de mimbre, bajo la sombra del porche, y observar el mundo pasando: los hijos creciendo, la madre envejeciendo, el revuelo de las golondrinas y el perro echado al sol, el significado de la expresión en la cara de mi amigo, la llegada de las estaciones, el toque del ser amado, las voces de los que pasan delante de mi puerta, la mirada de los que vencieron y de los que fracasaron; porque todo esto forma parte de mí, de mi escencia, y porque ciertamente otro está observandome y, quién sabe, aprendiendo conmigo.
No tengo miedo de parar, entonces, porque estoy cierta de que podré continuar moviendome después y de que esta parada no obligatoria no será -como en el caso del hombre del andador- el final de mi caminada, sino un recomienzo, siempre.

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