segunda-feira, 30 de março de 2009

No podemos dejar pasar

Doblé la esquina casi con la misma energía con que había empezado mi caminada -a pesar del calor asustador que se anunciaba tan temprano- y aproveché para darle una rápida mirada al reloj: menos de media hora desde mi casa hasta la plaza central; un buen tiempo, que me haría llegar más temprano y así aprovechar mejor la mañana. Había valido la pena saltar de la cama así que la radio tocó en vez de quedarme remoloneando sólo porque todavía no me cayó la ficha de que mis vacaciones terminaron... Animada por la conquista, respiré hondo y atravesé para la otra vereda, donde los árboles ofrecían un poco de sombra. Después de avanzar algunos metros, lo ví doblando la esquina, a algunos metros delante de mí, y acercandose con su andar algo tambaleante, pero firme, cabeza ya canosa y levemente inclinada, bolsita de nylon con la ollita de su almuerzo balanceando en una mano, pantalones gris azulado, camisa de manga corta celeste y zapatos negros chuecos para el lado de fuera por causa de su modo de caminar. Expresión seria, la piel morena surcada por algunas arrugas nuevas, boca apretada en una mueca de preocupación, ojos fijos en la vereda... El "hombre de las inyecciones", siempre de buen humor y con mano de ángel para pinchar traseros y brazos, era casi el mismo que cuando llegué a la ciudad y tuve que acudir a sus talentos para librarme de una faringitis rebelde que no me permitía comer ni un plato de sopa... Nos acercamos, sin que él se diera cuenta, pero cuando estábamos casi cruzandonos, levantó de repente la cabeza y me vió. Sus ojos intensamente azules soltaron una pequeña chispa, sus labios gruesos se separaron para brindarme aquella sonrisa que yo conocía tan bien y, no sé por qué, la visión de su figura pareció llenarme de una felicidad repentina e inexplicable. Me dieron unas ganas absurdas de abrazarlo y de decirle cuánto había sido importante en mi vida, cómo, cuando estaba enferma, él me traía alivio y optimismo, cómo su mano siempre había sido delicada y respetuosa, cómo su entrada en mi casa me hacía pensar: "Ahora las cosas van a empezar a mejorar!"... Pero sabiendo que él, con certeza, no entendería mi actitud y que le parecería, lo mínimo, totalmente fuera de lugar, engullí mi euforia y me contenté con brindarle mi sonrisa más luminosa junto con un "Buenos días!" capaz de derretir una montaña de granito, tratando de que mi felicidad por encontrarlo se zambullera por sus ojos y lo hicieran sentir el cariño y la gratitud que tomaban cuenta de mí... Con un destello de desconcierto, él me saludó y sonrió, pasando apresurado, dejando el rastro de su loción de afeitar en el aire, semejante a una discreta mirada de curiosidad.
Yo continué mi caminada, con una sonrisa boba estampada en la cara, y fuí saludando a los conocidos -que, ahora lo veía, eran muchos más de lo que pensaba-a medida que avanzaba, ébria con aquela intensa sensación de felicidad y gratitud por la presencia de cada uno de ellos em mi vida, sin importar si era el dueño anciano y casi paralítico de aquel perrito saltón que perseguía a las palomas por el jardín, la muchacha deficiente que aguardaba el bus de su institución sentada en el muro junto con su madre, una mujer seca y deformada como la rama de un árbol en el invierno; la costurera delgadita y medio jorobada, siempre con esa sonrisa medio triste, medio tímida; la dueña de casa o el chico del garage, de ropas inmundas y una perpétua cara de sueño; la viejita que se dirigía a la academia apoyada en su bastón o el empresario de terno y corbata en su automóvil de lujo... Me dí cuenta de que ninguno de ellos tenía un papel vital o directo en mi vida; eran apenas encuentros diarios hechos de sonrisas y gestos breves, algunos comentarios, pequeños servicios ocasionales o, simplemente, estaban en el mismo lugar todos los días cuando yo pasaba, pero... cómo me gustava verlos, saludarlos, escuchar sus voces y encontrarme con sus sonrisas en respuesta a la mía! Cómo disfrutaba el hecho de tenerlos en mi vida, ni que fuera por aquellos pocos segundos en los cuales nuestros caminos se cruzaban! Cómo su presencia formaba parte indivisible de mi rutina! Cuánto los echaba de menos si no los encontraba y cómo me ponía contenta cuando alguno de ellos me sorprendía apareciendo -o reapareciendo- para recordarme que todavía estábamos unidos por un hilo poderoso y misterioso que nos otorgaba el privilegio de compartir algunos instantes diariamente y, quién sabe, aprender alguna cosa los unos con los otros!... Me sentía amiga y confidente inclusive de aquellos con los que nunca había conversado, desconocidos que contaban sus secretos a través de sus ropas, sus expresiones, sus miradas, su manera de andar, sus carteras, sus bolsas, zapatos y cabellos, su perfume, sus manos y piés. Personas que vivían sus vidas, así como yo, que se alegraban con sus éxitos y se entristecían con sus fracasos; gente pequeña, común, anónima e, al mismos tiempo -y tal vez así como yo era para ellos- tan importante para mi existencia diaria.
Llegando a mi casa, y todavía tomada por estos pensamientos, tuve que parar durante algunos momentos en el jardín y respirar hondo para asimilar lo que había sucedido. Dí una buena mirada a mi alrededor y, apoyando una mano en el pecho, murmuré una pequeña oración de agradecimiento por esta revelación, por esta consciencia tan clara y estupenda de la humanidad que me rodea y forma parte de mí, a pesar de no saberlo. Siempre le dí valor y aprecié intensamente todos los encuentros que Dios coloca en mi camindo, interpretandolos y sacandoles el máximo de provecho, pero hoy me aparecieron en toda su importancia y belleza, toda la transcendencia y ligación que poséen con mi propia vida, toda la felicidad, simple y sincera, con que pueden contribuir para mejorar mi existencia, mis pensamientos y acciones, mis intenciones, mi compasión y sabiduría.
Los encuentros son, definitivamente, mágicos, sagrados, perfectos, instantes cósmicos y divinos que no podemos dejar pasar, pues son algunos de los mejores regalos que podemos recibir.

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